'El abrazo de la serpiente’, de Ciro Guerra, fue un hito en la representación de los indígenas en el cine. | Foto: Andrés Cordoba

CULTURA

La nueva narrativa indígena en el cine

La nueva filmografía nacional reivindica el papel de la cultura indígena como una reserva de espiritualidad y modelo de una relación equilibrada con el medioambiente.

Pedro Adrián Zuluaga*
15 de diciembre de 2019

El 28 de febrero de 2016, Antonio Bolívar copó la atención de los medios internacionales tras su llegada al Teatro Dolby, de Los Ángeles, donde ocurría la gala anual de los premios Óscar. El indígena ocaina, de 71 años, quien había interpretado a Karamakate en El abrazo de la serpiente –nominada como mejor película en lengua no inglesa– llegó a la ceremonia ataviado con un penacho y un collar. Los comentarios no se hicieron esperar. Para muchos, su presencia significaba un triunfo para la visibilidad y protagonismo de los pueblos indígenas, que fueron relegados a los márgenes del relato oficial de la colombianidad desde la Independencia hasta la Constitución del 91. Para otros, tanta atención encubría un proceso complejo en el cual los indígenas eran reconocidos, pero solo como un elemento cultural exótico, adorno de las fiestas del poder blanco y eurocéntrico.

La película de Ciro Guerra fue un hito en la representación de los indígenas en el cine. En el caso colombiano, esa presencia se remonta al menos a la década de 1930, cuando el médico y escritor César Uribe Piedrahita filmó una expedición científica por los ríos y selvas del oriente colombiano. “La cámara no asusta a estos buenos amigos”, dice uno de los letreros de Expedición al Caquetá (1932), el corto de Uribe Piedrahita donde irrumpe la idea del indígena como un buen salvaje, dispuesto al encuentro con el otro blanco. En las décadas siguientes, este imaginario de docilidad compite con otro, igualmente extendido: el indígena peligroso, heredero del mito del canibalismo. Un género como el western manifiesta la tensión entre civilización (blanca) y barbarie (indígena) localizada en la lucha por la conquista o defensa del territorio.

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En El abrazo de la serpiente es el indígena quien redime al hombre blanco. La barbarie, entonces, parece estar del lado de lo que antes era considerado civilización. El mundo aborigen, a pesar de que se muestra violentado, se mantiene como una reserva de espiritualidad y ejemplo de una relación equilibrada con el medioambiente, que merecen ser reivindicadas. Esta narrativa se repite en la serie Frontera verde –que Netflix lanzó en agosto de este año– codirigida por Ciro Guerra, Laura Mora y Jacques Toulemonde.

Ese cambio de enfoque en la representación del encuentro entre blancos y nativos no hubiese sido posible sin el Nuevo Cine Latinoamericano (NCL), un movimiento que desde la década de 1960 expuso la realidad de las relaciones coloniales y la manera como estas se readaptaron después de las luchas independentistas del siglo XIX. En las películas del boliviano Jorge Sanjinés o de los colombianos Jorge Silva y Marta Rodríguez, cineastas clave del NCL, el mundo indígena aparece en pie de lucha. Se cambia el relato sobre su docilidad y se celebran sus procesos de organización política.

En los últimos años, la presencia de los indígenas en el cine (de Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú) sigue principalmente tres caminos. Por un lado, un cine de exportación donde la particularidad del mundo aborigen es divulgada y traducida, y se ponen de presente los conflictos por su supervivencia y las tensiones entre tradición y modernidad. A esta vertiente pertenecen las dos últimas películas de Ciro Guerra (la más reciente, Pájaros de verano, codirigida con Cristina Gallego) o El sendero de la anaconda, de Alessandro Angulo, que refuerzan un vago ecologismo y celebran de forma muy genérica la diversidad. De otro lado, películas menos visibles, de ficción y documental, producidas por los propios indígenas, que han aprendido a usar los medios de representación para mirarse a sí mismos y cuestionar tanto al cine comercial como al de autor. Y, por último, filmes como Doble yo de Felipe Rugeles o La libertad de Laura Huertas Millán, que no pretenden borrar la distancia entre los sujetos urbanos que filman y los indígenas que son filmados, pero que cuestionan esa relación, desnaturalizando el poder de la cámara, haciéndolo visible.

*Periodista, crítico de cine, columnista de Revista Arcadia.