Eduardo Cudisevich, cincuenta y tres años, es venezolano, judío askenazí y ecologista. Es uno de los más fieles asisieníes a la liturgia judía en la sinagoga del centro de Caracas. Cuando le expliqué el tema de mi investigación, a diferencia de otros, me invitó de inmediato a su casa. Y es que los judíos que se han quedado en Venezuela a pesar de la crisis temen ser figuras demasiado públicas. Le temen al Gobierno.

Fotografía

La comunidad judía que resiste en Caracas

Una historia en imágenes.

Thomas Wagner*
25 de febrero de 2020

Este artículo forma parte de la edición 171 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

El servicio ya ha comenzado cuando Eduardo Cudisevich entra a la sinagoga en el centro de Caracas. Cudisevich, de cincuenta y tres años, calvo, el bigote y la barba rubios, va de banco en banco, da la mano y conversa con amigos: “¿Cómo estás? ¿Cómo te va?”.

El murmullo no incomoda a Jaime Drach. Desde el podio, en el centro de la sinagoga, Drach canta y cita en voz alta la Torá. “En los trópicos manejamos el servicio un poco más relajado”, dice después de la liturgia.

Drach es astrofísico. Como es uno de los pocos que lee hebreo con fluidez y la sinagoga no tiene dinero para contratar a un rabino, ahora suele dirigir las oraciones públicas.

La historia de la comunidad judía en Venezuela se remonta a principios del siglo xix, cuando los primeros judíos sefardíes se trasladaron de las islas del Caribe al continente. A partir de los años veinte del siglo pasado, llegaron judíos askenazíes de Europa del Este, y en 1939, Venezuela les concedió asilo a refugiados judíos que llegaron en dos barcos huyendo del nazismo, después de que otros países los rechazaran.

En la década de los ochenta, alrededor de doscientas personas se reunían para rezar en la sinagoga Rabinato de Venezuela. Hoy quince hombres están sentados, y un poco perdidos, en los bancos de madera. Las mujeres han tomado asiento en un compartimento separado por una pared de vidrio.

Cuando Hugo Chávez fue elegido presidente en 1998, unos veinticinco mil judíos vivían en Venezuela. Hoy quedan quizás siete mil. “Nadie sabe la cifra con certeza, porque la comunidad no hace censos”, dice un integrante que no quiere ser nombrado.

El actual éxodo judío desde Venezuela, especialmente hacia Israel y Estados Unidos, es solo una pequeña fracción de uno de los mayores movimientos migratorios del presente. Cuatro millones de venezolanos han dejado Venezuela en los últimos años, huyendo de la crisis humanitaria que ha provocado el gobierno.

Entré en contacto con la comunidad judía de Venezuela hace diez años, cuando unos vándalos atacaron una sinagoga en Caracas. Entrevisté al portavoz de la comunidad de aquel entonces. También visité su museo y unas tiendas kosher. El éxodo ya había comenzado, pero la comunidad aún hablaba abiertamente con periodistas.

En 2019, cuando retomé la investigación, todo había cambiado. Mis contactos de aquella vez habían salido del país con rumbo desconocido, y todos los judíos que contacté rechazaron mostrarse ante la cámara. “Tienen miedo del gobierno”, me dijo un miembro de la comunidad.

Una tarde me senté en el jardín de un empresario textil en un barrio de clase alta de Caracas. La electricidad se había vuelto a cortar en todo el país. No podía trabajar. No podía ducharme. No podía comprar comida. No podía hacer llamadas telefónicas. Empecé a sentir lo que sentía la mayoría de venezolanos: que había perdido el enfoque, que estaba esperando a que algo pasara.

Un conocido judío me preguntaba entonces si era religioso. Le dije que no. “Eso debe ser difícil –contestó–. Debes sentirte terriblemente solo”. Supe entonces por qué me interesaba el tema. Los venezolanos judíos tienen algo de lo que muchos de sus compatriotas carecen: una comunidad, más allá de los lazos familiares, que les ayuda a sobrevivir en medio del colapso. La religión no consiste solo en rezar y creer. También permite formar parte de una comunidad y apoyarse mutuamente. Permite una resistencia. Por eso quise enfocar la historia fotográfica en algunas de las personas que han decidido quedarse y mostrar cómo la religión les ha ayudado a tener ese coraje.

La comunidad judía de Venezuela sigue financiando una impresionante red de instituciones comunitarias y caritativas. ¿Cuántos años más lo podrá hacer? Quise así documentar un mundo en riesgo de desaparecer.

Kaim se define como religioso. Reza tres veces al día en la sinagoga o en su casa.

La esposa de Kaim migró a Perú, donde encontró trabajo, y él está alejado del resto de su familia en Venezuela. “Según ellos, no soy una persona decente porque soy un biker”, dice.

Según la tradición ortodoxa, al menos diez hombres mayores de trece años tienen que estar presentes en la sinagoga para que se pueda celebrar el rezo público. Esto cada vez es más difícil, pues gran parte de los judíos que vivían en Caracas han migrado a otros países.

 Las mujeres no están incluidas en este quorum. Durante el rezo tienen que usar un banco separado. 

Cudisevich está rezando en casa. Se cubre la cabeza con una prenda llamada talit. “No me considero una persona muy religiosa –afirma–. Sin embargo, me ayuda a no volverme loco en medio de este caos político y económico en Venezuela”.

Kaim tiene una copia económica, china, de las famosas motocicletas estadounidenses Harley Davidson.

*Wagner es un fotógrafo documentalista alemán con un interés en América Latina y los modelos de cooperación en regiones donde el Estado está ausente o débil. Vive en Bogotá desde 2010. Antes lo hizo en Caracas durante tres años. Sus fotografías han salido en varios medios de comunicación alemanes e internacionales como Die Zeit, Zeit Magazin y The Miami Herald.

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