
Opinión
Nuestro reto como colombianos: desmantelar la ‘industria de la desconfianza’
El gran desafío de nuestro tiempo no es simplemente cambiar de gobernante, sino reaprender a confiar como sociedad, y entender que, sin confianza, no hay cambio posible.
Siga las noticias de SEMANA en Google Discover y manténgase informado
“Pararse en el balcón” para entender lo que sucede de fondo —no solo los hechos, sino lo que hay detrás de ellos— es una recomendación del profesor Ronald Heifetz, experto en liderazgo adaptativo y en cómo la confianza juega un papel fundamental en los procesos de transformación.
Como ciudadana, al hacer el ejercicio de “pararme en el balcón”, me surge una reflexión incómoda frente al contexto político actual del país. Un panorama que era previsible.
¿Por qué? Porque tanto la política de agitación social como la narrativa centrada en el resentimiento y la lucha de clases no son fenómenos nuevos. Son, en realidad, los frutos de una siembra lenta pero constante, que lleva más de cuatro décadas germinando. Yo la llamo la “multimillonaria industria de la desconfianza”, y creo que comenzó a consolidarse en la década de los 80, en plena “época dorada” del narcotráfico.
Hablo desde mi experiencia vivida, por lo que puede que omita antecedentes relevantes. Pero lo que sí viví —y muchos también— fue la manera en que, durante los años 80, los colombianos empezamos a convivir con una economía ilegal, masiva y multimillonaria, que necesitaba operar con fluidez logística y cierto grado de legitimidad. Para lograrlo, quienes manejaban ese negocio utilizaron el recurso que les sobraba: el dinero.
Desde entonces, empezamos a ponerle precio a todo: a la política pública, a la justicia, y lo más grave, a la aceptación social. La corrupción dejó de ser un escándalo y pasó a ser una estrategia. Así se sembró una cultura donde la confianza se convirtió en un valor negociable.
En los años 90, la confianza pública se resquebrajó a niveles alarmantes. Recuerdo escuchar a los adultos discutir sobre lo que pasaba en el Estado —en el Ejecutivo, en el Legislativo, en la justicia— siempre con sospechas: ¿cuál es la intención detrás de cada decisión?, ¿a quién beneficia realmente?, ¿por qué se toma esa medida?
En ese contexto, los carteles del narcotráfico dejaron de ser solo estructuras criminales para convertirse en verdaderas corporaciones con tentáculos en todos los sectores: político, económico y social. A la par, los grupos armados ilegales —en particular las guerrillas— comenzaron a operar como garantes de la logística del narcotráfico, y tomaron control militar de vastas zonas del territorio. Así, la desconfianza se instaló como cultura dominante, y confiar se volvió un lujo que solo se podía pagar.
Desde entonces, confiar tiene costo. Y no solo económico: también emocional, político, social. La desconfianza se convirtió en una estrategia rentable para muchos. Si alguien lograra calcular los réditos económicos de esta “industria”, probablemente veríamos cifras escandalosas.
Con el paso de los años, esta desconfianza estructural se radicalizó. A partir del año 2000, la narrativa política se centró en identificar al enemigo interno y combatirlo. Esto generó una trampa: la política empezó a enfocarse en beneficiar a los propios y castigar a los opositores. Se instaló la idea de que los detractores son sospechosos por definición. Y como no siempre se sabe para quién trabajan ni cuáles son sus verdaderas intenciones, la desconfianza se volvió sistemática.
Así fue como, de un momento a otro, todos los colombianos nos convertimos en sujetos desconfiables para alguien más. Y mientras más desconfiados somos entre nosotros, más rentable se vuelve esta industria. Es un círculo vicioso que nos desgasta como sociedad y nos debilita como democracia.
Desde este lugar de observación —desde “el balcón”— me hago dos preguntas:
¿qué pasaría si nos enfocáramos en desmantelar la industria de la desconfianza?¿Qué deberíamos hacer para volver a confiar?
El aprendizaje más duro que me genera esta reflexión es que cuando dejo en manos de otros la esperanza del cambio, me estoy evadiendo a mí misma. El verdadero liderazgo empieza por el individuo. Hoy entiendo que el punto de partida está en liderarme a mí misma, en mi entorno inmediato, por pequeño que sea.
Colombia necesita más ciudadanos con preguntas, no con certezas absolutas. Porque el cambio verdadero requiere adaptación: implica no saber qué hacer, atreverse a imaginar nuevas formas de convivencia, de propósito compartido. En cambio, lo que hemos cultivado son respuestas rápidas, muchas veces impuestas, que lo único que han generado es más desconfianza.
Como enseña Ronald Heifetz, liderar no se trata de imponer soluciones, sino de sostener el conflicto con responsabilidad, escuchar lo que duele, y construir puentes donde otros siembran muros. El gran desafío de nuestro tiempo no es simplemente cambiar de gobernante, sino reaprender a confiar como sociedad, y entender que, sin confianza, no hay cambio posible.
Marcela Velásquez Posada, vicepresidente y CFO DUE Capital and Services
