No sería mala idea terminar de despedir el año de los muertos recordando uno que hace unos meses cumplió 40. Claro, el año pasado no estábamos para celebrar los cumpleaños de viejos muertos. Apenas si tuvimos el tiempo de ir a dejar, en vez de flores, nuestras opiniones en tantas tumbas nuevas. Ahora que empieza este año en el que ya nadie volverá a morir y en el que entonces todos dejaremos de opinar, podríamos recordar a José Lezama Lima que vivió toda su vida en La Habana y murió ahí mismo, en 1976, fiel a su principio de inmovilidad; aunque ya al final de su vida no era un principio que él aplicara voluntariamente, sino más bien la obediencia a un asma y a un cuerpo enorme y a las tristezas políticas que lo aquietaban. Por azar encontré hace poco La cantidad hechizada, y elegidos también al azar, porque para mí es casi imposible leerlos de corrido, leí pedazos de sus ensayos. Encontré algo sobre el afán de “volver a ser tocado después de muerto”. Lo interpreté como una señal para escribir alguna cosa pequeña sobre Lezama, que es justo lo que estoy haciendo. Porque ¿con qué se toca a los muertos si no es con las palabras?
El problema es que cada vez tocamos menos cosas con las palabras. Al menos con las que ruedan en torrentes por nuestras pantallas, en las que parecen animales rodeados por cercas eléctricas, abandonados ahí para morir en su encierro. Esa aparente abundancia de palabras no es exactamente el preludio de la bienaventuranza. Pero ¡ay del que empiece a lamentarse y a regañar a todo el mundo! Walter Benjamin, en “Sobre el programa de la filosofía venidera”, dijo que empobrecemos nuestra experiencia en la misma medida en que empobrecemos nuestra relación con el lenguaje. Eso fue en 1918. Y en 1918, después de la Primera Guerra, Benjamin sabía lo que estaba detrás pero no lo que estaba adelante. Nosotros tampoco sabemos lo que está adelante, y mientras no lo sepamos, es mejor mantener el corazón joven y abierto, porque de eso se trata el futuro. Así el mundo se reparta entre Putin y Trump. Así nuestras oraciones fúnebres se hagan tan pobres que no se distingan de lo que queremos siempre estar reiterando sobre nosotros mismos dentro del cerco también eléctrico y sofocante de nuestra estrecha experiencia.
Benjamin y Lezama creían en el lenguaje como la forma más alta de experiencia.
Pero no solo las personas saben de lenguaje. Las cosas, tengamos o no buen oído, comunican en su racionalidad y en su orden. Es decir que, en sentido estricto, tienen un lenguaje. Tal vez no todas las cosas. Pero cuando uno mira las cosas de la naturaleza, eso queda más o menos claro: tienen un lenguaje. También ciertas imágenes pueden hablar. Antes de morirse, a Lezama Lima le gustaba leer y mirar por las noches los diarios de Paul Klee, que son, como es Lezama, una fuente de imágenes, alimento para romper el ayuno que es la ley en el inframundo de periodistas y políticos, de académicos y publicistas, de blogueros y tuiteros. Werner Herzog, el cineasta vivo más chiflado y brillante, viene repitiendo incansablemente, sin nostalgia, con alegría, que nuestro problema es que morimos de hambre por falta de imágenes. Pero Herzog no es un artista del hambre: va por ejemplo a la Antártida y nombra, como Virgilio, la gloria de las cosas. Trae de vuelta imágenes de la luz paseándose por jardines de hielo bajo el agua. Los diarios de Klee, que tanto le gustaban a Lezama, son también una especie de jardín por los que se pasea la luz. Klee coleccionaba cosas que eran elocuentes en su estructura, delicadas en sus formas, misteriosas al aparecer fuera de su entorno; piedras, cristales, erizos de mar, corales, caracoles; las coleccionaba y atendía a ellas, y llamaba a su colección “Bosque del Báltico”.
Seguí al azar por las páginas de Lezama. Encontré también que a ciertos muertos les ponían adormideras en la boca, “para intentar que lo hiperbólico en imagen volviera a penetrar como aliento de vida”. Cada quien sabe por dónde pasearse para encontrar su Báltico y su Antártida. Que lo hiperbólico, sea lo que sea, convertido en imagen y en palabra, nos devuelva siempre la vida. De lo contario nuestros muertos no podrán volver a ser tocados; ni nosotros, vivos, podremos volver a ser tocados por nada. Y los últimos muertos serán todos los vivos.