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Por su cercanía, Luis Carlos Galán le pidió a Guillermo Alberto González que lo acompañara a Soacha la noche de su asesinato. El grado de un familiar le impidió ir con él.

TESTIMONIO

La reunión de Soacha lo estimulaba

En su libro ‘Los que se asomaron al poder’, el exministro Guillermo Alberto González Mosquera incluye un capítulo sobre su relación con Galán. Estos son algunos apartes.

16 de agosto de 2014

Al día siguiente de la Convención Liberal, comenzó el plan de asesinato contra Galán. En su apartamento se recibieron varias llamadas intimidantes y en los días posteriores, llegaron sufragios a su oficina. Luego ocurrió un hecho muy grave: los hijos del candidato estudiaban en el Colegio Pedagógico y allí, uno de sus compañeros fue secuestrado durante media hora por tres criminales que se lo llevaron en un automóvil. Cuando apareció el joven, entregó un mensaje aterrador de sus captores: “Así como lo habían secuestrado al amigo, podían hacerlo con Juan Manuel Galán”, hijo del líder. (…)
En la mañana de aquel 18 de agosto, por petición de Galán, estuve redactando un documento sobre el sector algodonero que él pensaba utilizar como soporte para una reunión en Codazzi, concertada para la semana siguiente. Al mediodía, hablé telefónicamente con Lucy Páez, su secretaria –y quien también había trabajado como mi secretaria en el Viceministerio de Educación–, para informarle que les llevaría el  texto en la tarde. A las cinco llegué a su despacho y la asistente me informó que Luis Carlos deseaba que lo acompañara al parque de Teusaquillo. Allí, se realizaría una manifestación política donde Alfonso López Caballero –hijo del presidente López Michelsen y director del Movimiento de Renovación Liberal– se uniría a su campaña.
Lo esperé en la reunión de Teusaquillo, donde numerosos entusiastas proferían vítores a los dos líderes, celebrando la unidad del liberalismo. En la sede de López, Galán me dijo que le preocupaba que su anfitrión aún no llegara, porque a las siete de la noche tenía una manifestación en Soacha. Entonces, el candidato empezó su discurso, que interrumpió cuando el director del Movimiento de Renovación Liberal se incorporó al acto político, que terminó hacia las 6:15 de la tarde. 
Cuando terminó la reunión, acompañé a Galán a tomar el automóvil que lo conduciría a Soacha. En el camino le pregunté si había visto las encuestas publicadas el día anterior. En ellas, su favorabilidad sobrepasaba el 70 por ciento “Con esas cifras –le manifesté– estás prácticamente elegido”. “Sí, –me respondió- pero también son preocupantes porque mis enemigos van a acelerar sus esfuerzos para matarme.” Preocupado, me contó que por primera vez le habían asignado un carro blindado para su seguridad. A renglón seguido me invitó a que lo acompañara a Soacha  e insistió en la importancia que para él tenía esa manifestación, organizada por el Concejo Municipal que adhería en pleno a su candidatura.
Galán le concedía especial valor a lo que sucedía en Cundinamarca: allí había construido su fortín político y tenía numerosos amigos en ciudades como Fusagasugá y Girardot. Juan Lozano Ramírez, galanista fervoroso escribió un revelador testimonio tres años después: “A lo largo de la existencia del Nuevo Liberalismo, Cundinamarca había sido uno de sus bastiones electorales y desde 1982, la circunscripción entonces conjunta con Bogotá lo había elegido Senador. La estrategia que Galán había planteado para el departamento comprendía foros en recinto cerrado en las principales cabeceras de provincia, que le permitirían dialogar con dirigentes y militantes”. La reunión de Soacha lo estimulaba. Se trataba de una zona liberal con acelerado crecimiento y con un activismo político cada vez más evidente. (…)
Antes de que se subiera al carro, le manifesté a Luis Carlos Galán que no podía acompañarlo a Soacha: con mi esposa debíamos asistir al grado de un familiar en el centro de Bogotá. Me dijo que él también estaba invitado y que nos veríamos en la noche, cuando finalizara la manifestación. Al despedirnos, golpeé amistosamente su espalda al entrar al carro y le manifesté que estaba bien que llevara el chaleco antibalas, que se le notaba bajo el saco. Hoy recuerdo su cara sonriente, el vestido azul con la corbata roja y la mano despidiéndose desde el interior del automóvil.