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Una república que no para de sangrar

La independencia dio paso en el siglo XIX a un país en el que las guerras civiles dejaron heridas aún abiertas. Desde entonces, la falta de una paz duradera hace que la violencia parezca algo natural.

Carlos Eduardo Jaramillo C. (*)
6 de agosto de 2019

Entre los legados que la independencia le dejó a la república, hay elementos que la han enaltecido, pero también hay otros que la ensombrecen y que no han podido ser arrancados de raíz. Entre ellos, están la larga división del país en dos fuerzas políticas irreconciliables –que solo en el siglo XXI dejaron de ser monopólicas y hegemónicas–, el caudillismo y el gamonalismo político o la ambivalencia en el manejo del Estado. Estos y otros fenómenos se amalgaman en el más oscuro de los legados: la perpetuación de la violencia, el conflicto y la guerra como terreno para enfrentar las contradicciones e imponer ideas.

El nuevo país surgido de la disolución de la Gran Colombia nació a la sombra de las disputas ideológicas de los nuevos gobernantes, que se aglutinaron entre quienes defendían el espíritu del militar y quienes defendían el del abogado. Los primeros triunfaron en Ecuador, Venezuela, Perú y Bolivia, mientras que los segundos lo hicieron en Colombia, encarnando, eso sí, parte del legado español del leguleyo.

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En cierta medida, representaron estas dos tendencias los hombres que se constituyeron en los pilares de la independencia: Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander. El venezolano, el hombre de acción, el guerrero, el que prefirió estar en un campo de batalla antes que en el solio de los presidentes; alabado como dios salvador, adulado por todos, terminó prendado de su sentimiento de infalibilidad, soñando constituciones con gobernantes vitalicios, con emperadores y reyes, rodeado de militares, acostumbrado a ser obedecido y a imponer su criterio y voluntad. Cualidades valiosas para la guerra, pero perturbadoras para la creación de una república como la que vislumbraba su vicepresidente.

Santander, el ordenador, el administrador, el abogado, el que logró y dispuso los recursos para que la máquina militar de Bolívar funcionara e hiciera realidad la independencia. Hombre de libros y de leyes, dedicado a poner orden en un inmenso territorio con pueblos aislados y gente pobre e indómita; que imaginaba un país moderno, librepensador y abierto, alejado del autoritarismo y de los gobernantes vitalicios, y con más escuelas y universidades que cuarteles y cárceles, entre otras mil cosas. Hombres que la independencia hermanó y que la república convirtió en enemigos.

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Esta pugnacidad generada por las diferencias entre Santander y Bolívar, y reproducida por sus partidarios, se empezó a enraizar en las costumbres políticas de la naciente república, hermanada con el recurso de las armas y la violencia, como expediente privilegiado sobre la razón y el diálogo para dirimir las diferencias y las contradicciones. Esta herencia de violencia y guerras que venía desde la conquista entró por la puerta grande de la nueva república con el atentado contra el presidente Bolívar, en la llamada noche septembrina. De ahí en adelante, y hasta nuestros días, esta práctica se convirtió en un recurso político casi aceptado con naturalidad por los colombianos. En consecuencia, esta sociedad aprendió a convivir con la violencia, y hasta hoy permanece anestesiada frente a ella, en el convencimiento de que la paz es la calma chicha entre las violencias.

Otro camino

Con el regreso de Bolívar a Bogotá, dan marcha atrás los esfuerzos modernizantes y libertarios de Santander, ya que el Libertador venía con un proyecto de constitución que poco compaginaba con la visión y el trabajo que en ese sentido desarrollaba el vicepresidente. Brecha ideológica que se torna irreversible cuando este toma el camino sin retorno de la dictadura, dando con ello inicio a otra tradición política colombiana: la de avanzar con mucho esfuerzo y retroceder con premura.

Bolívar, gobernando como dictador, da marcha atrás al camino emprendido por Santander. Permitió reabrir los monasterios, aumentó el gravamen a las importaciones, prohibió algunas lecturas, reimplantó el tributo indígena y dio nuevos privilegios al Ejército y a la Iglesia. Convencido de que sus cambios traerían estabilidad a los pueblos liberados, Bolívar empodera a muchos caudillos y caciques locales en busca de preservar la unidad, como a Páez, José María Obando y José Hilario López. Les concedió perdón total por sus rebeliones, e instauró, así, el caudillismo y el gamonalismo como política de gobierno.

Este es un fenómeno común a todo el continente y no particular de nuestra república. Pero aquí la incapacidad del Estado para gobernar todo el territorio y la incomunicación física entre sus centros poblados, evidente aún hoy con cada invierno, continúan haciendo de estos personajes la figura política preponderante en vastos territorios y el alma de sus partidos políticos. Con esta práctica Santander emuló a Bolívar, lo que fortaleció el desgobierno, imposibilitó la integración, fortaleció la microempresa política, el caudillismo y la violencia, fenómenos que se tornaron indelebles en nuestras costumbres políticas.

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Como resultado, la construcción de la república convierte al siglo XIX en un periodo plagado de rebeliones y guerras civiles, que hicieron del país un mundo convulso, inestable y colmado de todo tipo de atrocidades, algunas de las cuales aún acompañan a Colombia.

En ese siglo hubo ocho grandes guerras, que empiezan con una de inspiración religiosa en el sur y terminan con la de los Mil Días, con la que el país comenzó el nuevo siglo. Durante tres años, esta contienda sublima todas las violencias de las confrontaciones anteriores.

Si se suman todas las guerras, la naciente república tuvo diez años de guerra declarada, sin contar unas 45 rebeliones más contadas. De estas, 40 ocurrieron en los 20 años de la república radical, en los que, además, 20 Gobiernos estatales cayeron derrocados, y se presentó una gran contienda entre 1876 y 1877. Conflictos armados y guerras que, contadas desde 1830 y hasta el fin del siglo, dan, en promedio, un fenómeno significativo de violencia cada año y medio. Hoy, esto no ocurre, no hay alteraciones súbitas, que se han fundido en el paisaje político, puesto que el país aprendió a vivir en un estado de violencia permanente.

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Cuando Bolívar dijo “la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de todo lo demás”, era consciente de que las ambiciones, las pasiones y los apetitos despertados por el poder, aunados a las prebendas que se derivarían del reemplazo de los españoles por criollos, conducirían a luchas internas y malabares legales e ideológicos que las leyes se encargarían de conservar en formol.

Beneficios propios

De ese modo, la independencia tuvo entre sus efectos inmediatos el enriquecimiento de las oligarquías criollas con los bienes incautados a los españoles y realistas. Esa práctica se prolongó con la república, aplicada a los contrarios políticos e inclusive a los bienes nacionales y las instituciones propias. Y la confrontación armada era el camino más expedito para todo ello, sin consecuencias legales, en la que el volteo de tierras y bienes fue y sigue siendo práctica común.

La magia jurídica hizo de las leyes un instrumento ambivalente de libre interpretación por parte de poderosos e iniciados. Ambivalencia que hizo patente Bolívar cuando optó por la dictadura para buscar la libertad. Pero no fue producto de un espíritu confuso, sino de una construcción política realizada a conciencia, iniciada ya por los primeros intelectuales promotores de la independencia como Camilo Torres. Según Fernando Guillén en su trabajo El poder político en Colombia, Torres interpretó “(…) el dogma francés y burgués de la Igualdad como un instrumento para adquirir ante todo privilegios, distinciones, prerrogativas, honores y empleos”, para así terminar “reclamando el ‘privilegio’ en nombre de la Santa Igualdad”.

Rafael Núñez fue un ejemplo de este carácter ambivalente que siguió acompañando la historia política republicana. Valiéndose de este fenómeno, pasó de ser liberal a conservador, y lo sintetizó de manera brillante cuando dijo: “(…) en mi carácter de librepensador, nunca declinaré, Dios mediante.”

Sobre estas visiones contrapuestas e irreconciliables se aglutina políticamente el país durante el siglo XIX y más de la mitad del XX. Esta polaridad entre partidos, normal en las sociedades, en el caso de nuestra república toma un carácter particular que la convierte en un fenómeno patológico que se hermana con el recurso de la fuerza y la apelación a las armas para dirimir contradicciones. Esto, que al inicio de las independencias no es extraño, en Colombia se vuelve endémico y nos acompaña hasta el presente, lo que ya de por sí nos perfila a lo largo de la historia como una nación perturbada.

A ese fenómeno se suma el hecho de que, ya creadas y consolidadas las vertientes ideológicas de los partidos políticos, el ‘diálogo de sordos’ se inaugura, con patente nacional, como el mecanismo para debatir las diferencias. Hecho, que constatado por Bolívar, debió inspirar su comentario al general Rafael Urdaneta cuando ya moribundo y en camino al exilio le manifiesta: “El no habernos arreglado con Santander nos ha perjudicado a todos”.

Cuando la ideología de un partido se convierte en un solo principio atemporal, y como es doctrina que los principios no se negocian, todo debate entre partidos conduce al ejercicio de un ‘diálogo de sordos’. Discuten pero no se escuchan, fenómeno que se agudiza en los periodos de polarización, precisamente aquellos en los que más se requiere del entendimiento y que más acercan a la violencia. La búsqueda del acuerdo y el respeto por los contrarios no fue una virtud de la independencia, y esto se prolongó en la república, en la que la gobernanza se fundamentó en la imposición forzosa de las ideas, con la razón que imponen las bayonetas.

Podría afirmarse que la república que legó la independencia hizo de la Colombia del siglo XIX un país hemofílico, lleno de heridas que continúan sangrando, y una república que desde su independencia jamás ha logrado construir una paz duradera. Lo que nos ha enseñado a percibir a la violencia como un evento que poco nos importuna.

Las guerras civiles del XIX

• Los enfrentamientos en la primera república (1811-1815). Hubo tres tipos de conflictos: centralistas y federalistas; las peleas entre poblaciones; y la guerra entre patriotas y realistas.

• La guerra de los Supremos (1839-1842). Levantamiento de caudillos regionales en contra de la ley que clausuraba los conventos.

• La guerra de 1851. Los conservadores se insubordinan por las reformas liberales de medio siglo.

• La guerra de 1854. Los artesanos se levantan contra la aplicación del librecambio en el país.

• La guerra de 1860-1861. Los liberales toman las armas en contra del Gobierno del conservador Mariano Ospina Rodríguez.

• La guerra de 1876-1877. Conservadores contra el liberalismo radical.

• La guerra de 1885. Levantamiento liberal contra los conservadores.

• La guerra de los Mil Días (1899-1902). Intento de los liberales por derrocar la Regeneración.

*Sociólogo, politólogo, historiador y ex comisionado de paz