Cuenta la leyenda que Bochica creó el salto de Tequendama, cuando con una vara dorada rompió una montaña rocosa y destrabó las aguas que inundaban la sabana de los muiscas. | Foto: Nicolás Acevedo Ortiz/semana

MEDIOAMBIENTE

La historia desconocida del salto de Tequendama

Los mitos de fantasmas por los suicidios de finales del siglo XIX opacaron la memoria histórica de un cañón sagrado para los muiscas y muy visitado en otros tiempos por los bogotanos. Una pareja de veterinarios lo rescató del olvido.

7 de agosto de 2020

Luego de la creación del mundo, de las aguas diáfanas de la laguna de Iguaque emergió una hermosa mujer con un niño de 3 años de la mano. El canto de las aves y la melodía del viento eran los únicos indicios de vida, ya que el ser humano no formaba parte del panorama.

Ambos recorrieron las montañas hasta que divisaron una extensa sabana donde construyeron su morada. El niño creció y se casó con su madre, llamada Bachué. Tuvieron un sinfín de hijos que poblaron el territorio. En cada parto, la mujer daba a luz hasta seis niños.

Bachué les enseñó a sus descendientes a venerar el agua y vivir en paz y armonía. Al envejecer, la pareja regresó a Iguaque para sumergirse en sus aguas en forma de serpientes. Cuenta la leyenda que ese fue el origen del pueblo muisca.

Años después, a la sabana llegó Bochica, un hombre blanco con larga cabellera y barba plateadas que les enseñó a los muiscas a cultivar la tierra y a tejer con algodón. Lo vieron como el mensajero de Chiminigagua, el dios creador de la vida. 

Pero Huitaca, su esposa, ocultaba un repudio por los indígenas. Según el historiador Nelson Osorio, la mujer introdujo la lujuria, el libertinaje y la embriaguez, y conjuró un hechizo maligno de tempestades furiosas que inundaron la sabana. 

“Al enterarse de estas acciones, Bochica la convirtió en lechuza. Pero las inundaciones no desaparecieron; una muralla de piedra en la región del Tequendama tenía represadas las aguas. Con una vara dorada, Bochica rompió el montículo y causó una explosión sideral que le dio vida a la cascada del salto de Tequendama”, dice Osorio. 

Durante la colonia y la conquista, los españoles se deleitaron con la obra de Bochica. Gonzalo Jiménez de Quesada visitó varias veces la caída del río Funza o Bogotá, José Celestino Mutis estudió su vegetación y la virreina María de la Paz Enrile lideró paseos por la zona.

En 1801, Alexander von Humboldt, con un barómetro y arrojando piedras desde lo más alto, estimó que la caída medía 91 toesas, es decir, 177 metros. “Su aspecto es infinitamente bello. Yo creo que no existe ninguna caída de esta altura”, escribió en uno de sus diarios.

La casona de cinco pisos funcionó como hotel para los ricos colombianos durante la primera mitad del siglo XX. Su nombre real es el Castillo de Bochica, que hoy está restaurado como museo. Foto: Nicolás Acevedo.

Durante el siglo XIX, los notables de Soacha recorrían a caballo el bosque para contemplar la caída del río. Así aparecieron los paseos de olla santafereños, los dibujos de los paisajistas y los poemas en su honor. En 1894, el equilibrista estadounidense Harry Warner atravesó la catarata sobre una cuerda floja.

Al inicio del siglo XX, el presidente Pedro Nel Ospina ordenó construir la Estación del Ferrocarril del Sur en el salto, una casona de 1.470 metros cuadrados con cinco pisos que serviría de hotel. La obra, diseñada por Carlos Arturo Tapias y decorada por Ramón Barba Guichard, tuvo lugar entre 1923 y 1927.

La llamaron el Hotel del Salto, aunque su nombre real es el Castillo de Bochica. La fachada era amarillo ocre y el interior tenía salones de baile y música, bar, restaurante, 12 habitaciones y un altillo para Ospina, que no pudo conocerlo porque murió antes de la inauguración. 

Hasta mediados de 1940, la casona fue el principal sitio turístico del país. Miles de cachacos, hombres de camisa, chaleco y corbata, acompañados por sus esposas encopetadas, llegaban a danzar en los salones franceses y se fotografiaban con la caída del río a sus espaldas. 

La violencia política de mediados del siglo XX causó estragos en el hotel. Los turistas desaparecieron y quedó reducido a restaurante entre los años cincuenta y ochenta. Los malos olores del río Bogotá, ya convertido en cloaca, lo llevaron al cierre. 

La vegetación cubrió la fachada, y el moho, las paredes y los pisos. Las bromelias crecieron en el tejado y el agua ingresaba por todas partes.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, muchas personas pusieron fin a sus penas amorosas arrojándose desde los 157 metros del salto. Con los años, eso lo convirtió en la cuna de cuentos de espantos y fantasmas, un fanatismo que llevó a varios ciudadanos a prenderle fuego al hotel en 1986.

En 1994, la pareja de María Victoria Blanco y Carlos Cuervo llegó a la vereda San Francisco de Soacha, donde está ubicado el salto, para organizar un proyecto de conservación ambiental y producción sostenible con los campesinos.

En un predio de 14 hectáreas crearon la reserva Granja El Porvenir. Pero el antiguo hotel les quitaba el sueño. Empezaron a empaparse de la historia para salvarlo del olvido.

Unas 26 especies de mamíferos, 36 de aves y 100 de plantas han captado las cámaras trampa en el bosque nativo de la reserva. Hongos de llamativos colores aparecen entre la densa vegetación. María Victoria Blanco y Carlos Cuervo llevan 26 años rescatando la historia y el verde del emblemático lugar. Foto: Nicolás Acevedo.

En 2007 consolidaron la Fundación Granja Ecológica El Porvenir, entidad sin ánimo de lucro que les permitió sacar un crédito para comprar el predio. La negociación, concretada en 2011, tiene una deuda aún vigente.

Con 300.000 euros donados por la Unión Europea y el apoyo de la Agencia Francesa de Desarrollo y la Embajada de Francia, empezó el rescate de la casona. El ingeniero Luis Guillermo Aycardi y la arquitecta Claudia Hernández no cobraron un peso por su trabajo.

Cuenta María Victora que reconstruyeron el lobby, la sala de música y banquetes, los balcones, las habitaciones, el piso de ajedrez y la fachada. En el techo instalaron más de 14.000 tejas, y las figuras ocultas por el paso del tiempo emergieron, como el rostro de Bachué, la serpiente muisca y los faunos.

La Casa Museo Tequendama abrió sus puertas en 2016. “Tenemos fotografías de 1940 con los cachacos, cajas fuertes, una réplica de la Virgen Negra del Tuso y exposiciones de arte e historia. Más de 85.000 personas nos han visitado, quienes quedan enamorados del salto”, indica Carlos.

La extracción del carbón y la deforestación hicieron palidecer al bosque del salto para dar paso al ganado y cultivos. María Victoria y Carlos intentan mitigar al sembrar en las 14 hectáreas de la reserva El Porvenir con la ayuda de 12 familias campesinas. Ya suman más de 7.000 árboles nativos sembrados para conectar los corredores boscosos. Han identificado 26 especies de mamíferos, 36 de aves, 120 de insectos y 100 de plantas.

En las huertas de la reserva, los campesinos cultivan lechugas y espinacas orgánicas. Crían conejos, gallinas y ovejas, y hacen compostaje con los residuos orgánicos, material que venden en las veredas del Tequendama. 

El trabajo de este par de veterinarios se convirtió en el principal insumo para declarar al salto de Tequendama patrimonio cultural y natural de Colombia, una etiqueta que no lo salvó de la crisis económica del coronavirus.

Sin los ingresos de los visitantes se quedaron sin recursos. Por eso crearon El Bosque de la Cuarentena: una campaña para adoptar 1.800 árboles nativos. “Cada árbol cuesta 65.000 pesos. Aunque todo es incierto, sé que saldremos adelante: el salto tiene más vidas que un gato”, indica Blanco.

La Casa Museo tiene una exposición dedicada al río Bogotá, que muestra la verdadera cara del afluente. “Pocos saben que nace puro en un páramo y que su cuenca está repleta de flora y fauna. El renacer del río Bogotá es tarea de todos, una tarea que sembramos en todos los ciudadanos que nos visitan”, dice Cuervo.