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Hoy, con 54 años Nando Parrado se dedica a la producción de televisión y a dictar conferencias sobre su experiencia

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Memorias de un sobreviviente

Fue lanzado 'Milagro en los Andes', el libro de Nando Parrado en el que narra cómo vio morir a su mamá y a su hermana y debió comer carne humana para sobrevivir. SEMANA habló con él.

22 de julio de 2006

A Fernando, 'Nando', Parrado lo salvó el amor: el que sentía por sus amigos, su familia y por la vida que quería vivir. Así lo relata, en su libro Milagro en los Andes, 34 años después del accidente de octubre de 1972 cuando el avión en el que viajaba se estrelló en los Andes. En él iban 45 personas, en su mayoría jóvenes integrantes de un equipo uruguayo de rugby, como él, que jugarían un partido en Chile. Murieron 29, entre ellas su mamá y su hermana, a las que había invitado. La historia ha inspirado documentales, el best seller Viven y una película con el mismo nombre. Nando, quien decidió escribir su experiencia íntima, habló con SEMANA de sus 72 días en la montaña y de su largo regreso a casa.

SEMANA: Su libro se llama 'Milagro en los Andes'. Cuando se refiere a milagro, ¿la palabra tiene para usted un sentido religioso?

Nando Parrado: La palabra engloba muchas de las cosas que pasaron. Una suerte magnífica, más allá de lo normal, es un milagro, como el hecho de sobrevivir a un accidente de un avión que vuela a velocidad de crucero y se estrella contra una montaña, se cae por la ladera y choca contra un glaciar. Luego sobrevivir a una avalancha es otro milagro, así como superar 72 días y noches a temperaturas de menos 35 grados.

SEMANA: De toda su experiencia ¿cuál fue el momento más difícil que tuvo que afrontar?

N. P.: Quizá cuando escuchamos en la radio del Fairchild que nos habían abandonado, que habían suspendido la búsqueda. Pero no todos los sobrevivientes tuvimos la misma historia. Muchos no perdieron nada en los Andes, simplemente pasaron una terrible experiencia, porque en el momento en que llegaron al hospital recuperaron sus vidas. Yo, en cambio, perdí a mi mamá, a mi hermana y a mis amigos, me fracturé la cabeza, me sepultó una avalancha, crucé los Andes en busca de ayuda y regresé al sitio del accidente con los helicópteros de rescate, en medio de una fuerte ventisca. Cuando todo terminó, mi vida estaba destruida, me tocó rehacerla. Mi cordillera empezó después.

SEMANA: ¿Pensó que no había salida?

N.P.: Los momentos de desesperanza fueron permanentes, 72 días y 72 noches. Hasta el último segundo pensé que no iba a salir de ahí.

SEMANA: En sus conferencias cuenta cómo en esas condiciones es necesario acudir a la creatividad. ¿Algunos ejemplos?

N.P.: El instinto te impulsa a sobrevivir de alguna manera. Por ejemplo, es imposible comprender la enorme sed que padecimos en medio de tanto hielo. Porque en realidad es un desierto como el Sahara. Hay agua, pero está congelada, y uno se deshidrata cinco veces más rápidamente que a nivel del mar. Los labios se resecan y sangran del frío y ponerse un poco de nieve es una tortura, la lengua se hincha. Inventamos una máquina para hacer agua con láminas de los asientos, pero sólo funcionaba cuando hacía sol, y nos tocaban dos buches diarios. Hicimos lentes para combatir el reflejo, zapatos para caminar en la nieve hechos de maletas. Aprendí a tomar decisiones rápidamente. En esas circunstancias, el que piensa mucho puede morir.

SEMANA: Roberto Canessa, uno de sus compañeros de travesía, dijo alguna vez que uno de los momentos más duros fue elegir sobrevivir a costa de lo que fuera. Relató que crearon un código ético respecto a la decisión que tomaron: "Si yo me muero, tú me comes, y dile a mi mamá que yo vivo en ti. Si tú te mueres, yo te como. Y si me muero y no me comes, voy a venir del más allá a patearte el culo". ¿Su actitud frente a ese dilema fue igual?

N. P.: Creo que fui el primero en decirle a uno de mis compañeros que era la única forma de sobrevivir. Para mí era como saber que uno más uno es dos. Había que hacerlo. No hay dilema moral en esas condiciones. Existe sólo para el que lee la situación desde afuera. Éramos tan jóvenes y formamos una sociedad tan avanzada, que logramos lo que hoy día se hace, pero más de 30 años atrás. ¿Cuánta gente no firma documentos para donar sus órganos al morir y dar vida a otros? Yo veo lo que hicimos como un acto hermoso, casi sagrado.

SEMANA: ¿Fue muy difícil llevarse a la boca el primer pedazo?

N. P.: Yo no estaba preocupado por el sabor, ni la impresión, pensaba más en la sed. Simplemente la carne se sentía muy fría.

SEMANA: ¿Tenían más códigos como no saber a quién pertenecía?

N. P.: Al principio sólo unos compañeros se encargaban de darnos la carne y no sabíamos de quién venía. Después sí lo supimos.

SEMANA: ¿Hubo oposición a la medida?

N. P.: Para algunos fue más difícil dar ese paso, pero las circunstancias obligaban a hacerlo. "Es tu problema, si no comes, te vas a morir", les decíamos. No había argumento más poderoso.

SEMANA: ¿Los familiares de los que murieron entendieron ese código ético?

N. P.: Por supuesto, porque muchos de sus hijos fueron parte del pacto.

SEMANA: Suele decir que su padre fue su fuerza en la montaña...

N. P.: No tenía ni madre ni hermana. Tenía que volver a mi padre. Él se estaba volviendo loco, había perdido la mayor parte de su familia en un segundo. Verme de nuevo fue como recuperar algo que creía perdido para siempre. Me dijo: "Muchas gracias por haber vuelto".

SEMANA: Usted y Canessa fueron los que se arriesgaron a dejar el fuselaje en busca de ayuda. ¿Cómo fue esa odisea?

N. P.: Fue una de las travesías épicas más grandes en la historia del ser humano. Sólo Roberto y yo sabemos lo que vivimos en esos 10 días. Nunca pensé que pudiéramos sobrevivir esa distancia, la nieve, el terreno, la naturaleza. Fueron unos 70 kilómetros, una altura de unos 6.000 metros, con precipicios y glaciares.

SEMANA: ¿En qué momento se sintieron salvados?

N. P.: Estábamos al límite del límite y encontramos un campesino chileno al otro lado de un río de unos 25 metros de ancho. Él se daba cuenta de que algo le gritábamos, pero no podía entendernos por el ruido del agua. Por eso nos lanzó un papel y un lápiz amarrados a una piedra. Yo le escribí un mensaje: "Vengo de un avión que cayó en la montaña. Soy uruguayo. Llevamos 10 días caminando. Tengo a un amigo allí arriba que está herido. En el avión hay todavía 14 heridos. Tenemos que salir de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo van a rescatarnos? Por favor. Ni siquiera podemos caminar. ¿dónde estamos?".

SEMANA: ¿Fue difícil volver a la normalidad?

N. P.: Para mí fue mucho más fácil volver a la normalidad que caerme en los Andes. En el momento en que salí de allí nunca miré hacia atrás, siempre hacia adelante. Nunca fui a un sicólogo ni nada por el estilo. Toca seguir con la vida. ¿Cuánto dura un duelo? Un año, cinco, 25? Eso depende de cada uno, yo sé que no puedo modificar el pasado. Extraño a mi madre, a mi hermana y a mis amigos, pero los recuerdo con cariño, no con dolor.

SEMANA: Si pudiera cambiar algo de su vida, ¿borraría esta experiencia?

N. P.: No sé si me ha hecho mejor o peor de lo que era, sólo sé que es parte de mi equipaje de vida. Ojalá no hubiera pasado por eso, pero también tengo claro que de no ser por el accidente, no tendría la vida que tengo. Después de que volví a vivir pensé que tenía que hacer lo que más me gustaba. Por eso me fui a correr autos a Europa y allá conocí a mi esposa, con la que llevo 27 años de matrimonio. Por eso creo que dejaría mi vida tal como ha sido.

SEMANA: Ahora que comparte las enseñanzas de lo vivido por medio de conferencias, ¿cuál es la gran lección?

N. P.: Todos vivimos nuestro propio Andes. Recuerdo a una mujer que luego de escucharme se me acercó y, en medio de su dolor, me contó que unos años atrás, saliendo de su garaje no se había dado cuenta de que su pequeña hija estaba detrás del carro. La atropelló y murió. Nunca olvidaré sus palabras: "Ahora me doy cuenta de que sí hay vida después de la tragedia y tengo que sacar fuerzas para vivir por mis otros hijos y mi esposo".

SEMANA: ¿Continúa la relación con los 15 sobrevivientes?

N. P.: Nos vemos muy seguido, somos como una hermandad porque la mayoría éramos amigos antes del accidente.

SEMANA: ¿Visitan el lugar del accidente?

N. P.: He ido 11 veces al lugar de la tragedia, pero mi padre ha ido 17 veces a poner flores en las tumbas de mi madre, mi hermana y mis amigos. Nada más a eso. Es lo mismo que hace la gente al visitar las tumbas de sus seres queridos en los cementerios, sólo que estas quedan más lejos.