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El paso del cielo al infierno de una premio nobel de paz

La líder birmana Aung San Suu Kyi, quien obtuvo el nobel en 1991, está en el ojo del huracán frente a la opinión internacional por su actitud ante la tragedia de los rohinyás. ¿Indiferencia o impotencia?

17 de marzo de 2018

La noticia irrumpió en los periódicos del mundo a comienzos de la semana. Según Amnistía Internacional, el Ejército birmano construyó bases militares donde antes ya habían arrasado las aldeas de los rohinyás en el estado de Rakhine, al occidente de Myanmar. Con imágenes satelitales como soporte, la organización internacional habló de una “campaña dedicada a borrar las pruebas de crímenes de lesa humanidad”.

El gobierno birmano respondió el miércoles con una conferencia de prensa en Naipyidó, la capital de Myanmar. “No hay limpieza étnica o genocidio en nuestro país”, dijo U Aung Tun Thet, el coordinador jefe del organismo gubernamental de Myanmar dedicado a la crisis rohinyá.

Esa población sufre la persecución y la violencia en Myanmar desde 1948, año en el que una dictadura militar se instauró en ese país de mayoría budista. En ese mismo año, el general Aung San, padre de Suu Kyi, había comandado la independencia del país, liberándolo del Reino Unido. Si él se había encargado de acabar con la época colonial, su hija estaba llamada a continuar el proceso hacia la democracia.

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A pesar de alcanzar en 2015 los escaños necesarios para gobernar a placer en ambas Cámaras del Parlamento, la dirigente no pudo ser presidenta porque la Constitución veta para ese cargo a candidatos con familiares extranjeros y sus hijos tienen nacionalidad británica. En ese momento, se despejaban las incógnitas que planteaban una reedición de lo que había sucedido la última vez que ella ganó, en 1990, cuando los militares no reconocieron el resultado y la llevaron a un arresto domiciliario.

Fue el precio que tuvo que pagar Suu Kyi por ser tan popular en un régimen militar. El gobierno castrense la retuvo en su casa de Rangún (capital birmana hasta 2005) durante 15 años. Sin posibilidad de viajar, quedó aislada de sus hijos y no se le permitió acudir al funeral de su esposo, el inglés Michael Aris.

El periplo terminó en 2010 cuando los militares decidieron levantar el veto constitucional y poco después fue elegida diputada del Parlamento. Para la Dama –como la llaman en su país–, los resultados favorables de esas primeras elecciones democráticas fueron la culminación de una odisea política de casi 30 años.

Suu Kyi tuvo que esperar hasta 2012 para agradecer por el Premio Nobel de Paz que uno de sus hijos había ido a recibir en 1991. Paradójicamente, mientras ella hablaba de derechos humanos en Oslo (Noruega), en su país la violencia étnica no cesaba.

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Varias acciones de budistas radicales y de miembros del Ejército dejaron edificaciones musulmanas destruidas y centenares de rohinyás muertos. Los ataques continuaron y solo era cuestión de tiempo para que naciera una insurgencia. El Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán le ha adjudicado los ataques a su par birmano. Con bombas caseras, palos y espadas han escalado la violencia.

Eso generó una ofensiva militar de tal magnitud que la ONU ya sospecha “actos de genocidio” dentro de ese conflicto. Ese mismo organismo cifra en 700.000 el número de personas que han salido de Myanmar por cuenta de las atrocidades. Los rohinyás conforman apenas una de las 135 minorías étnicas de un país en el que la población budista llega al 89 por ciento.

La transición democrática de Suu Kyi intentó consolidar una sociedad civil más robusta. Sin embargo, la persecución desmedida de un Ejército que no controla la tiene en jaque en la escena internacional.

Hace algunos meses, el Ayuntamiento de Oxford y el de Dublín decidieron retirarle el premio Libertad de la Ciudad. La birmana cerró su mala racha hace poco cuando el Museo del Holocausto de Estados Unidos le quitó la medalla Elie Wiesel con la que la había condecorado hace seis años.

Como le dijo a SEMANA John Marston, antropólogo del Centro de Estudios Asiáticos del Colegio de México, “la glorificación de ella como heroína de los derechos humanos fue siempre un mito. No sabemos cuán simpática es con el nacionalismo budista ni cómo influye eso en ella para ser indiferente a la situación de los rohinyá. Si tiene dudas sobre esa persecución, encontrará la forma de influir en las políticas de alguna manera”.

El mundo aún espera si Suu Kyi tomará una posición alrededor de la violencia sectaria auspiciada por la junta militar o si el silencio seguirá siendo su mejor amigo. La Dama debería repasar lo que ella misma dijo en 2012, durante el discurso en el que aceptó el Nobel. “Donde se ignore el sufrimiento, habrá semillas de conflicto porque el sufrimiento degrada, amarga y enfurece”.