Diana Borda es fisioterapeuta del Hospital Méredi en Bogotá. | Foto: Juan Carlos Sierra

INFORME ESPECIAL

“Cuando un paciente de 55 años dijo ‘no me deje morir’ vi en él a mi padre”

Diana Carolina Borda, fisioterapeuta, relata como es su día a día en el hospital Méderi de Bogotá durante la pandemia. Dice que tras los meses la soledad y el esfuerzo físico van haciendo mella.

1 de agosto de 2020

Tengo 35 años, soy soltera y siempre he trabajado en cuidados intensivos. Desde que empezó la pandemia no he podido ir a visitar a mis papás que, aunque no son adultos mayores, si tienen más de 55 años y entiendo que soy un riesgo para ellos. No salgo sino al trabajo y para comprar víveres o a vueltas bancarias que no puedo hacer por vía electrónica. Estar sola es triste. Llego a mi apartamento con agotamiento físico y mental y me hace falta hablar con mi familia. Ellos me alimentan de eso bonito que da energía. Mis turnos se doblaron. Antes solo eran 6 horas en la mañana de lunes a viernes y un fin de semana completo. Las tardes eran libres. Ahora es todos los días y solo descanso un fin de semana.

Pienso que estoy haciéndolo bien pues la contaminación se da cuando socializamos y no en la UCI. Seré prudente hasta que esto acabe. ¿Cuánto tiempo? no lo sé. Estamos en un momento en que no hemos podido recibir remisiones porque no hay disponibilidad de cama.

Mi objetivo, con o sin pandemia, es proveer asistencia de primera mano a los pacientes con ventilación mecánica. El covid generó un antes y un después en la unidad. Mis funciones son las mismas y el volumen de pacientes aumentó muchísimo pero el problema es su complejidad por la severidad y el compromiso de la enfermedad. Todo el equipo de protección que me debo poner genera un desgaste físico y emocional. En el turno de 12 horas tenemos una hora para almorzar. Con todo eso puesto que está contaminado no vas a salir a contaminar a nadie que está afuera en el espacio para comer. Es lo que más nos ha generado carga. Aun así me gusta mi trabajo y no me siento sacrificada. Esto es de vocación.  

Me generó mucho impacto un señor de unos 55 años que llegó por dolor en el pecho y no parecía tener covid pero salió positivo en la prueba. Él salió del área limpia porque era un riesgo para el resto y lo ingresaron al área contaminada y cuando empezó su deterioro tuvimos que intubar. Estábamos con mi compañera y el paciente le cogió la mano. Ahí me di cuenta de cómo es de vulnerable el ser humano. Le dijo ‘por favor, cuídeme’, ‘no me deje morir’. Uno se imagina al papá de uno realmente ahí. Ellos descargan mucho sobre ti, así no te conozcan porque se sienten más seguros. Ese agarrón de manos es un signo de que nos entrega todo y de que está en la mejor disposición para colaborar con su salud. Lamentablemente el señor falleció después de varios días. Eso ha sido muy impactante aunque son cosas que pasan a diario.

La otra cara de la moneda es la satisfacción cuando le quito el tubo al paciente y empezamos a recuperar lo que se perdió: el movimiento, poder alimentarse, peinarse, saber quién es, abrir los ojos, todo eso es muy satisfactorio. Un señor con el virus entró en paro y lo intubamos. Duró 16 días con ventilación y no lo logramos extubar sino que le pusimos un dispositivo a nivel de tráquea, y ahí empezamos a rehabilitarlo. Hoy el señor ya es negativo y puede trasladarse a su casa y su recuperación ha sido impresionante. Ya camina, puede comer, sabe quienes son sus hijos, reconoce a todos y eso me genera mucha empatía. Esas son las cosas satisfactorias del trabajo.