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El director apela a una fórmula efectiva. En la primera parte establece cómo se relacionan los bailarines y en la segunda aumenta las tensiones para que el final resulte especialmente impactante.

CINE

Clímax

Gaspar Noé retoma en su quinto largometraje sus obsesiones por el cuerpo y los espacios, en un ejercicio inspirado por una historia real y las películas de desastres.

Manuel Kalmanovitz G.
19 de enero de 2019

País: Francia

Año: 2018

Director: Gaspar Noé

Guion: Gaspar Noé

Actores: Sofía Boutella, Romain Guillermic, Kiddy Smile

Duración: 95 min

En una entrevista con la revista Wonderland el director argentino afincado en Francia Gaspar Noé (Irreversible, Love, Solo contra todos) explicaba que Clímax estaba inspirada en las películas de desastres de los años setenta como Infierno en la torre y La aventura del Poseidón, y Shivers, de David Cronenberg, que sigue el contagio, en un conjunto residencial moderno, de un parásito transmitido sexualmente.

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Y, efectivamente, esta película sigue la estructura básica de este género: una introducción relativamente tranquila para presentar a sus personajes, un desarrollo donde esa tranquilidad tambalea y un desenlace donde el caos reina y los personajes sufren, sudan y lloran.

En general, es una fórmula efectiva. En la primera parte uno entiende cómo se relacionan las personas entre sí, la segunda aumenta las tensiones para que el final, aprovechando todo lo anterior, resulte especialmente impactante.

Pero Noé no es un cineasta corriente. No está interesado en el desarrollo de sus personajes ni en los diálogos, sino en sus cuerpos, en los ambientes que ocupan y en la forma en que cuerpos y espacios se transforman mutuamente.

La premisa general viene de una historia sucedida en los años noventa, cuando un grupo de danza francés terminó tomando, sin saberlo, licor con ácido lisérgico en una celebración.

Con ese punto de partida, tenemos acá una reunión de bailarines en algún lugar institucional (lo rodaron en una escuela en las afueras de París) para celebrar no se sabe bien qué.

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Tras una introducción en la que los artistas hablan sobre lo que harían para tener éxito, viene un baile que tiene algo gozoso y energético, inspirado en el hip hop y otros géneros urbanos, con una música palpitante que va de Giorgio Moroder a Gary Numan.

Hay algo intenso relacionado tanto con el baile como con el manejo psicodélico del espacio que se descompone en zonas de colores fuertes que la cámara recorre como si fuera un fantasma –flota, sube, baja y se pone patas arriba–. Mientras tanto va retratando de forma progresiva el cambio del estado mental y emocional de los bailarines.

Pero esta psicodelia y el efecto que tiene, encuentra sus límites en los lazos humanos que la película delinea muy básicamente en la primera parte. Realizados a partir de improvisaciones, los diálogos entre los bailarines deberían garantizar que uno se interese por los personajes, pero tienden a la monotonía (los tipos solo hablan de con quién quieren acostarse y qué harán cuando suceda, las mujeres no dicen gran cosa pero hacen mala cara). Y así la angustia que uno podría sentir por ellos, por sus destinos y su posible desgracia, nunca se da.

El desastre trae otra especie de danza. Se trata acá de cuerpos que chocan, colapsan, gritan y lloran. Es un sufrimiento que Noé retrata diestramente (un contorsionista de Ghana es especialmente memorable) y que la cámara navega fluidamente. Pero no pasa de ser más un viaje malo pero leve que, aunque pretende escandalizar, termina sin dejar mayores secuelas. 

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