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JUSTICIA

La receta antibacrim

El controvertido proyecto de ley para el sometimiento de las bandas criminales podría ser un mecanismo efectivo para desmantelar poderosas y temidas estructuras como el Clan del Golfo.

28 de octubre de 2017

Si fueran auténticas las intenciones manifestadas por los jefes de las bandas delincuenciales más temidas, como el Cartel del Golfo, de abandonar con sus estructuras el crimen y someterse a la ley, no podrían hacerlo. El andamiaje jurídico vigente hace imposible que un grupo numeroso de delincuentes acuda ante un juez, confiese sus crímenes, reciba una sentencia y purgue la pena correspondiente. Ese grupo se encontraría, más bien, ante la incapacidad estatal de tramitar el asunto, y seguramente todo terminaría en lo opuesto a la justicia, la impunidad.

De hecho, ya ha pasado. El mejor ejemplo de la increíble paradoja en la que está Colombia frente a las bandas criminales, que dicen querer desmovilizarse y no pueden, ocurrió a finales de 2011. Entonces el grupo Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo, más conocido como Erpac, con cerca de 500 miembros, decidió entregarse a la Justicia. La organización estaba dispersa en al menos cuatro puntos entre los departamentos de Meta, Guainía y Guaviare. El proceso no quedó bien articulado y esto redundó en disidencias;aun así, 269 integrantes se sometieron, pero de estos, 248 quedaron libres. La razón: el Estado carece de herramientas legales para atender sometimientos colectivos y los abogados defensores aprovechan esos huecos legales. Peor aún, tras el frustrado sometimiento la Fiscalía tuvo que hacer esfuerzos para capturar y judicializar, uno a uno, a cerca de medio millar de integrantes del Erpac. Y todavía en algunos casos el ente investigador trata de vencer en juicio a esos delincuentes.

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El meollo del lío está en que el sistema penal colombiano, ya en sí mismo desbordado, sirve para procesar individuos, no grupos. Ni siquiera el complejo judicial de Paloquemao en Bogotá, el más importante del país, cuenta con una sala para una audiencia con más de 30 procesados, sus defensores y demás intervinientes. Y aunque existiera el lugar, los jueces carecen de las herramientas legales. “Si nos llevan a 50 capturados, no tenemos otra opción que pasar saliva y tratar de hacer esa imposible audiencia. No hay de otra”, dice una jueza de Paloquemao.

Las normas vigentes impiden, por ejemplo, que en esos casos los togados hagan una ruptura del expediente para hacer manejable el proceso. Sin importar el número de detenidos, la Fiscalía debe llevarlos en grupo ante el estrado, presentar toda la documentación y evidencias que sustenten las capturas, y el juez debe analizar y decidir. Todo ello en el término máximo de 36 horas. En muchas oportunidades, aunque los operativos hayan cobrado vidas, los capturados terminan sin ninguna judicialización porque el reloj lo decidió así.

Y ese, el de la legalización de la captura, es el problema menor. Luego viene el proceso como tal. En este deben comparecer a cada una de las audiencias los detenidos con sus respectivos abogados, las víctimas, la Fiscalía, la Procuraduría y, más adelante, los testigos. Alinear a toda esa gente es un imposible y, por ende, al sistema acusatorio los abogados lo llaman el “sistema aplazatorio”. Esto lleva al vencimiento de términos, garantía de impunidad.

“Era necesario un proyecto para viabilizar el sometimiento de las bandas criminales, porque existe la experiencia de que esos grupos quieren entregarse, pero por la insuficiencia actual de la normativa es imposible que esas personas queden capturadas y sean judicializadas de manera efectiva”, sostiene Camilo Burbano, de la Fundación Ideas para la Paz y experto en el tema.

Frente a esa realidad, el gobierno planteó, en el Consejo Superior de Política Criminal, la necesidad de formular un proyecto de ley que ofrezca vías expeditas y eficaces para el sometimiento de las bandas, que además contenga ciertos incentivos, y que a la vez blinde al país frente al accionar o reciclaje de las mismas. Pactada la paz con las Farc y el cese al fuego con el ELN, las bacrim se presentan como la expresión de delincuencia organizada que más afecta la seguridad de las poblaciones con homicidios, secuestros, extorsiones, narcotráfico y minería ilegal. El fenómeno es una amenaza latente para el posconflicto.

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Así que más allá de la pertinencia y la necesidad, los expertos discuten si el proyecto que el gobierno acaba de presentar al Congreso, resuelve todos los desafíos que tiene por delante. La iniciativa trae tres ingredientes esenciales. Contiene una serie de insumos prácticos para hacer viables los sometimientos grupales, una base de garrote aumentado y una pizca de zanahoria. En síntesis, se trata de una estrategia para incentivar, a las buenas o a las malas, a las bacrim para que transiten a la legalidad por una ruta judicial apropiada.

Los primeros cuestionamientos surgieron cuando el ministro de Justicia, Enrique Gil Botero, acudió el miércoles para radicar el proyecto en la Secretaría del Senado. Los críticos sostienen que sería un error “negociar” y dar “tratamiento de actor político” a las bacrim. Eso es verdad. Pero también lo es que la iniciativa no contempla nada ni remotamente parecido a una concertación con tales delincuentes.

El texto propone, en primer lugar, endurecer las penas que deben enfrentar quienes integren o auxilien de alguna manera a las bacrim. Así, aumenta el carcelazo para quienes incurran en concierto para delinquir, delito que pasaría de 3 a 6 años de cárcel, a una pena de entre 4 a 9. Y si esa conducta deriva en graves crímenes que afecten a la población o el patrimonio del Estado, la pena se eleva a entre 8 y 18 años de cárcel además de una multa de 30.000 salarios mínimos.

El delito de constreñimiento al sufragante, que hoy se sanciona con entre 3 y 6 años de prisión, se elevará en una tercera parte cuando lo cometan grupos delictivos. Y expresamente el proyecto agrega un tipo penal para los grupos que “impidan u obstaculicen” la puesta en marcha de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) pactados en el acuerdo final de La Habana. La pena en ese caso sería de entre 4 a 6 años. Hay también una serie de medidas para tratar de romperles el espinazo a los negocios sobre los que cabalgan los grupos criminales y sus colaboradores. Quienes cometan delitos de contrabando de hidrocarburos y derivados, se expondrán a penas de 6 a 12 años de cárcel. También habrá penas y sanciones para quienes asesoren a esos grupos, ya sea en temas contables, técnicos o científicos, siempre que esas tareas contribuyan a los fines ilícitos de la organización.

Por otra parte, el proyecto provee herramientas jurídicas y amplía los plazos para que la Policía, el CTI y los fiscales tengan más margen de maniobra a la hora de investigar, judicializar y tramitar los casos ante los jueces. Se trata de medidas que buscan conjurar el vencimiento de términos que impera hoy en la lucha contra las bacrim.

El segundo gran eje del proyecto diseña condiciones eficaces para recibir en el sistema judicial a los grupos criminales grandes con interés real de someterse. En ese punto hay mucho de pragmatismo y una dosis de zanahoria. En este aspecto ha surgido la polémica por una supuesta negociación o reconocimiento político a las bacrim. Sin embargo, en realidad propone un mecanismo abreviado y ágil para judicializar ciertas bandas, no todas.

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Desde el año pasado, el Ministerio de Defensa adoptó dos categorías para analizar el fenómeno de las bandas criminales, a las que las Farc llaman neoparamilitares. Se habla entonces de grupos armados organizados (GAO) y grupos delincuenciales organizados (GDO). Aunque ambos son bandas delincuenciales que poseen armas y cometen graves crímenes, se diferencian por su ámbito territorial de dominio, su capacidad militar y el nivel de amenaza que significan. El mapa actual de la criminalidad, actualizado a mayo de 2017, reconoce tres GAO. Son el Clan del Golfo, Puntilleros y Los Pelusos, con un total estimado de 3.000 miembros. Así mismo, hay 36 GDO –mucho más que combos de apartamenteros, aunque no alcanzan la dimensión de los anteriores–, con un cúmulo de integrantes estimado entre 3.500 y 7.000. Este mapa es clave a la luz del proyecto de ley, pues el garrote aplica para ambas categorías de grupos, mientras que el mecanismo abreviado de sometimiento y la mínima zanahoria solo afecta a los GAO, justamente por su dimensión.

La fórmula de sometimiento para estos contempla dos grandes momentos. El primero, de “acercamiento colectivo”, estará a cargo del gobierno. Tiene que ver con un espacio en el que el líder o vocero de la bacrim manifiesta la intención grupal de afrontar la ley. A estos se les permitirá marchar a una “zona de reunión” en la que podrán permanecer por un tiempo breve, que el ministro Gil estima en no más de dos meses. Solo dentro de ese perímetro, las órdenes de captura se congelarán mientras el grupo levanta actas con la individualización de cada integrante, y toda la información sobre armamento, bienes, el recuento de sus crímenes y el mapa de todas sus redes de apoyo. Luego deben entregar toda esa información al gobierno.

Tras esto, se inicia el momento de la “judicialización”, a cargo principalmente de la Fiscalía. Esta deberá verificar la información, recaudar el armamento, los bienes y entregar al ICBF a los menores involucrados. Con base en todo esto, los fiscales formularán el “escrito de acusación colectiva” que presentarán ante un juez. Y este se desplazará a la zona de reunión para realizar una primera audiencia de verificación, y máximo diez días después deberá emitir fallo. Las actas de individualización y aceptación de responsabilidad harán las veces de aceptación de cargos, con lo que se acorta considerablemente el proceso.

¿Pero cuáles son realmente las gabelas que incentivarían el sometimiento colectivo de las bacrim? En algún momento se dijo que los miembros de las bandas quedarían blindados frente a un eventual pedido de extradición, pero el proyecto es categórico al respecto: “La sujeción a la justicia en ningún caso impide la extradición de los miembros de los grupos armados organizados”.

Se habla de favorecimientos penales y económicos, pues cada procesado recibirá un descuento del 50 por ciento de la pena impuesta por el juez y el grupo podrá conservar el 5 por ciento de la fortuna que entregue en bienes. La verdad es que esas no son gabelas especiales. En Colombia cualquier delincuente que acepte cargos –y le evite al Estado el largo y costoso juicio– tiene derecho a una rebaja de hasta la mitad de la pena. Así mismo, cualquier malhechor con bienes ilícitos que decida entregarlos en un proceso de extinción de dominio a favor del Estado puede conservar el 5 por ciento de la fortuna, y hasta un máximo de 2.500 salarios mínimos, lo que equivale a cerca de 1.800 millones de pesos.

En rigor, el proyecto de ley en cuestión no ofrece condiciones especiales para los bienes, y simplemente se remite a la norma existente. Pero en el descuento de la pena sí hay una gabela particular. Tiene que ver con que el descuento de la pena por aceptación de cargos no opera cuando se trata de delitos graves como masacres, secuestros, terrorismo o todos aquellos crímenes contra menores de edad (homicidio, violencia sexual, explotación). Los miembros de las bacrim que acepten ese tipo de delitos no perderían la rebaja de hasta el 50 por ciento de la pena. Esa es toda la dosis de zanahoria que ofrece el proyecto en beneficio de los delincuentes.

Todo lo demás, el procedimiento abreviado, las zonas de reunión, el congelamiento temporal de las ordenes de captura, la rebaja de la pena y la preservación de un mínimo de plata para que los involucrados subsistan (1.800 millones divididos en 1.000 hombres son 1,8 millones por cabeza), ya existen o son medidas sensatas para lograr que el Estado, realmente, imparta justicia.

En el fondo de las gabelas que contempla el sistema penal colombiano está la idea de la justicia premial. Esta admite beneficios frente a la pena a cambio de que el procesado evite el desgaste del proceso, cuyo éxito nadie garantiza. En términos coloquiales: es mejor un mal arreglo que un buen pleito. Es una concepción discutible, pero está claro que esa visión no va a comenzar en Colombia con el tratamiento de las bacrim.