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Un día con Andrés Orozco, el colombiano que ha llegado más alto en la música clásica

Andrés Orozco, el recién nombrado director de la Sinfónica de Viena, volvió a Medellín, donde realizó un conmovedor concierto. SEMANA lo acompañó antes y durante este significativo reencuentro.

5 de mayo de 2018

Alas diez de la mañana del viernes 27 de abril, el director de la Orquesta Sinfónica de Viena, Andrés Orozco, cruzó la tarima del Teatro Metropolitano de Medellín donde lo esperaban los 62 músicos de la Orquesta Filarmónica de Medellín. Vestía camisa de cuadros azules, bluyín, tenis negros y llevaba bajo el brazo un libro con las partituras de Un réquiem alemán, obra de Johannes Brahms. Saludó de mano al primer violín y director asistente de la Filarmónica, Gonzalo Ospina, y les dijo a los músicos: “Vamos a tocar el ‘Réquiem’ de Brahms y es raro, no sabía si era la obra adecuada porque es una oda a los que se van, a los que parten, pero también quiero transmitir aquí una oda a los que se quedan después de la guerra”.

En la ciudad de las víctimas, para la ciudad de las víctimas, Andrés Orozco decidió dirigir una obra sobre la muerte, un réquiem. No era solo un concierto, era una idea. Aunque se trataba de una celebración –de los 35 años del teatro y de su nombramiento de director de la Sinfónica de Viena, cargo que asumirá en 2021–, Orozco quiso poner el dedo en la llaga. Dos días después, antes del concierto, dijo: “Mi idea era hacer una combinación de temas: la reconciliación con uno mismo, con la historia y, al final, hacer un homenaje a los que se han ido”.

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El ensayo empezó con el segundo movimiento, compás 331. Orozco movió las hojas de un golpe, como si conociera de memoria los momentos de la obra, y después de mover la batuta, empezó con un crescendo de violas. De repente, pidió interpretar el primer movimiento para recordar la acústica del teatro, el viaje de los sonidos. Ese reconocimiento rápido del lugar terminaría por trocarlo todo: la posición de las arpas, de los violonchelos, de las maderas, y en el concierto ese movimiento de cuerpos redundaría en un sonido de bestia desbocada, en una orquesta viva que parecía querer romper los cercos de la música.

Todo duró tres días; para una hora y media de concierto se necesitaron tres días de labores: de repetir movimientos, de volver a los compases tantas veces, de decirles a los violines que en el tercer movimiento había que hacer un trémolo muy compacto y que en el cuarto las violas debían entrar –en ese pequeño corte en corcheas– en síncopa, adelantándose al compás marcado en la barra de la partitura. Andrés Orozco era la imagen de la música, el único decodificador, y como Dios que escudriña los corazones de los hombres, él escudriñaba los corazones de los músicos, de los instrumentos, y días después de los espectadores. Un director es, sobre todo, un intérprete que mete la mano en el lenguaje de las partituras para mostrarles a los músicos códigos desconocidos.

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“La trayectoria de esta obra es pasar por todos los estados del alma, desde el momento en que alguien muere y pasa al más allá, que uno inclusive hasta se alegra porque está en un mejor mundo, pero luego uno empieza a entrar en la tristeza de la ausencia y uno se pregunta: ¿ahora qué hago, cómo me quedo, cómo sufro, cómo salgo adelante? Luego viene el consuelo y al final queda una de las frases finales del coro: el trabajo, lo que uno hace en vida es lo que nos lleva a trascender”, dijo Andrés la tarde antes del concierto.

La vocación de director en Orozco –criado en el barrio Manrique de Medellín– tiene una fecha de comienzo: el 22 de septiembre de 1991, en la plaza de Bolívar de Bogotá, con una orquesta conformada por 254 niños de 10 departamentos que inauguraba así el programa Batuta de la Presidencia de la República. Ese día, el destino de Andrés Orozco se abrió porque se enfermó su profesora Cecilia Espinosa y él tuvo que dirigir esa orquesta sinfónica de niños. Tenía 15 años.

Cuando tenía 3 años, un tío ensayaba su chirimía y él demostraba un talento evidente: tocaba tambores con musicalidad, ritmo y alegría. Reconocía algunos patrones rítmicos, dice su madre, Nora Estrada: “Andrés tocaba muy bien los instrumentos de percusión. En ese año empezó el nuevo colegio Instituto Musical Diego Echavarría (Imde) y pensé que sería bueno que Andrés estudiara allá. Pasó las pruebas musicales e inició todo su estudio académico-musical en el instituto”, dice su madre.

El Diego Echavarría abrió sus puertas en 1982 con un grupo muy pequeño de estudiantes, todos menores de 5 años. El propósito principal era educarlos con un currículum en el que la música atravesara todas las materias. Ya en 1987 el plan de música se hizo más estricto y con una fuerte formación hacia la música clásica, recuerda Inés Giraldo, rectora. La maestra Cecilia Espinosa, hoy directora de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Eafit y creadora de su carrera de Música a finales de los años noventa, le enseñó a Orozco desde temprana edad la música clásica, el piano, el violín, la dirección.

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“Cuando Andrés tenía 5 o 6 años, empezó a estudiar y su formación musical tuvo que ver conmigo. Más adelante, formamos la orquesta y se desarrolló ese interés de Andrés por la dirección. Cuando le di la oportunidad de dirigir en Bogotá, fue como un bautismo, pero ya en clase yo le había dado algunas palomitas. Tuvimos una obra que se llamó ‘El país pequeñito de los sueños perdidos’ y la presentamos en el Teatro Metropolitano dos noches; él dirigió una función y yo otra”, dice Espinosa, quien recuerda que cuando los muchachos se embotaban y no procesaban la música, salía a jugar fútbol con ellos en el patio del colegio. De esa generación que estudió con Andrés, cuatro amigos estudiaron música en la Javeriana, cuatro viajaron a Viena, todos músicos y académicos reconocidos en Europa actualmente. Andrés Orozco se encuentra hoy en una cima difícil: la cima de la música clásica.

Después de un concierto lleno de sensibilidad, en el que entre movimiento y movimiento se proyectaban imágenes en blanco y negro de cuerpos para terminar con imágenes de víctimas, Andrés Orozco rompió a llorar por la obra, por el aplauso fuerte, por el reconocimiento de la Alcaldía, de la ciudad, de las almas que él había buscado tocar con su música. Orozco no pudo terminar de hablar, se retiró y tras bambalinas lo esperaban músicos, amigos, familiares que lo abrazaban sin explicación aparente.

Dos horas antes, para la única entrevista que dio en esos días, que tomó cinco minutos, dijo: “Parte del experimento con esta obra es tomar las emociones porque esto lo estamos haciendo con las almas nuestras, con la emoción. Y la música está sonando, además, bellísima, gracias a que todos estamos entregados y conectados, haciendo muy buena música, inspirados”. Hace unos años, la prensa austriaca, después de un concierto en el que la Orquesta Sinfónica de Viena interpretó la Cuarta sinfonía de Bruckner bajo la dirección de Orozco, lo llamó el ‘milagro de Viena’. En el concierto, tras el Réquiem, Colombia conoció el milagro.