El liderazgo femenino tiene el poder de transformar no solo las organizaciones, sino también las comunidades. Para que sea realmente transformador, debe partir del autoconocimiento, la empatía y una visión con propósito.

Opinión

Los golpes que no se ven, pero dejan heridas invisibles

En esta columna, la autora reflexiona sobre la violencia emocional y psicológica que no deja moretones, pero sí cicatrices profundas. Una historia íntima que expone cómo el amor puede confundirse con control y cómo sanar se convierte en un acto de libertad.

Por: Ana María Beltrán González
19 de noviembre de 2025

Hay violencias que no se ven, pero dejan marcas profundas en el alma.

Conviví durante unos años con un hombre físicamente hermoso, inteligente, carismático y creativo. Era de esos seres que parecen hipnotizar con su presencia, capaces de llenar cualquier lugar con su energía y su magnetismo. Pero detrás de ese encanto había una historia marcada por la violencia, la ausencia de límites y un dolor no resuelto.

Un hombre que desde niño aprendió a ser admirado por su apariencia y su carisma, y que convirtió la atención en una forma de sobrevivir. Creció creyendo que el amor se obtiene a través del poder y que el control es la manera más efectiva de sentirse seguro.

Al inicio me cautivó su intensidad, esa mezcla de ternura y tormenta que hacía creer que estaba frente a alguien profundo. Pero con el tiempo descubrí que esa misma intensidad podía herir. Su forma de amar era una montaña rusa emocional: me acercaba con dulzura y me alejaba con frialdad; me levantaba con halagos y me derribaba con críticas que dolían como cuchillos.

Podía ser encantador y cruel en cuestión de minutos. Su mirada, muchas veces admiradora, podía tornarse inquisidora. Y cada palabra cargada de desprecio iba desgastando mi energía, mi autoestima y mi fe en mí misma.

Esa es la violencia que no deja moretones: la que confunde.

La que te hace pensar que exageras, que eres demasiado sensible, que el problema eres tú.

Llega disfrazada de amor, de preocupación, incluso de deseo.

Y sin darte cuenta, empiezas a justificar lo injustificable, a normalizar el dolor, a perderte intentando comprender lo que no tiene explicación.

Durante años viví entre el amor y la culpa, entre el deseo de estar bien y la sensación constante de no ser suficiente. Cada vez que avanzaba, algo ocurría: una discusión, una crisis, una palabra hiriente. Era como si cada paso hacia mi plenitud despertara en él la necesidad de frenar mi vuelo.

Hasta que entendí que lo que necesitaba no era descifrarlo, sino escucharme a mí.

Solo cuando me atreví a detenerme, a guardar silencio y a mirar hacia dentro, reconocí que lo que vivía era violencia. No había golpes, pero sí heridas invisibles: gestos, silencios, ironías y manipulaciones que me hacían pequeña.

Y fue justamente en ese silencio donde volví a encontrarme.

Comprendí que la calma era mi refugio, que la paz interior también es una decisión, y que el amor propio es la mayor forma de protección.

Tomé la decisión de ponerme a salvo.

No necesariamente de él, sino del lugar emocional en el que había aprendido a quedarme por miedo a estar sola.

Decidí honrar mi historia, cuidar mi energía y regresar a mi centro.

Entendí que amar no es resistir ni corregir; amar es respetar. Y respetarse, también, es un acto de amor.

Hoy sé que detrás de cada acto de violencia hay una historia humana que puede ser comprendida, pero no sostenida. La compasión no implica permitir el abuso; implica mirar con conciencia y poner límites desde el amor propio.

No se trata de justificar, sino de romper el ciclo. De entender que muchas violencias nacen del miedo, del dolor no reconocido, de generaciones enteras que no aprendieron a comunicarse desde el respeto ni desde la calma.

Una mujer que se atreve a decir “basta” no rompe un hogar: rompe una cadena.

Sanar se convierte, entonces, en un acto de libertad.

En un gesto de amor hacia sí misma y hacia quienes vendrán después.

Porque cuando una mujer sana, sana su historia, su linaje y su entorno.

La violencia invisible no siempre se nota, pero siempre se siente: en la ansiedad, en el cuerpo tenso, en el alma cansada.

Y sanar requiere más que leyes: requiere educación emocional, conciencia colectiva y una nueva forma de relacionarnos basada en la empatía y en el respeto. Necesitamos hombres y mujeres capaces de mirar su propia sombra y transformarla en luz.

El mundo está viviendo un momento de transformación profunda.

Y si aún no logras percibirlo, haz una pausa y escucha: la humanidad está aprendiendo a amarse de verdad, sin violencia, sin miedo y sin la necesidad de dominar.

Más allá del golpe hay palabras que hieren el alma, gestos que apagan la luz y miradas que rompen. Pero también hay una fuerza luminosa en cada mujer que decide regresar a sí misma. Esa fuerza —la del amor propio— es la revolución más silenciosa y poderosa de nuestro tiempo.

Ana María Beltrán, directora ejecutiva de la Corporación Lenguaje Ciudadano