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Métanme al calabozo por una torta de amapola

Cayó el profesor Llinás, de quien las autoridades habían escuchado que era una pepa; el padre Linero, a quien capturaron mientras leía Juventud en éxtasis; al caricaturista Matador, por su humor ácido.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
13 de octubre de 2018

Esta semana caí en una batida policial y terminé en el calabozo. Sucedió cuando salía de la pastelería Cascabel, con una torta de amapola en la mano. Sin darme tiempo a nada, dos agentes me requisaron y me incautaron la torta. Me subieron a rastras a la patrulla. Esa mañana había leído las declaraciones del coronel Raúl Vera en las que advertía que iban a incautar pomadas de marihuana: “Vamos a incautar esas pomadas y expediremos comparendos; los elementos incautados serán destruidos; los controles van a quienes comercializan, no a quienes compran”, dijo, literalmente. Ante el éxito de la medida, imaginé que ahora perseguían todo tipo de derivados de la droga: aun postres.

Aduje que mi torta era eso, una torta, y no una pomada, pero no me quisieron oír. En la patrulla me encontré con otros portadores de torta, dentro de los cuales reconocí a Sergio Fernández, un líder juvenil del Polo. Se justificó diciendo a los agentes que era diabético, como podían certificarlo sus papás; pero los policías no le creyeron.

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Nunca había pasado la noche en un calabozo. Me sorprendió la presencia de un grupo de abuelos, a los que busqué conversación.

–¿Y usted por qué está acá? –pregunté al más silencioso.

–Caí por una pomada de marihuana para el reumatismo.

–¿Pero no se supone que solo arrestan a los que la venden?

–Pero no pude demostrar que no la estaba vendiendo.

–Lo que pasa es que la presentación de esa pomada excedía los límites de la dosis personal –agregó el otro–: ha debido comprar el pote chiquito.

Comenzaban a discutir entre ellos, hasta que un sargento abrió la reja para encerrar a un señor de unos 50 años: caía por vender perico. Tenía una venta de mascotas y pájaros en la Caracas.

El calabozo se comenzó a poblar. Llegaban señoras con mal de altura, enfermos terminales de cáncer a quienes les decomisaban sus gotas paliativas. A uno de ellos le doblaban el brazo entre dos agentes para que dijera dónde las había comprado.

–¿Cuál es su jíbaro? –le gritaban–: ¡confiese en qué olla compra estas porquerías!

–Se llama Santiago Rojas –reconocía adolorido–, y el sitio se llama Quanta.

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Desde las rejas observé la forma en que traían a mi colega Vanessa de la Torre. Dada su fama, querían convertir su caso en un asunto ejemplarizante. La humillaban obligándola a posar –las manos esposadas, la mirada clavada en el piso– ante un pabellón de fotógrafos, mientras exhibían frente a ella, en una mesita, la coca con que la pillaron al aire devorando su almuerzo: la acusaban de portar coca.

Se diría que estábamos ante una cacería de brujas, pero sería exagerado. Al menos no estaba María Fernanda Cabal como para aseverar semejante cosa. Éramos, como decía un cabo, eslabones del negocio de las drogas que, no por ser pequeños, teníamos licencia para delinquir: rastrojos menores que las autoridades debían enfrentar, antes de que nos volviéramos maleza.

En determinado momento ingresaron a las malas a la compositora Adriana Lucía. De la voz de un sargento, alcancé a oír los cargos por los cuales había caído, pobre:

–Acá la señorita se encontraba armando un porro: ya tenía el coro.

Más tarde metieron al abogado Ramiro Bejarano, a quien capturaron en flagrancia mientras le armaba una moña a su nieta. Aclaró que era del pelo, y alegó vicios de forma. Pero lo llamaron vicioso, y no le creyeron. Cayó preso el profesor Rodolfo Llinás, de quien las autoridades habían escuchado que era una pepa; Navarro Wolff, a quien agarraron con una pata; el padre Linero, a quien capturaron mientras leía Juventud en éxtasis (no por la parte de la juventud, sino por la del éxtasis); el caricaturista Matador, arrestado por su humor ácido (arrestado por ambas cosas: por el humor y por el ácido, aunque también le encontraron un kilo de hongos. En los pies).

Procuraba darme ánimo: al menos no estamos en la cárcel de Cartagena, pensaba. El alcalde de Cartagena se llama Pedrito, así como suena. Cuando sus papás están cariñosos, lo llaman por su apodo: Pedro. Cuando están bravos, por su nombre completo: “Pedrito, venga para acá”. En la cárcel de Cartagena, digo, estaría la Madame y habría fila de funcionarios tomándose fotos con ella. Es una cárcel muy dura. O La Picota: por fortuna no hay cupo en La Picota porque su director cayó preso y ocupó la última celda disponible.

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A mediados de la semana, el calabozo se llenó de estudiantes. Por declaraciones del ministro de Defensa, se sabía que, en general, toda protesta social puede ser infiltrada por criminales, y los policías habían decidido prevenir en lugar de lamentar. Los estudiantes habían marchado para que la educación tuviera mayor presupuesto, y pudieran educarse de verdad y soñar en grande: llegar a ser presidentes del Senado, por ejemplo, y obtener la Cruz de Boyacá. Pero muchos de ellos tenían tatuajes y resultaban sospechosos.

Me soltaron a los cinco días con dos abuelos enfermos, a quienes invité a comer en la noche para celebrar nuestra libertad. Entraron al apartamento de manera clandestina. De postre nos comimos una gran torta de amapola que por poco nos provoca una sobredosis. Habríamos terminado en Diabéticos Anónimos.

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