Jesús Alberto Bejarano en el puente de mando en su primer zarpe como Comandante, en Cartagena. | Foto: Cortesía Andrés Bejarano

BUQUE GLORIA

Así es la vida de los 150 tripulantes del buque Gloria lejos de tierra firme

Todos llevan un silbato alrededor del cuello para poder comunicarse en altamar, deben hacer equilibrio al tomar una ducha, instalar sus hamacas para dormir y estar atentos a la voluntad de la marea.

Andrés Bejarano*
27 de marzo de 2019

La gran conquista de los hombres no fue el viaje de Cristóbal Colón a América, ni el primer paso de Neil Armstrong en la Luna. Esa victoria fue la de haber llegado a los territorios de Oceanía. Hace más de 40.000 años, un grupo de viajeros con un precario conocimiento de la naturaleza y la navegación se aventuró a zarpar hacia uno de los territorios más aislados de la Tierra: la Polinesia.

Desde entonces los veleros lograron construir un imaginario colectivo que simboliza las hazañas contra el tiempo y el mar. Se erigieron como ejemplos de temple y epopeya. Una fama que vino después de siglos de exploraciones, de guerras, de conquistas. Todavía hoy es difícil imaginar cómo era el día a día en una de esas embarcaciones. La vida de los navegantes fue y es, ante todo, una lucha por la supervivencia.

Un viejo lobo de mar sabe que la rutina entre las olas está colmada de muchas emociones y escarmientos. Cada instante es un recorrido por un tiempo que es absolutamente relativo, donde los lapsos de la vida se miden en estrellas y atardeceres. Estar arrojado ante la inmensidad, y ser parte de ese encuentro entre los dos infinitos azules no tienen equivalente. Sentir la calma, el vendaval, la merced de Dios y la bendición de los mares, todo en un mismo día.

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Jesús Alberto Bejarano Marín, contralmirante retirado de la Armada Nacional, fue el comandante más joven del buque Gloria y hasta hoy es el oficial que más millas náuticas ha navegado en este, con un total de 80.000, que equivalen a más de cuatro vueltas a la Tierra. En su último crucero navegó más de 18.000 millas náuticas: “Salimos de Cartagena, bajamos a Valparaíso, Chile; y subimos hasta Vancouver, Canadá”, dice. No importa si se viaja en un buque militar, comercial o en un crucero para pasar vacaciones, “en el mar la vida es igual para todos; el mar no perdona a nadie y sobre sus aguas siempre hay que estar listo para afrontar alguna eventualidad”, explica.

En este buque escuela los días están divididos en tres guardias, cada una de cuatro horas. Los cambios se anuncian con cuatro repiques dobles de campana. A las ocho de la mañana es la formación general y los relevos son a las doce del día, a las cuatro de la tarde y a las ocho de la noche y así continúan. En la embarcación viajan cerca de 150 hombres y mujeres, así que en cada guardia hay 50 personas que deben realizar maniobras como izar velas.

Por ser una nave tan grande, para comunicar cualquier maniobra se utiliza un pito que todos los tripulantes llevan colgado del cuello. Ese idioma lioso de sonidos para cada cargo, lugar y maniobra, garantiza que todos estén sincronizados sin importar el oleaje o la tempestad. En caso de que la intensidad de alguna tarea en alta mar supere a sus navegantes, entonces se pitará ‘maniobra general’ y toda la tripulación estará a disposición del comandante, quien asume la potestad del buque desde el puente de mando –por cierto, nadie le puede pitar a él–.

A cada cadete se le asigna una hamaca y una laca, donde guarda sus pertenencias. Todo lo demás se comparte. Durante el día, el espacio donde duermen se transforma en comedor y sala de estudio. Cuando cae la noche cuelgan los coy para dormir. Estos atenúan el movimiento del barco y evitan el contacto con el suelo.

Una escuela de vida

En el Gloria se forman los nuevos marineros del país. Por eso durante las singladuras (la distancia que recorre la nave en 24 horas) los cadetes cumplen con actividades académicas que solo se interrumpen al llegar a puerto. Toman clases de mando, de maniobras, navegación costera y astronómica, de meteorología, táctica, historia naval, operación y de mantenimiento de maquinaria náutica, entre otras temáticas. Un velero es una escuela de vida, aquí la confianza y el mando se ejercitan a diario, al igual que la sincronía necesaria para trabajar en equipo, la cual es muy importante para todas las maniobras de un buque y dota a los jóvenes de temple y carácter.

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En alta mar se realizan toda clase de eventos y actividades culturales, concursos, competencias físicas y parodias. Por ejemplo, cuando se cruza la línea del Ecuador celebran una especie de bautizo marino en el que los primerizos deben rendirle pleitesía al rey Neptuno: el comandante disfrazado del dios de los mares. En las piernas (tramos de navegación entre un puerto y otro) más largas, se suele llevar a cabo el concurso de barbas, en el que participan todos los miembros de la tripulación.

Cuando el clima lo permite se celebra sobre cubierta el ‘fin de semana’, que en realidad puede ser cualquier día. Se prepara un almuerzo y la tripulación comparte unas horas de diversión. En la popa se cuelgan mallas alrededor de la borda y se instalan canchas de baloncesto o de microfútbol.

Navegando, las actividades que en tierra firme suelen ser fáciles se convierten en todo un reto. Para bañarse hay que mantener el equilibro y la rapidez –solo habrá agua en la ducha durante cinco minutos–, a la hora de comer no se pueden descuidar los vasos y platos, durante la eucaristía el capellán sostiene el cáliz todo el tiempo y a pesar de que las cocinas están equipadas con estufas y calderos que contrarrestan la oscilación, los cocineros deben mantener siempre un alto nivel de concentración cuando están en medio de aceite y agua hirviendo.

Los marinos, asegura el contraalmirante Bejarano Marín, nunca olvidan la emoción de la primera vez a bordo o del primer zarpe. El momento en que la banda de guerra despide a la tripulación desde el muelle mientras se aleja en el horizonte hasta que no queda más que las insondables sorpresas del mar.

*Periodista.