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VIOLENCIA

Lo que no puede pasar

Todo lo que podía salir mal con el acuerdo de paz viene ocurriendo en Nariño. La guerra sin fin, el abandono estatal y los grupos armados volvieron a imponer la ilegalidad como la única vía de supervivencia para las comunidades. SEMANA recorrió la zona.

15 de junio de 2019

En la vereda La Paloma, donde quedaba la zona veredal Aldemar Galán a 40 minutos de Madrigal (Nariño), la neblina es un velo que oculta varios síntomas del fracaso del proceso de paz en esa región. Todo lo que podía salir mal parece haberse cumplido allí: los excombatientes salieron huyendo y el Estado no llegó. No hubo cómo garantizarles una vivienda con los servicios elementales, los proyectos productivos nunca despegaron y la tierra pareció ser fértil solo para que creciera la coca y se reprodujera la violencia.

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Un planchón de cemento comido por la maleza y tres ranchos desde donde se observa la subregión de La Cordillera –que abarca los municipios de Taminango, Policarpa, Cumbitara, El Rosario y Leiva– son la única evidencia que queda del intento de los excombatientes de los frentes 29 y 8 de las Farc de regresar a la vida civil. Apenas tres meses después de dejar las armas, en noviembre de 2017, cerca de 60 hombres y mujeres que quedaban en La Paloma se marcharon para Cauca. Escapaban de los incumplimientos que venían espantando a 300 exguerrilleros que inicialmente se concentraron allí. ¿Dónde está la mayoría? Nadie sabe. Todo mundo supone que en las disidencias y otros grupos ilegales.

Si el país se empeñara en perseguir a todos los eslabones del narcotráfico, tendría que juzgar pueblos enteros.

El proceso de reincorporación nunca vio la luz en esta zona y el miedo que despertó ese fracaso contagió a otros corregimientos cercanos que como Santa Rosa, a 30 minutos de Madrigal, sienten la indiferencia del Estado. La zona veredal que era una oportunidad de desarrollo para ellos quedó convertida en otra promesa incumplida. Se esfumó la idea del acceso a la institucionalidad y de paso le quedó el camino despejado a los nuevos grupos armados que llegaron a aniquilar las expectativas y a reafirmar la ilegalidad como la única salida.

Los grupos armados grafitean unos encima de otros. Claudia Cabrera, la alcaldesa de Policarpa, ha pedido no retomar las fumigaciones con glifosato.

“Después de la voluntad de Dios, la coca”, es la respuesta enfurecida de un líder campesino en Santa Rosa cuando le preguntan qué hará si el Gobierno decide fumigar los cultivos ilícitos o desplegar una tropa del Ejército en su parcela para que erradique forzosamente. Más que rabia su tono revela frustración. El acuerdo con las Farc prometió un desarrollo que no llegó a este corregimiento del municipio de Policarpa.

“¡Si no le cumplieron a la guerrilla, qué va a ser de nosotros!”, repiten resignados desde que vieron salir la caravana con los excombatientes. Sin ellos, en la cima de la montaña quedó un emblema a la desolación que los puso a marchar con sigilo. Aguardan el próximo movimiento del Estado, que no supo optimizar el acuerdo colectivo que firmaron para sustituir los cultivos. De él dependerá que tengan que salir desplazados a escamparse del glifosato o les toque invertir los ahorros que tienen en una nueva cosecha.

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Si el país se empeñara en perseguir a todos los eslabones del narcotráfico, tendría que juzgar pueblos enteros. No hay un solo habitante de los más de 72.000 que tiene La Cordillera que no haya transado con el dinero que mueve el negocio. Hay quienes creen que se salvan los comerciantes. Pero lo cierto es que quienes compran lo hacen con las ganancias que deja la venta de pasta de coca a los grupos armados. A los jóvenes más ávidos los 2.400.000 pesos que reciben por kilo se les van en prostitutas y alcohol. Mientras que quienes soportaron la lluvia de glifosato o la erradicación forzada por décadas, hoy ahorran, mandan a sus hijos a estudiar a Pasto e invierten en insumos para los sembríos.

Santa Rosa, a tres horas de Policarpa, está incrustada en una zona montañosa al costado oriental del río Patía. Un testigo mudo de la violencia que desemboca en el Pacífico y que ha visto criminales sumergir cuerpos entre sus aguas. Menos de 15 minutos le toma al forastero darle la vuelta al corregimiento en forma de Y. En el día los peatones escasean y la postal para recordar el pueblo es la recua de mulas que van cargadas con galones de ACPM, insumo esencial para transformar la coca. En la noche, mientras los jóvenes juegan fútbol en la cancha que está justo en la intersección, a las cantinas no les cabe un alma.

No hay que adentrarse para ver los primeros cultivos. Pero quien quiera sumergirse en el mar de coca debe penetrar 30 minutos más allá para no ver nada más alrededor. Cerca de 65.000 hectáreas sembradas tiene la región Pacífico. De acuerdo con el último informe de monitoreo de la ONU, Nariño es el departamento más afectado. En la subregión de La Cordillera, el fenómeno cada día crece. De los 1.959 kilómetros que abarca el territorio, 1.000 estarían plagados de coca.

Más de 65.000 hectáreas sembradas con coca tiene la región Pacífica. Nariño es el departamento más afectado. Allí las improvisadas escuelas hechas con tejas de zinc son islas en un mar de coca.

Los miembros del Consejo Comunitario de las Comunidades Negras (COPDICONC) firmaron el acuerdo colectivo de sustitución de cultivos. Pero el Gobierno incumplió. El programa no pasó cuatro o cinco reuniones. Los campesinos no arrancaron ni una sola mata y tampoco recibieron los subsidios que les prometieron. Unos argumentan que el fracaso se dio por la falta de financiación, pero también es cierto que circuló un mensaje intimidante de las Autodefensas.

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"El abandono estatal que por décadas ha sido sometido Policarpa, hizo que los campesinos se dedicaran a cultivar la Coca, que se convirtió en el sustento de sus familias. Sabemos que esto es el combustible para que entre los grupos al margen de la ley y con ello la violencia. Sigue siendo un país centralizado que solo piensa y gobierna desde un escritorio más no desde el territorio", manifiesta la alcaldesa de Policarpa, Claudia Cabrera. 

Tres factores explican el aumento de cultivos en la zona: 1) La falsa promesa que vendieron las Farc de que esta vía facilitaría el acceso a la oferta institucional. 2) Los grupos armados que quedaron en el territorio y que elevaron el precio al que compran la pasta. 3) La necesidad, pues ante la falta de salidas a la legalidad los campesinos de Santa Rosa “no se van a dejar morir de hambre”.

Sin el pan y con más queso

Caña de azúcar, café, plátano, maíz y frutales se cultivan en la zona para consumo propio. Sin embargo, ninguno de estos alimentos tiene cómo competirle a la coca. No solo el abismo de precios marca la diferencia, sino también los intransitables caminos. Los habitantes de Santa Rosa siempre van con el lodo hasta las rodillas cuando se mueven entre sus veredas. Ninguno de los ocho corregimientos de Policarpa tienen placa-huella o vías pavimentadas.

A lomo de mula, caminando o pagando desproporcionados alquileres de camperos, los campesinos se mueven entre los senderos que ellos mismos han abierto. Al corregimiento de Sanabría, por ejemplo, solo se puede llegar a pie después de 13 horas de viaje. Precisamente hace un mes una mujer sacó a dos niñas presuntamente abusadas y contagiadas con sífilis. Policarpa era la ruta más accesible que tienen. De lo contrario les tocaría navegar el río en lancha hasta la cabecera de Tumaco, pero esa travesía cuesta millón y medio de pesos.

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Con esos precios, cultivan coca o se mueren. Tampoco es que existan muchas otras posibilidades. A diferencia de los cultivos tradicionales, los ilícitos tienen su cadena de comercialización segura. Neoparamilitares, ELN y disidencias de Farc se enfrentan por el control del territorio y el narcotráfico. Alrededor de 100.000 pesos de impuesto le pagan los campesinos al grupo de turno por cada kilo vendido. Desde que esta subregión cumple con las condiciones para el desarrollo de la actividad ilegal, el monto nunca se ha dejado de pagar, incluso a las Farc tras el acuerdo de paz. Según supo SEMANA tras una visita con la organización Somos Defensores a la zona, en su momento los excombatientes reunieron a la comunidad y presentaron a alias Sábalo, uno de los mandos de lo que sería un grupo de control que hoy encarna a la disidencia.

El endeble puente que conecta Santa Rosa con Aguas Calientes será reemplazado. Copdiconc debe habilitar el paso en los extremos removiendo todavía parte de la montaña.

En septiembre de 2017, apareció en Policarpa el primer grafiti que pronosticaba lo que sería el reciclaje de la violencia: “Donde hay guerrilla hay paramilitares”. Si no es por una visita oficial, la fuerza pública ni se ve. El último operativo ocurrió hace 20 días cuando las autoridades capturaron diez presuntos integrantes de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). A la par, decenas de campesinos han caído con irrisorios cargamentos de coca o ACPM. “¿Por qué no van contra quienes manejan cantidades industriales?”, se preguntan.

Todo sería más fácil si el Gobierno hubiese tramitado la ley de tratamiento penal diferenciado. Eso tampoco se cumplió. Era el salvavidas para quienes se involucraron en el narcotráfico a causa de la pobreza. En esta zona del sur del país la miseria y el abandono son el fantasma eterno, el que la paz se proponía espantar, pero lo único claro aquí es que la paz fracasó.