Home

Cultura

Artículo

Parodiando la realidad de la salud en Colombia, Jaime Ávila llena de ratas de terciopelo con ojos rojos uno de los pisos del hospital

Estado de coma

Un hospital abandonado es el escenario de ‘Sin remedio’, la más reciente exposición de la galería Alcuadrado. Una muestra que señala los problemas más arraigados de Colombia. Por Diego Garzón*

13 de septiembre de 2008

La exposición Sin remedio no está exhibida en un museo o en una galería. Está en un hospital abandonado, en la antigua clínica Santa Rosa –en el Centro Administrativo Nacional (CAN), de Bogotá–, a donde llegó en 1989 el cadáver de José Antequera, líder de la Unión Patriótica, y donde atendieron a Ernesto Samper, entonces precandidato a la Presidencia, luego del atentado que sufrieron ambos en el aeropuerto El Dorado. Sin remedio está exhibida en uno de los tantos hospitales que han cerrado sus puertas a miles de usuarios por culpa del despilfarro, la politiquería y la corrupción, y por eso su sola imagen es estremecedora. No sólo por su deteriorada fachada sino por su interior: ruinas, abandono, todo tipo de aparatos médicos ya inservibles, pasillos que nadie recorre y donde el polvo parece ser su único habitante.

Esa imagen del hospital es la gran protagonista de la exposición. A partir de ahí, las obras de arte complementan el lugar o reafirman lo que parece “sin remedio”, mirando, de paso, las causas que produjeron esta desazón que representa un edificio inútil. Y la ironía con la que se enfrenta el espectador, una vez adentro, es un buen comienzo: el artista Wilfredo Prieto extiende un tapete rojo tal como el que pisan las celebridades cuando ingresan a un gran escenario o a un espectáculo, solo que aquí el show es de otro tipo, y al final de esa alfombra sólo hay un cuarto de “máquinas”, de tanques de agua que, seguramente, en algún momento sirvieron para algo. Jaime Ávila dispone en el piso de varias ratas de terciopelo (un material aparentemente fino) que miran con ojos rojos mientras iluminan el oscuro rincón donde se encuentran. Ratas que sobresalen en la desolación del espacio pero que, por qué no, podrían aludir a los culpables de que todo esté como esté.

Un video de María Elvira Escallón, proyectado sobre una de las paredes, va mostrando cómo alguien que no se ve, a través de los golpes de un martillo o un mazo (que tampoco se ve pero que se oye golpear la pared que se va deshaciendo), va inscribiendo la frase que se conjuga muy bien con el espacio: “Polvo eres”. Miguel Ángel Rojas, en un video, hace el seguimiento de una mano cubierta por un guante blanco que sostiene un lápiz, mientras ese lápiz va uniendo gotas de sangre que hay en el asfalto de una calle cualquiera de Bogotá. Es la reconstrucción de un recorrido de una historia desconocida, pero que dejó como evidencia esos rastros de sangre.

El propio Rojas en otro video, que se reproduce en un monitor pequeño justo a la entrada de una puerta cualquiera del lugar, registra otro recorrido, esta vez el de un niño que anda en un pequeño triciclo por esos espacios abandonados y que aluden al hospital infantil Lorencita Villegas de Santos, que también vivió una suerte similar. La obra Ambulatorio, de Óscar Muñoz, es una serie de fotografías aéreas de Cali dispuestas dentro de moldes de vidrio que el espectador puede pisar. El vidrio ‘craqueado’ distorsiona la panorámica de esta ciudad abatida por la corrupción y la inseguridad. Juan Fernando Herrán presenta tres fotografías que sirven de registro de espacios urbanos que intentaron formarse y asentarse pero sin ninguna lógica e infructuosamente: unas escaleras que no parecen ir a ningún lugar en medio de un monte, o casas que se comenzaron a construir pero que nunca fueron terminadas.

Mariangela Méndez, curadora de la muestra, advierte en el texto introductorio de la exposición: “Una muestra en este espacio se podría ver como un exceso y el exceso es redundancia, pues lo que ya está dicho, está ya dicho; pero las obras de arte en esta exhibición, a riesgo de volverse sólo un eco del hospital, una queja, apelan a la repetición, a la duplicación, a estrategias de retorno y a la superposición, para crear un volumen y darle densidad al problema. Sumando capas hasta volver el problema lo suficientemente visible, como para que sea posible pensar en el cambio, o en una nueva salida”. Sin embargo, hay obras que parecen no conseguir este cometido. Una cáscara de plátano sobre algo de grasa y jabón, todo sobre el piso, hace pecar de obvio a Prieto; el video de Néstor Gutiérrez que enfoca, durante varios minutos, en primer plano la cara del Cristo que domina el famoso cerro del Corcovado en Río de Janeiro, busca involucrar a la fuerza el tema de la fe pero se queda a medias. Lo mismo ocurre con la obra de Alberto Baraya, una réplica de un árbol de caucho en látex (parte de la propuesta que presentó en la Bienal de Sao Paulo) y que intenta señalar una historia de violencia en torno a estos árboles y que tal vez en otro contexto hubiera funcionado mejor; o también el hecho de que María Elvira Escallón pintara de rojo las escaleras –del primer al cuarto piso– por ser “un lugar de circulación”.

Dentro de esa intención de la curadora de “volver el problema lo suficientemente visible”, Escallón es mucho más eficaz cuando dispone de muchos elementos médicos abandonados, amontonados, detrás de vidrios, a manera de vitrina, donde el espectador obligatoriamente termina viendo una vez más, pero de manera contundente, los residuos de lo que quedó. Lo mismo con sus registros de las camas del hospital San Juan de Dios, ya vacías, como si apenas estuvieran despidiéndose de los últimos pacientes, y que se titulan Estado de coma.

La ironía con la que comienza la exposición se repite al final con un video de Francois Bucher en el que Ernesto Samper relee un discurso que pronunció en 1986 y que fue elogiado en su momento por la claridad con la que expuso sus puntos de vista sobre la legalización de las drogas. Esas palabras conservan una vigencia impresionante detrás de un problema que, al final, es el generador de muchísimos más. Samper, como se dijo al comienzo, estuvo en esta clínica luego de un atentado. Lo mismo ocurre con el performance de María José Arjona, quien pintó las paredes de rojo con burbujas de jabón y colorante, como si la sangre se escurriera a través de esas desgastadas baldosas. Ella misma, esta semana, las limpiará de nuevo como parte de su acción.
La exposición no da respuesta ni una solución a todo lo que señala –el arte no está para eso– pero sí consigue cuestionar los vicios que siguen aquejando a la sociedad. Y ese hospital, finalmente, es una víctima más de todo esto.

* Editor de SoHo