Carruseles, huecos y fondos

A raíz del fallo de tutela que permitió la entrada de nuevos buses a Bogotá, Juan Pablo Bocarejo reflexiona sobre los absurdos del transporte citadino

Semana
29 de abril de 2006

Por más de 15 años, cinco administraciones distritales han tratado de construir un dique que frene la entrada de microbuses, busetas, colectivos y busetones, de manera legal a las calles bogotanas: congelación del parque automotor, chatarrización de buses viejos por la entrada de los vehículos articulados de Transmilenio, límites de edad; recientemente, la acertada decisión de reducir de manera importante la capacidad transportadora de las empresas y la no tan acertada, de volver a cobrar a los usuarios por un nuevo fondo de “chatarrización”. Desafortunadamente para Bogotá, un reciente fallo de tutela ha vuelto a abrir un hueco que permite la entrada de nuevos vehículos de transporte público. La posibilidad de que entren nuevos microbuses, además legalmente, en un sistema de transporte que no los requiere y que está en plena modernización, es lamentable. Gana el dueño del hueco, especialista en abrir troneras a punta de tutelas y jueces, quien cobra a las empresas de transporte por utilizarlo. Ganan las empresas afiliadoras que cobran a los pequeños inversionistas por la posibilidad de entrar en el negocio y que por lo tanto, no dependen del costo de la gasolina, ni del número de pasajeros movilizados. Eventualmente, el pequeño inversionista no pierde tanto: aunque nunca recuperará la inversión inicial, después de 20 años, habrá tenido un flujo de fondos que le permitió vivir. Los que más pierden son el usuario y la ciudad. El usuario bogotano absorbe la ineficiencia del sistema pagando más. Según las normas legales del Ministerio de Transporte, el usuario debe pagar una tarifa que cubra lo que cuesta producir el servicio, más una utilidad, más un fondo para la reposición. Producir un servicio con múltiples rutas paralelas por los principales ejes, en el cual circulan los buses semivacíos todo el día, con una sobreoferta cercana al 50%, es muy costoso. El usuario paga, entonces, por la incapacidad de la autoridad de transporte para generar un sistema eficiente y por su incapacidad para controlar a lo largo de una década el crecimiento del parque automotor; así mismo, por la ineficiente organización del gremio transportador, que no logró autoregularse. Lo nuevo es que además de pagar miles de millones de pesos en ineficiencia por una mala calidad de servicio, el usuario ahora debe pagar también una suma adicional destinada a un fondo para la chatarrización, fondo mal llamado de calidad. Las autoridades esperaban que ese fondo hubiera sido alimentado por los transportadores, pero estos consideran que el pago diario del usuario no alcanzaba para eso. Resultado, miles de millones de pesos parecen haberse refundido. La chatarrización no era un costo adicional de producción para el transporte colectivo, que sí lo es para el transporte masivo como Transmilenio. El usuario no tenía por qué pagar más para que propietarios de buses viejos chatarrizaran vehículos que ya habían cumplido su vida útil. Es más, la chatarrización generaba unos pesos adicionales al propietario del bus. El fondo -desde su concepción- era absurdo. Sin embargo, eso no significa que el usuario no lo haya pagado, o no haya creído pagarlo, aunque la creación de ese fondo posiblemente sea anulada. Si es del caso, esa plata tocaría devolvérsela a los usuarios más pobres, los que pagaron para un fondo sin fondos. Desafortunadamente, quedan por ahí más fondos pagados por los usuarios. En particular un fondo para reponer vehículos de transporte público viejos que no se necesitan al entrar en operación los sistemas de transporte masivo. La ciudad, como se ha insistido tanto, pierde al ver sus calles más congestionadas, sus vías más deterioradas y su aire terriblemente contaminado. Sin embargo, hay una pregunta más de fondo para la sociedad colombiana: ¿Por qué hay una presión tan grande detrás del dique de contención de los microbuses? Esta presión refleja la falta de oportunidades de inversión, la falta de capacitación y asesoría a los pequeños inversionistas, la gran debilidad para construir un aparato productivo generador de riqueza y no de pérdidas para la ciudad. Si las sumas colosales invertidas en pagar huecos, afiliadoras, buses innecesarios y gasolina se hubieran empleado en otros sectores, el beneficio económico habría sido significativo. A pesar de las múltiples dificultades que genera y de no ser un negocio rentable a largo plazo, invertir en un microbús o en un taxi es la única alternativa que creen tener muchos. Los países desarrollados dan “línea” a los inversionistas privados y microempresarios, promoviendo la especialización en cierto tipo de sectores: exenciones tributarias, capacitación, acceso a créditos y mucha información sobre las nuevas posibilidades. Los esfuerzos que hace el Estado colombiano en estos aspectos debe ser reforzado. Seguir desperdiciando recursos financieros y humanos de esta manera no nos permite crecer. bocajp29@hotmail.com

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