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Vlad, el hipnotizador

Así como las reuniones de Bruselas y Londres sirvieron para mostrar las crecientes grietas que dividen a Occidente, la cumbre de Helsinki sirvió para mostrar el renovado poderío de Rusia.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
21 de julio de 2018

Entre los oros y los mármoles del Palacio Imperial, el imponente palacio neoclásico de los zares de Rusia en Helsinki, entró Vladimir Putin con talante de propietario (así Finlandia haya sido independiente de Rusia desde hace un siglo). Y en cambio Donald Trump lo hizo casi en las puntas de los pies, como un colado, todo lleno de venias y de sonrisas untuosas para con su anfitrión. Muy distinto del Trump arrogante que la víspera había insultado a la primera ministra británica y tres días antes humillado a todos los veintinueve presidentes y jefes de gobierno de la Otan, el pacto militar que hace setenta años organizaron los Estados Unidos para defender a Occidente de la Unión Soviética: es decir, en la práctica, de Rusia. Así como las reuniones de Bruselas y Londres sirvieron para mostrar las crecientes grietas que dividen a Occidente, la cumbre de Helsinki sirvió para mostrar el renovado poderío de Rusia. Y en particular el de su presidente Putin, que ya la ha gobernado por más tiempo que nadie desde Stalin.

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Hace un mes o un mes y medio mencionaba yo aquí el curioso caso de la lambonería de Trump frente a los más conspicuos adversarios de su país: el presidente Putin de la Federación Rusa, el presidente de la China Xi Jinping, el hereditario presidente norcoreano Kim Jong-un. Un caso que recuerda la película (y novela) El candidato manchú, sobre un presidente norteamericano controlado por los enemigos de los Estados Unidos, que le han lavado el cerebro. Lo sucedido en Helsinki, que ha alarmado incluso a los más estólidos senadores del Partido Republicano, confirma la perspicacia futurista de esa obra de política ficción. Pero más extraordinario todavía que el de Trump es el caso de Putin: una especie de hipnotizador maligno que de agente secreto del KGB soviético se ha convertido, gracias a su extraña capacidad de influencia sobre personajes tan distintos como Boris Yeltsin, Dimitri Medvédev y ahora Donald Trump –sin contar la que ha mostrado sobre el pueblo ruso y los jerarcas de la Iglesia ortodoxa–, en el hombre más poderoso de Rusia desde Stalin, o desde Pedro el Grande, o desde Iván el Terrible. Y en el hombre, cosa aún más notable, que le ha devuelto a Rusia su poder político, desmoronado con el hundimiento de la URSS hace treinta años. Y buena parte de su poder económico, malbaratado por Yeltsin entre sus amigotes: la primera camada de los llamados oligarcas que privatizaron las empresas públicas del Estado soviético, sustituidos hoy por la segunda camada, la de los amigotes del propio Putin. Su poder militar Rusia no lo había perdido: pero con Putin ha vuelto a utilizarlo.

"Así como las reuniones de Bruselas y Londres sirvieron para mostrar las crecientes grietas que dividen a Occidente, la cumbre de Helsinki sirvió para mostrar el renovado poderío de Rusia"

Tras el derrocamiento del iluso reformista Mijaíl Gorbachov, su sucesor, el borrachín Boris Yeltsin, nombró inesperadamente primer ministro a un ex agente secreto del KGB destacado en Alemania que trabajaba como asesor del rector de la Universidad de Leningrado: el desconocido Vladimir Putin. Al cabo de un año Yeltsin, ahogado en vodka, se retiró de la presidencia de Rusia dejando como sustituto provisional a su primer ministro, que convocó a elecciones y las ganó arrolladoramente, y está ahí desde entonces, al parecer para siempre.

Ya lleva veinte años. Uno como sustituto de Yeltsin, ocho en dos periodos presidenciales, otros cuatro como primer ministro de su ex primer ministro Medvédev, a quien candidatizó en su lugar para la presidencia, seis más (tras cambiar la Constitución para alargar el periodo) de nuevo como presidente, y reelegido para otros seis hace tres meses, ahora ya suprimida la incómoda norma que prohibía la reelección presidencial indefinida. Y en estos veinte años ha conseguido conquistar para sí mismo un poder semejante al que tuvieron Stalin o los zares. El suyo reposa sobre un partido masivamente dominante en el Parlamento, llamado Rusia Unida, sobre unos poderosos servicios secretos (el FSB, sucesor del KGB: el propio Putin fue brevemente director del FSB antes de sus presidencias múltiples), y sobre su incontestable popularidad, lograda principalmente a base de guerras internas y externas. Internas, para aplastar de manera implacable rebeliones nacionalistas, étnicas y religiosas en antiguas repúblicas integradas en la disuelta Unión Soviética: la guerra de Chechenia, la de Osetia y la de Georgia. Y externas: la invasión de Ucrania, la anexión de Crimea, península ucraniana mayoritariamente poblada por rusos desde los tiempos imperiales de Catalina la Grande, y la intervención en la larga y compleja guerra civil siria a favor del presidente Bashar al Asad.

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La hazaña más notable de Putin, sin embargo, es una en la que no tuvo siquiera que disparar un tiro: consistió, por lo que se está revelando ahora paso a paso, en poner a un amigo en la presidencia de los Estados Unidos. Es por eso que Donald Trump lo trata con tanta zalamería: tiene que estarle agradecido. 

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