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Amar el volcán, el libro del médico sobreviviente de Armero: “Ese 13 de noviembre fue para cada uno de nosotros lo mismo que una muerte”

El médico Ariel Alarcón escapó de la muerte en esa tragedia, en la que perdieron la vida 23.000 personas, pero solo se recuperaron poco menos de 500 cadáveres. Lea un capítulo de su estremecedor relato.

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13 de noviembre de 2025, 11:26 a. m.
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Amar el volcán, el libro en el que el médico Ariel Alarcón cuenta cómo sobrevivió a la tragedia de Armero. | Foto: Fotomontaje SEMANA/Penguin House

“Estas páginas, pretenden —quizá torpemente— bordar el hilo de la trama que dará forma al proceso de dos rituales de exorcismo: el individual y el colectivo. Descifrar lo que por momentos pueden ser jeroglíficos pintados con letras será una aventura de cada lector, parte de un rito.

Atravesé un destino que se bifurcó la fatídica y horripilante noche del 13 de noviembre de 1985, en Armero, Tolima, Colombia. Viví momentos aciagos, labrados con fuego en mi memoria, y en la de toda una generación, porque la furia de un demonio, o de un dragón del inframundo, mató de un zarpazo a unas 25.000 almas y nos dejó con vida solo a mil, quizá cuidadosamente elegidos.

Cada uno de los que sobrevivimos quedamos marcados en el alma con ese sello indeleble tatuado con los hierros candentes del horror. En nuestro espíritu se instauró para siempre un maleficio que permanecerá hasta nuestra segunda y definitiva muerte. Porque, aunque vivos, ese 13 de noviembre fue para cada uno de nosotros lo mismo que una muerte de la que hemos tratado de deshacernos de una manera diferente y, quizá, a cual más ineficaz.

El lector presenciará este ejercicio de expulsión que puede llegar a ser demoníaca. Puede pasar que, con la mirada aguzada, entre líneas, palabras y frases, le sea posible percibir la magnitud de la maldición que emergió del centro de la Tierra y que nos embrujó a mí y a los demás sobrevivientes, al punto de que lo persiga un poco también y lo lleve, de algún modo, a hacer de la vida algo mejor. El reto, al final, será lo mismo que un regalo.

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¿Cómo escribir, sin ser escritor, este relato, mitológico y verdadero, de lo que me pasó en Armero?, ¿cómo no caer en el melodrama barato o el fácil voyerismo morboso por el dolor y la muerte? Si este fuera otro de mis escritos de psiquiatría, no tendría ningún problema en llenar páginas y páginas de datos y recomendaciones. Pero ahora estoy hablando de mí, desnudándome en público, también como psiquiatra, y me da pánico escénico. No tengo valor para seguir escribiendo.

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Entre el párrafo anterior y este pasaron dos semanas en las que estuve intentando huir, ocupándome en otras cosas; fueron días de resbalarme, perdiéndome por los estériles callejones, oscuros e inútiles, de las redes sociales. Decidí, entonces, preguntarle a la inteligencia artificial sobre recomendaciones para superar la tenebrosa página en blanco. Le di algunos elementos de contexto sobre de qué iba la historia y comprobé que el algoritmo espía mi inconsciente.

No estás loco ni solo en el relato autobiográfico que estás creando, al sentir como una posesión demoníaca los efectos del trauma por la erupción del volcán. De hecho, en muchas culturas y mitos antiguos y recientes, los volcanes se han asociado con dragones y con demonios. En la antigua Grecia, por ejemplo, existe un mito según el cual el volcán Etna, en Sicilia, está asociado con el monstruo Tifón, descrito como un ser de cien cabezas de dragón que, al enfurecerse, arrojaba fuego y causaba erupciones volcánicas. Hefesto (traducido como “Vulcano” para los romanos), tiene que ver con tu historia, puesto que este hijo de Júpiter (Zeus) y Juno (Hera), los dioses supremos del Olimpo, a diferencia de otros dioses, tiene un aspecto físico que no es el de un joven bello y atlético, sino el de un hombre robusto, marcado por la cojera y, a veces, descrito como poco agraciado [me encaja perfecto]. Vulcano (Hefesto en la mitología griega) encarna la paradoja del fuego: es capaz de destruir, pero también de crear. Esta diferencia lo hace único entre los dioses olímpicos y lo acerca más a la humanidad, pues sufre y supera adversidades.

Sentí que, con estos datos, no podía hacer otra cosa que convertirme al vulcanismo para hacer de Vulcano uno de mis dioses protectores. ¿Posesión demoníaca? La hermandad no podía ser mayor. Hefesto supo, como yo, sortear las dificultades que le representaban tener una discapacidad física —estaba cojo— y fabricó con destreza armaduras de oro, cinturones preciosos y escudos que libraron las más nobles de las batallas divinas y humanas.

Vi en mis manos las de él: artesanos, encantadores de palabras. Entendí entonces la importancia del fuego —la herramienta de trabajo de Hefesto, y el instrumento de mi desgracia—, de su capacidad arrasadora y mortal; pero también de su naturaleza transformadora y creativa. El volcán también es potencia, renacimiento. La lava fertiliza, Hefesto martilla; yo escribo, y, entre el sueño y la vigilia, trato de entender y explicar.

Esa noche, antes de dormir, repasé lo que me había ocurrido con la inteligencia artificial, sin creer del todo en la fuerza de las asociaciones que estaba haciendo, que me parecieron poéticas, pero inverosímiles. De repente, al despertarme la mañana siguiente, una sombra de duda se atravesó en mi cabeza. Vulcano es un hacedor de armas, ¿se podría entonces relacionar de algún modo con Armero? ¿Vulcano —armas— Armero?

Le volví a preguntar a la inteligencia artificial: ¿cuál es el origen del nombre de Armero? El resultado me arrojó información y varios enlaces, uno de ellos me llevó a un viejo artículo del periódico El Tiempo:

Armero fue fundado con el nombre de San Lorenzo en 1895 y el 29 de septiembre de 1908 fue erigido como distrito municipal, según decreto firmado por el presidente Rafael Reyes. En 1930 tomó el nombre de Armero, según ordenanza de la Asamblea del Tolima en memoria de José León Armero, un prócer de la Independencia que terminó fusilado por el Ejército español en el municipio de Honda.

Continué en la búsqueda con los datos del chat de inteligencia artificial y pude leer que José León Armero fue arrestado y fusilado junto con Camilo Torres, el sabio Francisco José de Caldas y Policarpa Salavarrieta. Encontré una página que habla del origen español del apellido, en Toledo, y de su posible relación con la costumbre medieval de apellidar a las familias según su oficio; es decir, en este caso, fabricantes de armas.

No podía creer lo que estaba confirmando: Armero y Vulcano tienen el origen común de ser fabricantes de armas. Mi reto ahora —como si fuera Homero, Tolkien o García Márquez— es integrar ambos relatos: la destrucción de Armero que devino en mi posterior amputación. ¿Desde el más allá —desde el Hades— los dragones del inframundo y los fabricantes de armas están íntimamente relacionados?, ¿fueron los celos del cojo Vulcano, por la prosperidad y alegría del lugar cuyo nombre le recordaba a un competidor en la fabricación de armas, lo que lo llevó a destruir ese pueblo?, ¿la destrucción de Armero, a manos de Vulcano, fue causada por el desvío de sus pobladores de la tradición de armeros y la dedicación al pacífico cultivo del algodón?

Me estoy dando cuenta de que estas epopeyas diabólicas, de dragones y figuras mitológicas, rebasan mis precarias capacidades de escritor tardío. Soy más bien un informante, un testigo confundido que cuenta sobre las trampas que crea su mente. De todos modos, Hefesto (Vulcano) hizo un milagro: deshechizó mi bloqueo creativo. Voy a seguir creyendo en él.

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Se calcula que en Armero murieron unas 23.000 personas (y unas 2.000 en Chinchiná, Caldas) de las cuales solo aparecieron poco menos de 500 cadáveres. La tragedia, una de las peores en la historia reciente de la humanidad, se desencadenó por la erupción del cráter Arenas, del volcán Nevado del Ruiz, el 13 de noviembre de 1985 a las 9:29 p. m. La expulsión de lava generó un deshielo descomunal —aunque solo fue del 2 % del glacial— que derivó en crecientes inesperadas por varios ríos que nacen allí en la montaña.

La peor fue la que bajó por el río Lagunilla y acabó con Armero, el segundo pueblo del Tolima, después de la ciudad capital, Ibagué. Sin cadáveres, los duelos de los sobrevivientes de esos muertos han sido muy complejos e incompletos para todas esas familias. Inciertos duelos sin cadáver, como el mío y como tantos otros de ese tipo que han tenido que elaborar, las madres sobre todo, pero también otros familiares de desaparecidos a lo largo y ancho de las Américas, desde el sur del Río Bravo hasta la Patagonia. Por eso, las comisiones de la verdad tienen un carácter tan terapéutico.

Sin contar los cerca de cien niños que salieron con vida de la catástrofe, de los cuales solo se sabe que, supuestamente, fueron adoptados de manera exprés por familias extranjeras, sin firmar ningún documento. Muchas familias siguen buscando a esos niños.

La tragedia estremeció de tal modo que también ha sido la que más solidaridad ha despertado a escala mundial. Conmovidas por las imágenes que veían en sus televisores, o las historias que leían en sus periódicos, miles de personas de muchos países se volcaron para hacer donaciones a sus bancos o a contenedores de alimentos, frazadas y medicamentos.

Por aquellas extrañas casualidades que a veces tiene la vida, en esa época mis mejores amigos estaban en Europa. Ellos, como decenas más de amigos y conocidos, no pudieron dormir durante varios días cuando supieron la notica de la erupción. Sabían que yo estaba en Armero y se echaron a llorar primero y luego abrazaron a quien tenían a su lado. Todos ellos se montaron a la ola de solidaridad mundial que crecía por todos lados e hicieron suya la misión de recuperar para la vida al doctor Ariel Alarcón Prada, médico sobreviviente de Armero, que había perdido una pierna a causa de las heridas de la avalancha.

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La catástrofe de Armero fue el punch definitivo que acabó de noquear la voluntad y el entendimiento del país, a solo una semana de una de las más demenciales tomas guerrilleras de nuestra historia: la del Palacio de Justicia, por el M-19, y luego la sangrienta retoma por el Ejército Nacional.

El alma del país andaba ya bastante asqueada y temblorosa cuando el impacto de la tragedia de Armero acabó de demoler la poca capacidad de comprensión, planeación y ejecución que nos quedaba como sociedad y como individuos. Me cuentan —no estuve consciente de nada, obnubilado por la estupefacción y los analgésicos (la piscina de gel agar)— que las semanas que sucedieron a la erupción fueron también unas de las más caóticas de nuestra convulsionada historia.

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Y bien, aquí estoy. Me salvé. Contra todo pronóstico y probabilidad, no me morí. Y pretendo, 40 años después, escribir estas líneas, sin saber muy bien cómo hacerlo. Con vitalidad e ilusión, después de todo, pero, también —y esto lo digo con todas sus letras—, sabiendo que una parte de mí murió en ese instante.

Conozco al pie de la letra las muertecitas chiquitas, semimuertes parciales, que no son propiamente plácidas, aunque, a veces, perversamente, sí lo son. Otras veces tampoco son tan aterrorizadoras. Las hay en una gama muy amplia de tamaños, formas y colores. Algunos colegas míos las llamarían “síntomas mentales”.

En su presentación más habitual, me deslizo en ellas sin querer y salgo de la vida consciente y abrumadoramente enloquecedora. Lo hago durante unos minutos, en algunos casos horas o, en momentos más pesados, por varios días o semanas.

Con los años, a la mayoría de estas muertecitas las puedo considerar banales e inocentes, molestas solo para quien está a mi lado y se da cuenta. Pero he tenido también otras más oscuras, largas y complicadas, que me han embrollado la vida, como las siniestras y asfixiantes depresiones. Alguien diría que esas muertes chiquitas son una manera de rendirle culto a la muerte, de confirmar su posesión.

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“Morir sin morir. Morir un poco. Desear una muerte rápida. Salvarse. Resucitar. Ser rescatado. Volver a morir en el hospital. Ser salvado. Vivir a medias. Desear la vida. Vivir”.

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