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Pelea de niños

Esta vez el pulso nuclear no está en manos de estadistas prudentes y adultos, como en l962 la crisis de los cohetes de Cuba.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
19 de agosto de 2017

maniobras militares a lado y lado de la zona desmilitarizada entre las dos Coreas y truculentas amenazas recíprocas. Un minué diplomático. De cuando en cuando, una vez cada diez años, unos cuantos tiros de fusil casi simbólicos, que no dejaban víctimas. Hoy, al menos en teoría, la agresión mutua está todavía más eficazmente mantenida a raya precisamente por el hecho de que los dos países tienen armas nucleares. Los paraliza a ambos el principio de la disuasión, el equilibrio del terror que ha permitido que tales armas no hayan sido usadas por nadie desde la primera demostración de su apocalíptico poder: la destrucción de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki por las bombas atómicas norteamericanas en 1945. Las armas atómicas no se pueden usar porque garantizan una excesiva destrucción mutua.

Y entonces ¿para qué sirven? El general Charles de Gaulle, impulsor del programa nuclear francés, explicaba con burlona franqueza la necesidad que tenía su país de contar con una costosísima “force de frappe” cuya utilidad no era militar, sino política y diplomática: “Para que Francia sea invitada a las conferencias de desarme”.

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Pero lo malo es que ni Trump ni Kim entienden de política ni de diplomacia. Como dice cada cual del otro, con razón, no conocen sino el lenguaje de la fuerza bruta.

Desde que terminó con el espectáculo pavoroso de Hiroshima y Nagasaki la Segunda Guerra Mundial, las potencias nucleares no han mantenido guerras entre ellas. Han sido, en orden de aparición, los Estados Unidos, Rusia, el Reino Unido, Francia y la China: los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas; y luego la India, Pakistán e Israel (a escondidas); y finalmente Corea del Norte. Ni siquiera dos países de odios tan profundos y gobiernos tan volátiles como la India y Pakistán se han atrevido a usarlas en sus escaramuzas fronterizas. Ni siquiera Israel, acosado y cercado por sus vecinos enemigos, ha caído en la tentación de castigar con ellas a los más peligrosos, primero Egipto, y luego Siria, y luego Irak, y actualmente Irán. Pero es en buena parte porque estos saben que Israel las tiene que tampoco se atreven a atacarlo de frente. Y es esa misma posesión de ‘la bomba’ la que, hasta ahora al menos, le ha garantizado a Corea del Norte su invulnerabilidad, más que su infantería de un millón de soldados y su artillería pesada capaz de aniquilar en una semana la ciudad de Seúl, capital de Corea del Sur, con sus 10 millones de habitantes. Los Estados Unidos y sus aliados han podido invadir y destruir impunemente en los últimos años a Afganistán, a Irak, a Libia, a Siria, porque no podía haber respuesta (salvo la del terrorismo de Estado Islámico). Con Corea del Norte la cosa cambia: tiene armas atómicas.

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Pocas, es cierto. Se le calculan apenas tres o cuatro docenas frente a las 15.000 o 20.000 que guardan (después de varios acuerdos de reducción) los Estados Unidos. Pero sus recientes logros en la construcción de cohetes de largo alcance y en la miniaturización de sus cabezas nucleares le permiten si es atacada tomar represalias. Corea del Norte podría lanzar medio centenar de cargas de destrucción atómica no solo a las bases militares norteamericanas en Corea del Sur, que son 83, y a las 122 instaladas en el Japón, que suman más de 50.000 hombres y mujeres, sino a Hawái y a las ciudades de la costa oeste de los Estados Unidos. Y, por supuesto, a la islita de Guam en la mitad del océano Pacífico, específicamente señalada en estos días como posible blanco de un ataque preventivo por los generales de Kim Jong-un.

Absurdo. Suicida. Y en consecuencia imposible. Pero esta vez el pulso nuclear no está en manos de estadistas prudentes y adultos, como en l962 la crisis de los cohetes de Cuba estuvo en manos de John Kennedy y de Nikita Krushchev, fanfarrones pero sensatos (y Fidel Castro, aunque insensato, no contaba para nada porque los cohetes no eran suyos). Esta vez lo malo está, repito, en que los dos adversarios son dos niños en la edad desagradable en que a los niños les gusta romper los juguetes.

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NOTA SOBRE OTRA COSA:
Me escribe el senador Jorge Enrique Robledo reprochándome que le pida yo al Polo que no tenga candidato propio a la Presidencia de la República. No. Lo que hice en mi artículo de la semana pasada fue pedirle a Robledo que no sea él ese candidato. Para que el Polo, y las ideas de la izquierda, no pierdan a un magnífico vocero en el Parlamento, que es él, a cambio de un mal candidato presidencial, que también es él.

Escribí eso porque así lo pienso. Y no, como sospechan los buenos consejeros del senador Robledo, porque me lo hayan dictado “mis malos consejeros del curubito del santismo”. 

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