Juliana del Sol Bastidas

Opinión

La educación social “ni se compra ni se vende”, pero sí se puede enseñar

Nuestra cultura puede reconfigurarse mediante una estrategia donde tanto el Estado como el sector privado se alineen con el propósito de inculcar hábitos de limpieza, puntualidad, disciplina y respeto.

Por: Juliana del Sol Bastidas
19 de septiembre de 2025

Con apenas quince años y en un país muy lejano, viví una de esas experiencias que marcan un antes y un después en la forma de ver la cultura ciudadana. Como todos los domingos, siguiendo la costumbre familiar católica, fui a misa. Uno a uno, todos los rituales eran los mismos que en casa, solo que en otro idioma. Sin embargo, no fue hasta la comunión que algo me llamó la atención de forma casi perturbadora: las personas se levantaban fila por fila, avanzaban en perfecto orden y regresaban de la misma manera a sus asientos. Todos parecían saber exactamente lo que debían hacer, como si lo hubieran ensayado muchas veces. Nadie daba instrucciones: el respeto estaba incorporado.

Ese mismo año, regresando a casa por Navidad en un vuelo lleno de compatriotas, viví la escena opuesta. Antes de que se abriera la puerta del avión, incluso antes de que se apagara la señal de cinturones, decenas de personas ya se lanzaban al pasillo, empujando y bloqueando la salida de quienes iban adelante. Pacientemente esperé mi turno, intentando ignorar a mi vecino de asiento que con miradas insistentes me exigía dejarlo pasar. Finalmente, cuando llegó mi momento, tuve que usar mi brazo como barrera para poder salir de mi asiento, porque en medio de ese caos nadie me cedía el paso.

No pude evitar comparar ambos momentos y pensar en lo mucho que dicen sobre quiénes somos. La primera vez que muchos niños aprenden a romper una norma social no es en la calle, sino en casa, y como resultado directo del ejemplo de sus padres, quienes también crecieron bajo el dicho de que “al camarón que se duerme se lo lleva la corriente”. Así, lo que en realidad es una falla cultural se transforma en virtud. Es común ver a un adulto que le guarda el puesto en la fila a un familiar que llega después, pasando por delante de quienes sí esperaron. Lo que para ese niño parece un gesto de cariño es, en realidad, la primera lección de que la trampa no solo está permitida, sino que puede ser premiada. Aprende a buscar atajos, aunque signifiquen pasar por encima de los demás.

Por el otro lado, en aquel país lejano, el respeto es parte fundamental de la vida cotidiana. Desde pequeños, los niños aprenden que esperar su turno no es una pérdida de tiempo, sino una forma de reconocer al otro. No es simplemente ser amable: es entender que la vida compartida solo funciona si todos cedemos un poco. Es no adelantarse en la fila, no hablar encima de otro, no empujar para avanzar, ceder el paso al conducir. Y lo más fascinante es que nadie lo hace por miedo a una sanción: lo hacen porque sería impensable no hacerlo. El respeto dejó de ser una regla y se convirtió en un hábito.

¿Y entonces, cómo podemos llegar a ese escenario?

Lo primero es aceptar que esa formación no ocurre solo en la familia o en el colegio, sino en todos los espacios de la vida: las calles, el transporte público, las tiendas, las oficinas. Cada lugar refuerza constantemente ciertos comportamientos, sean buenos o malos.

Si hoy tenemos una cultura social frágil, también es cierto que puede reconfigurarse mediante una estrategia de reeducación masiva, donde tanto el Estado como el sector privado se alineen con el propósito de inculcar hábitos de limpieza, puntualidad, disciplina y respeto. Pero si al Estado no le interesa, el sector privado puede ponerse la camiseta y convertir sus empresas en verdaderas aulas de comportamiento cívico, tanto para sus empleados como para sus usuarios, hasta que esas normas sean parte de la identidad social.

Al inicio, este ejercicio puede requerir un rol casi paternal, donde todos sean instruidos sobre cómo actuar. Un ejemplo lo vimos durante la pandemia, cuando las aerolíneas dirigían la salida de los pasajeros fila por fila, o cuando las escaleras eléctricas indicaban dónde pararse para dejar libre el lado izquierdo. Si esas prácticas se hubieran mantenido, hoy serían parte del sentido común.

Algunas personas objetarán que las empresas no son escuelas. Pero si queremos construir sociedades más justas, necesitamos ciudadanos que actúen con respeto no porque alguien los obligue, sino porque no sabrían hacerlo de otra forma. Y las empresas pueden ser el mejor punto de partida de esa transformación disruptiva que tanto necesitamos.

Por Juliana del Sol Bastidas, CEO del Colcda