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“tenía miedo de morir tempranamente, miedo porque quería estar con mis hijos, de perderme ciertas cosas”

ENTREVISTA

"No cambio mi convicción de que no hay vida después de la muerte": Alejandro Gaviria

Alejandro Gaviria, el ministro de Salud, conmueve y reflexiona con ‘Hoy es siempre todavía’, un libro en el que aborda la enfermedad, la vida y la muerte a partir de su cáncer.

21 de abril de 2018

Una mañana empezó a tener una sensación de llenura y un dolor fuerte en la parte superior del abdomen. En la tarde era insoportable y tuvo que salir hacia la Clínica del Country. Allí, junio de 2017, le diagnosticaron cáncer linfático, y la vida le cambió. Algunos meses después decidió consignar las experiencias que ha tenido desde entonces y por eso escribió Hoy es siempre todavía, la historia de cómo descubrí que el cáncer es como la vida, que aparece como una de las grandes novedades de la Feria del Libro de Bogotá. SEMANA habló con él.

SEMANA: ¿‘Hoy es siempre todavía’ puede entenderse como un mensaje de esperanza para los que padecen cáncer o cualquier otra enfermedad?

ALEJANDRO GAVIRIA: En el fondo es una celebración de la vida. Siempre tuve muy presente una frase de Jorge Luis Borges: “Todos los hombres, todos los días, tienen al menos un segundo de felicidad”. Y eso aplica también para los enfermos de cáncer: este libro también es para ellos, mis compañeros de lucha. Y además lo escribí como una forma de terapia y de catarsis, si se quiere, para mi familia y para mis amigos. Todos deberíamos contar la historia de nuestras vidas de una u otra manera.

SEMANA: Siempre vamos a decir lo mismo, que un ministro de Salud enfermo de cáncer no deja de ser irónico…

A.G.: Irónico y complejo. Jamás creí que mi enfermedad tendría una dimensión pública. El libro se origina en lo que podríamos llamar una ironía conveniente porque es el testimonio de un ministro de Salud que se enferma de cáncer, que tiene que atender sus inclemencias y que reflexiona, entre otras cosas, sobre algo que llama la atención en todos los países del mundo: las desigualdades en accesos a salud, por ejemplo.

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SEMANA: ¿Hoy está en capacidad de dar consejos a alguien que padece el cáncer?

A.G.: Yo solo puedo hablar de mi caso cándidamente. Tratar de contar la historia de cómo lidié con la enfermedad, con los miedos a la muerte, con estar muy enfermo en la casa por la tarde y sentir que a las tres y media llega mi hijo, notar que abre la puerta, oír sus pasos, cerrar los ojos y pensar: “¿Podré el año entrante estar esperando a mi hijo también?”. Y narrar cómo utilicé la literatura y la poesía. Me reunía en la tarde en la casa con mi familia y decía: “Recemos, recemos”. Y rezar era simplemente leer poemas. La poesía es mi religión. Por lo menos mi forma de orar, de celebrar y de protestar sobre el paso del tiempo.

SEMANA: Usted es un ateo confeso y dice en el libro que la gente le escribía cuando estaba enfermo: “Ahí tiene su merecido, enfureció a Dios”…

A.G.: Para mí era imposible dejar de creer en lo que creía. Hay una frase del filósofo Karl Popper, tal vez un poco arrogante: “A quien ha probado los frutos del árbol del conocimiento, le será negado el paraíso”. Después de haber leído sobre ciencia, sobre Darwin tanto tiempo, sobre nuestra insignificancia cósmica, no iba a pensar distinto porque un día me levanté enfermo de cáncer.

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SEMANA: ¿Qué le decía exactamente la gente, cómo reflejaba el odio?

A.G.: Había tres tipos de mensajes: algunos religiosos me decían que desafié a Dios; otros expresaban frustración, por el sistema de salud; y otros, políticos, me increpaban: “Ya se gastaron toda la plata en la mermelada y no va quedar ni plata para curar su enfermedad”.

SEMANA: Entonces, ¿nada le hizo cambiar su visión de la vida?

A.G.: No, no dejé de pensar que he sido producto de lo que he vivido y he leído, no cambié, como dice mi hijo, que somos solo un punto en el espacio... No, no cambió mi convicción de que no hay vida después de la muerte, de que no hay un Dios omnisciente, observando todo lo que hacemos y pensamos. Pero sí cambió tal vez la urgencia de celebrar la vida, de celebrar las dichas diminutas, de sumar momentos felices a nuestras vidas, ojalá todos los días.

SEMANA: ¿Hoy qué lo hace feliz?

A.G.: Cosas en apariencia triviales, como que conversemos usted y yo sobre el libro, sobre la vida, sobre lecturas compartidas. Puedo decir que me hace feliz la perspectiva de sentarme con mi hijo a ver los partidos del Mundial de fútbol. Tengo una frase que me gusta decir y está en el libro: “La promesa de la felicidad es la felicidad misma”. La idea de pensar que de pronto voy a tener otras vueltas al sol en este planeta. ¿Sabe? Eso también me hace feliz

SEMANA: ¿Su existencialismo, que se entrevé en el libro, aumentó durante la enfermedad?

A.G.: Lo he traído desde muy niño y no sé si es un gen. Siempre me pregunto sobre nuestra futilidad. Alguna vez encontré una frase que creo repito en el libro: “Asumir quizás el absurdo de la existencia sin renunciar a los desafíos de la libertad”. Mejor dicho, tratar de construirle a la vida un sentido que intrínsecamente no tiene.

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SEMANA: El libro, efectivamente, está lleno de citas, frases y poemas. Al comienzo, de hecho, hay una sentencia del científico Carl Sagan que dice que “estar a punto de morir es algo que él recomendaría”. ¿Qué tuvo en cuenta para seleccionar cada expresión?

A.G.: Las frases del libro vienen de dos o tres libreticas que yo tengo, en las que apunto pensamientos, cosas que leo o que quiero recordar. La de Sagan la leí en un momento duro, él murió de leucemia. Siempre fue muy optimista sobre su tratamiento, pero su historia cambió en cuatro meses y dijo la frase cuando creyó que ya había salido de la enfermedad. Yo siempre lo tuve en cuenta.

SEMANA: ¿Nunca dijo “Dios mío, ayúdame”?

A.G.: No me persigno, pero a veces sí utilizo la expresión “Dios mío”, como todos los seres humanos. Tal vez, la frase del libro que más me gusta es del poeta Fernando Pessoa, que dice que la “pobre humanidad gime en la oscuridad”. O sea, nosotros necesitamos algo de que aferrarnos en los momentos duros, como una enfermedad, porque es difícil estar pegado del vacío. Pero en mi caso no fue la religión, fue el libro.

SEMANA: ¿Lo tenía en la cabeza?

A.G.: Lo tenía en una libretica y quería escribirlo después de salir del ministerio, en agosto, pero leí sobre todo lo que tuvo que hacer a la vez Pilar Quintana para escribir La perra (maternidad, afugias del trabajo, escribir en un celular), y yo dije “no voy a esperar”: escribí el libro por la noche, los fines de semana y yo no sé si esta confesión me va a meter en problemas: en reuniones de gobierno, pues había momentos de relajación en los que sacaba mi cuaderno y empezaba a escribir, y todo el mundo decía: “Este cómo está de juicioso tomando nota”.

SEMANA: En el libro usted habla de diferentes conexiones o casualidades que hubo antes de su enfermedad…

A.G.: Nadie habría podido decir que yo como economista iba a terminar de ministro de Salud, me iba a enfermar de cáncer y que de alguna manera algunas cosas que hice previamente a mi enfermedad iban a adquirir un significado después de padecerla. La vida es también contar las historias y ser consciente de esas conexiones y saberlas narrar. Italo Calvino, en una frase que no utilizo en el libro, dice: “Las cosas solo le pasan a quien sabe contarlas”.

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SEMANA: ¿Qué tanto tiene que ver la religión en eso de querer alargar al máximo la vida?

A.G.: Una vez me criticaron por decir lo siguiente: yo creo que las religiones judeocristianas, a pesar de sus promesas del paraíso, no nos han enseñado a morir.

SEMANA: Muchos anhelan tener ‘muertes bonitas’… ¿Lo pensó?

A.G.: No, yo no pienso en muertes bonitas, pero sí en la eutanasia que es ‘buena muerte’. Lo malo de la vida es que tal vez lo peor viene al final. No existen muertes perfectas, pero yo creo que podemos morir mejor. Todos vamos a seguir viviendo después de morirnos, en los pensamientos, en los recuerdos de quien nos quiere, en nuestras familias. No puede ser que la imagen de sufrimiento las dos últimas semanas vaya a empañar los recuerdos de una buena vida.

SEMANA: ¿Este episodio le ayudó a afianzar su lucha pro eutanasia?

A.G.: Me ayudó mucho y es una de esas conexiones sobre las que llamo la atención en el libro. Antes de reglamentar por primera vez en América Latina la eutanasia legal, había leído bastante sobre la muerte digna, y este contacto con la muerte me ayudó a afianzar una idea. Yo creo que todos, en nuestros ámbitos más estrechos, en nuestra intimidad de las familias, deberíamos tener una conversación sobre cómo queremos morir; morir dignamente hace parte de vivir dignamente.

SEMANA: Usted tuvo que acogerse al sistema de salud en Colombia. ¿Qué puede decir de ese sistema?

A.G.: Yo creo que el sistema tiene elementos buenos, pero dos partes me preocupan. La primera, mirando las cifras sobre mi cáncer, linfoma no Hodgkin, encontré que entre el 15 y 20 por ciento de los pacientes no tienen un acceso oportuno a los tratamientos, pues pasan entre 5 y 10 semanas para comenzar las quimioterapias y eso puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. La otra es que cuando los tratamientos de primera línea no funcionan, a mí me funcionó por ahora, el sistema comienza a fallar en los tratamientos más complejos de segunda y tercera línea.

SEMANA: Puede surgir la sensación de que usted no le tenía miedo a la muerte…

A.G.: Si esa es la sensación, entonces escondí el miedo. Porque sí tenía miedo de morir tempranamente, miedo porque quería estar con mis hijos, miedo de perderme ciertas cosas, miedo de morirme primero que mis padres, miedo de tener una vida truncada. Pero en todo caso estoy preparado y, si llega el momento y esta enfermedad vuelve, pues he reflexionado tanto sobre el tema que podría decir: “Listo, señores, llegó la hora”.

SEMANA: ¿Existe la posibilidad de que vuelva?

A.G.: Completamente, completamente…