XII Cumbre Líderes por la Educación
Enseñar cuando todo empuja a rendirse: la lucha diaria de las escuelas rurales en Colombia
En la ruralidad, donde más de la mitad de las escuelas están en el campo, maestros enseñan entre el miedo y la precariedad para mantener encendida la esperanza. Algunos lo hacen frente a la guerra, otros desde aulas vacías o laboratorios levantados a pulso.
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Cada mañana, antes de que el sol toque el horizonte desértico de la Alta Guajira, decenas de niños wayúu caminan durante horas para llegar a estudiar. Lo hacen con hambre, en silencio, cruzando arenales hostiles, donde lo más parecido a una vía escolar es una trocha serpenteante entre cactus. Van con el uniforme desteñido, a veces sin zapatos, los cuadernos protegidos en bolsas plásticas.

Lo hacen porque saben que, al final del camino, está el rancho escolar: una construcción de madera techada con zinc, donde alguien les espera con una comida y con la paciencia de enseñarles a leer, a sumar, a imaginar otros mundos. Lo hacen, sobre todo, porque ir a la escuela es todavía, para ellos y para sus familias, una forma de mantener encendida la posibilidad de un futuro distinto. El único modo de decir que, pese a todo, allí siguen.
Miguel Freire, maestro wayúu de la Institución Educativa Gran Vía, en Bahía Hondita, al nororiente de la península del departamento, conoce bien ese trayecto. Recordó que, en 2022, por ejemplo, el transporte escolar empezó en junio, 15 días antes de las vacaciones.
Entre marzo y mayo, todos tuvieron que caminar. La escuela guarda 17 bicicletas donadas para los que viven más lejos; el resto atraviesa el desierto a 30 grados o más. No es un caso aislado: en octubre de ese año, la Gobernación de La Guajira declaró urgencia manifiesta para atender a casi 8.000 menores por los fallos del transporte. “Aquí hay niños que no faltan un día, ya que en sus casas no hay desayuno, ni almuerzo, ni cena”, contó Freire. “Cuando hay camión, llegan más; cuando no, sube la inasistencia”.
Las cifras nacionales confirman esa escena: en el campo, apenas 47,3% de los niños en edad preescolar está matriculado; en primaria y secundaria, la cobertura ronda 63,9%; y en educación media, solo 46%, según el Informe LEE 2024 sobre calidad educativa en zonas rurales de Colombia, elaborado por la Pontificia Universidad Javeriana con datos del 2022 del Sistema de Información de Matrícula (Simat) del Ministerio de Educación Nacional y pruebas Saber 2021-2022.
El mismo estudio, muestra el seguimiento de una cohorte de estudiantes rurales: de 201.991 alumnos que cursaban sexto grado en 2016, solo 96.604 llegaron a grado once en 2021, lo que revela la magnitud de la deserción acumulada en las zonas rurales.
El Estado colombiano reconoce el problema. El Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026, Colombia Potencia Mundial de la Vida, ubica la educación rural como prioridad nacional y plantea garantizar trayectorias completas desde la primera infancia hasta la media, con inversión en infraestructura, transporte escolar y modelos flexibles que respondan a contextos dispersos.
En el papel, la meta es que ningún niño abandone la escuela por falta de caminos o docentes. En la práctica, la política educativa rural se apoya en programas creados por gobiernos anteriores y sostenidos a lo largo del tiempo.
Entre ellos están ‘Todos a Aprender’, lanzado en 2011 durante la administración de Juan Manuel Santos, con presencia hoy en más de 4.000 sedes rurales; ‘Escuela Nueva’, modelo pedagógico desarrollado en la década de 1970 e institucionalizado en los años ochenta, reconocido por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura-Unesco y replicado en 20 países; y ‘Computadores para Educar’, puesto en marcha en el año 2000 bajo el gobierno de Andrés Pastrana, que desde entonces ha entregado más de 3 millones de equipos. Estos programas, aunque nacieron en distintos momentos y con enfoques diversos, siguen siendo los pilares que permiten que la escuela rural funcione más allá de los cambios de gobierno.
No obstante, un informe reciente del Laboratorio de Economía de la Educación de la Pontificia Universidad Javeriana, titulado Alertas Tempranas y Educación en Colombia (2025), advierte que el conflicto armado continúa afectando el funcionamiento de muchas escuelas rurales.
El estudio, basado en información del Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, reportó que 6.745 sedes educativas se encuentran en territorios con advertencias por riesgo de reclutamiento, desplazamiento forzado o presencia de actores armados. Estos hallazgos muestran que, incluso donde hay infraestructura y matrícula, la educación rural sigue interrumpida por motivos de seguridad. En muchos territorios, la escuela rural sobrevive entre el miedo y la necesidad.
A casi 1.000 kilómetros del desierto guajiro, en Tibú, Norte de Santander, la carretera se abre entre palma africana y claros donde, como en otros territorios, hay cultivos ilícitos. Allí, el ruido de los zancudos y los helicópteros acompaña las clases. José Belén Molina Rojas, rector de la Institución Educativa Kilómetro Quince, dice que este año el transporte escolar funcionó unos 70 días, de marzo a julio. Luego se detuvo. Por eso, al salir de clase, muchos niños caminan seis o siete kilómetros bajo un sol que supera los 35 grados, y en la vía se encuentran con retenes armados.
Aun así, la escuela resiste en medio de ese paisaje: empezó el año con 1.264 estudiantes en 15 sedes y, por miedo y movilidad, ha perdido casi un centenar. Siete docentes fueron reubicados por incidentes asociados al conflicto. A pesar de todo, la institución logró completar la trayectoria hasta grado once –antes muchos colegios rurales cerraban en noveno– y prepara una articulación con el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) para que los egresados salgan con una certificación técnica.
Para no dejar a nadie atrás, el colegio recurre a los modelos flexibles, una modalidad reconocida oficialmente en Colombia para garantizar continuidad educativa en zonas rurales o en contextos de movilidad. En Kilómetro Quince, eso significa usar cuadernos y guías impresas que los alumnos pueden llevar consigo cuando deben ausentarse por enfermedad, miedo o trabajo familiar. Algunos cursan dos grados en un año; otros son promovidos de manera anticipada cuando logran los aprendizajes. También se permite la matrícula de estudiantes migrantes mientras regularizan sus documentos, con el apoyo de los docentes y la comunidad. El rector subraya tres apoyos que sí funcionan: alimentación escolar para todos, entrega de uniformes y, cuando hay presupuesto, transporte. Con recursos del programa Todos a Aprender, la institución ha podido fortalecer clases de arte, danza y deporte, buscando que la escuela siga siendo un lugar de encuentro pese a la guerra.

Más al sur, el desafío cambia de forma. En Florencia, Caquetá, el problema no es exclusivamente el retén sino lo que Luis Emiro Ramírez, ingeniero electrónico y docente de la Institución Educativa Rural Avenida El Carañón, llama “deprivación sociocultural”. Él la define como la sensación de que los jóvenes del campo no pueden aspirar a profesiones de primer nivel.
Esa idea lo inquietó durante años: cómo enseñar tecnología en un lugar donde muchos ni siquiera imaginaban usarla. La respuesta llegó en 2016, cuando un alumno levantó la mano y preguntó: “¿Esto para qué me sirve aquí?”. Aquella frase lo cambió todo. De esa inquietud nació la Agromática, una adaptación de la robótica a la agricultura con la que sus estudiantes aprendieron primero a cultivar y luego a usar sensores y principios de física para resolver problemas del campo.
Un año después, en 2017, fabricaron un medidor de clorofila que los llevó a ferias internacionales y les valió premios nacionales. Desde entonces, varios de sus egresados estudian sistemas o mecatrónica.
Pero “la innovación no basta para retenerlos”. Luis Emiro se refiere a la permanencia, a la lucha diaria por evitar que los jóvenes cambien el aula por el jornal de 50.000 pesos. “A los 15 o 16 años, muchos se van”, contó. Para él, el antídoto es mostrar que el conocimiento también tiene utilidad y horizonte en el campo. Sin embargo, sus ideas chocan con dos paredes: la conectividad, que es costosa; y la centralización del recurso. En su escuela, un punto de internet cuesta más de un millón de pesos al mes por apenas cinco megas. Su laboratorio –donde nacieron los proyectos premiados– lo levantó con 20 millones de pesos, que salieron de su bolsillo. “El problema educativo tiene que ser solucionado en las regiones, no en Bogotá”, reflexionó.
Desde distintos rincones del mapa, las escuelas rurales enfrentan desafíos distintos, pero la pregunta es la misma: cómo seguir enseñando cuando todo parece empujar a rendirse.
Tras cruzar la cordillera y dejar atrás los cultivos del Caquetá, el país se abre al mar. En Juradó, Chocó, el aire ya no es seco sino espeso, y la lluvia cae como si no tuviera pausa. Frente al Pacífico está la Escuela Rural Mixta Punta Ardita, una sede que se quedó grande: fue construida por Acción Social en 2007, pensada para cursos llenos, pero hoy el eco en los pasillos reemplaza el bullicio de los recesos.
Cuando Edelmira Vanegas Hurtado llegó en 1997, tenía 35 estudiantes. Con los años, la cifra fue bajando: el año pasado quedaban cinco. Este comenzó con tres, y otros dos prometieron volver. Hasta abril, Edelmira seguía al frente de la escuela. Dividía la jornada en dos: de siete a once para preescolar y de siete a doce para primaria. En un solo tablero dictaba clases que se adaptaban de primero a cuarto: matemáticas, español, valores y una clase afro, para que los niños aprendieran quiénes son y qué valen. En agosto se retiró, después de casi tres décadas de trabajo. “Me voy a descansar, pero espero regresar”, dijo. Se fue con la esperanza de que la escuela no se apague y que quien llegue mantenga vivo el sonido de las voces que aún resisten frente al mar.
Desafiar lo imposible
En esta zona, el vacío no solo se mide en pupitres: desde hace años, las comunidades de Juradó viven bajo riesgo y abandono. Los enfrentamientos entre grupos armados ilegales y las tomas guerrilleras de años anteriores forzaron desplazamientos y confinamientos que aún se sienten en el territorio. No es un caso aislado: según la Defensoría del Pueblo y la Unidad para las Víctimas (RUV), con corte a 2023, cerca del 80% de las víctimas del conflicto armado en Colombia viven en zonas rurales, donde la guerra también ha dejado escuelas vacías. A eso se suman la falta de servicios básicos –solo hay señal unos días al mes– y el desempleo, que han ido vaciando la región. Y también las aulas. La paradoja de Punta Ardita –una sede nueva en un territorio que se fue quedando sin gente– resume otro reto de la escuela rural colombiana: el Estado construye aulas, pero no garantiza que haya quien aprenda en ellas.
A cientos de kilómetros de Punta Ardita, donde enseñar es resistir al olvido, otra maestra pelea otra batalla: la de demostrar que el conocimiento también puede transformar desde la periferia urbana. En Chía, Cundinamarca, Elizabeth Barrera Sierra fundó el Liceo Lunita de Chía para estudiantes de estratos 1, 2 y 3, muchos de ellos pertenecientes al resguardo indígena local. Hija de una trabajadora doméstica y de un constructor, con una hermana con discapacidad auditiva, conoce de cerca las barreras que quiere derribar. Su modelo, llamado STEMIE –Ciencia, Tecnología, Humanidades, Ingeniería, Arte, Matemáticas e Inclusión– combina rigor académico con una idea fija: romper la desesperanza aprendida, esa voz que dice que lo imposible es solo para otros.
En 2013, con la primera promoción de 11 estudiantes, organizaron rifas y bingos para pagar el viaje de grado. Se fueron dos meses a Canadá. Desde entonces, cada cohorte realiza un viaje pedagógico autogestionado: han ido a México, Cuba, Estados Unidos y Europa. En 2016 visitaron la Nasa; durante la pandemia organizaron un congreso virtual de educación científica, y en 2023 lograron traer al físico Michio Kaku a su comunidad, financiado con recursos propios. “La ciencia está a un clic, y en el liceo todos los días buscamos la forma de hacérselo ver a los estudiantes”, concluyó Barrera.
Mientras la escolaridad rural apenas alcanza seis años frente a diez en las ciudades, hay docentes que levantan puentes con lo que tienen: en La Guajira, el almuerzo; en el Catatumbo, la flexibilidad; en el Caquetá, la ciencia hecha a pulso; en el Chocó, la terquedad de seguir con tres alumnos; en Chía, la convicción de que sí se puede. Una maestra sola frente al mar y un colegio que mira las estrellas desde un barrio popular cuentan la misma historia con distintos acentos: que aún hay quien enseña para no dejar que el país se apague. En el desierto, en la selva o en la ciudad, los maestros siguen desafiando la desesperanza aprendida.
