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Opinión

Accountability: la brújula que debería guiar toda contratación responsable

Esta columna expone cómo el accountability se ha convertido en el criterio más determinante para evaluar la madurez ética de entidades y empresas, y por qué sin rendición de cuentas real la contratación pierde legitimidad, eficiencia y confianza.

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Por: Gabriela Patricia Lizarazo
27 de noviembre de 2025

En el mundo de la contratación —tanto pública como privada— solemos repetir palabras como eficiencia, transparencia y buenas prácticas. Pero hay un concepto que hoy refleja, con mayor precisión, el nivel real de madurez institucional de una organización: el accountability. Y no se trata de una palabra de moda ni de un anglicismo prescindible. Es, en esencia, la forma más clara de medir si quienes administran recursos y toman decisiones están verdaderamente dispuestos a rendir cuentas, asumir consecuencias y corregir a tiempo.

En la contratación pública, donde cada peso es una promesa de bienestar social, el accountability debería ser el sello de cada proceso. Pero aún enfrentamos una realidad incómoda: decisiones difusas, responsabilidades fragmentadas y trazabilidades incompletas. El rol del Estado no se limita a contratar; consiste en demostrar que cada decisión se sustenta en análisis técnicos, transparentes y orientados al interés general. Cuando esto falla, la ciudadanía desconfía, las instituciones se debilitan y la eficiencia se erosiona.

En el sector privado, el panorama no es más alentador. Aunque muchas organizaciones operan con altos estándares de cumplimiento, existe un territorio silencioso donde las decisiones contractuales se toman con criterios de urgencia, intuición o conveniencia. Allí se desvanece la posibilidad de construir relaciones éticas y sostenibles. Las empresas que aún no comprenden que el accountability es un activo estratégico —capaz de fortalecer reputación, confianza y valor de marca— siguen ancladas en modelos de gestión que ya no responden a la realidad del mercado.

En ambos sectores el problema es el mismo: falta conciencia sobre el hecho de que contratar no es un trámite administrativo, sino un acto de coherencia institucional y de liderazgo moral. Un acto que comienza mucho antes de escoger un proveedor o adjudicar un contrato. Inicia cuando una entidad o empresa es capaz de responder con honestidad tres preguntas simples pero profundas: ¿por qué se tomó esa decisión?, ¿qué alternativas se evaluaron? y ¿qué impacto tendrá en el tiempo? Si esas respuestas no existen, o resultan difusas, la contratación se convierte en un ejercicio formalista vacío de propósito.

Por eso, al final, la contratación -pública o privada- no se mide únicamente por los resultados financieros o por el cumplimiento formal. Se mide por el impacto, por la capacidad de generar confianza, por la coherencia entre lo prometido y lo entregado. Por la voluntad de explicar la toma de decisiones, sostenerlas y hacerse responsable de sus efectos.

De hecho, el accountability es hoy el puente que puede conectar dos mundos que históricamente se han mirado con distancia: el público y el privado. El Estado necesita proveedores éticos, responsables y comprometidos; las empresas necesitan decisiones consistentes, reglas claras y procesos previsibles. Cuando ambas orillas asumen el accountability como un principio -y no como una obligación externa- el resultado es un mercado más eficiente, más competitivo y, sobre todo, más humano.

En la contratación pública, este principio es decisivo. Administrar recursos del Estado es administrar confianza colectiva. Un estudio previo, una matriz de riesgos o una selección de proveedor no pueden ser meros trámites burocráticos; deben ser decisiones razonadas, pensadas y reconstruibles. La legitimidad de la contratación se sostiene cuando, más allá de publicar documentos, el Estado puede explicar el análisis que respalda cada paso.

Hoy, instrumentos internacionales como PIMA (Public Investment Management Assessment) y PEFA (Public Expenditure and Financial Accountability) permiten medir esa capacidad institucional para planificar, decidir y rendir cuentas con rigor técnico.

En el sector privado, la lógica es idéntica. Las empresas toman decisiones contractuales que afectan comunidades, proveedores, trabajadores y accionistas. El accountability corporativo implica ir más allá del cumplimiento normativo: exige evaluar proveedores con criterios éticos, incluir métricas ESG, gestionar riesgos de manera transparente y asumir que cada contratación es un mensaje sobre quién es la organización y qué valores la guían.

Hoy, cuando la sociedad demanda claridad y el uso del gasto —público y privado— está bajo mayor escrutinio, el accountability dejó de ser opcional: es el nuevo estándar. Un país con mejores métricas PIMA y PEFA avanza hacia un gasto más eficiente. Una empresa con accountability avanza hacia relaciones más sostenibles y una reputación más sólida.

Por: Gabriela Patricia Lizarazo – Gerente de Abastecimiento Estratégico en Positiva Compañía de Seguros S.A.