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P O R T A D A

53 muertos

Con el baño de sangre de Dabeiba y el bloqueo al Putumayo la guerrilla desafía al Plan Colombia. El país no ha asimilado que la guerra ha entrado en una nueva fase.

20 de noviembre de 2000

El capitán Freddy Andres Gutierrez coman-daba el cuarto helicóptero Black Hawk, que decoló de la base aérea de Rionegro, Antioquia, el pasado miércoles a las 10:30 de la mañana rumbo a la población de Dabeiba, en límites con el Chocó y el Urabá antioqueño. A sus 25 años era un experimentado piloto de guerra. En su hoja de vida tenía varias condecoraciones en reconocimiento a su arrojo y valentía en el transporte y evacuación de tropas en medio del fuego cruzado. Esa mañana llevaba a bordo de su aeronave a 18 soldados y cuatro tripulantes que hacían parte de una compañía de 100 hombres de contraguerrilla que tenían la misión de recuperar a Dabeiba, que cinco horas atrás había caído en manos de la guerrilla. Las órdenes impartidas por el mando superior que había planeado la operación en la base área de Rionegro eran precisas: la tropa tenía que desembarcar a seis kilómetros del perímetro urbano y, una hacia las 12 del día se iniciaría la avanzada final para hacerles frente a los 400 guerrilleros del Bloque Nororiental de las Farc, que para ese entonces ya había quemado el cuartel de Policía, la Alcaldía y parte de la iglesia del pueblo. Cuando el capitán Gutiérrez se disponía a aterrizar en una pequeña colina conocida como El Pital y los soldados alistaban sus morrales y armamento para desembarcar, la tragedia se les vino encima: el helicóptero Black Hawk se desbocó y en cuestión de segundos se vino a tierra. Después explotó en llamas y la tripulación y la tropa perdieron la vida. Era el comienzo de una fatídica jornada que se prolongó hasta el jueves en la mañana, cuando los refuerzos del Ejército encontraron en las selvas del Chocó los cuerpos sin vida de 53 soldados.



La odisea

¿Qué pasó? Esa mañana de miércoles el comandante de la IV Brigada, general Eduardo Herrera Verbel, recibió una llamada de auxilio de las autoridades civiles de la población de Bagadó, en el Chocó. Las noticias provenientes de esa remota región no eran buenas: 400 guerrilleros de las Farc, el ELN y del Ejército Revolucionario Gavirista —ERG— se habían tomado el pueblo. Derrumbaron la iglesia, la Caja Agraria, el cuartel de Policía y habían retenido a 35 civiles. Era la tercera vez que la subversión incursionaba en Bagadó en lo que va corrido del año.

El general Herrera se trasladó de inmediato a la base aérea de Rionegro para planificar una operación que permitiera apoyar a los 15 policías que a esa hora les hacían frente a los subversivos. Cuando todo estaba dispuesto para trasladar en cinco helicópteros a la tropa los planes cambiaron. Otro reporte que había llegado a la central de inteligencia de la IV Brigada señalaba que a esa misma hora el Bloque Nororiental de las Farc, con 600 hombres, acababa de tomarse la población de Dabeiba en límites con el Urabá antioqueño.

En los propios hangares de la base aérea el comando a cargo de la operación tomó decisiones de última hora. Se acordó enviar 32 soldados a Bagadó, que serían transportados en un helicóptero Arpía y un Black Hawk. Y las operaciones serían apoyadas con uno de los aviones fantasmas.

La otra decisión fue que el grueso de los soldados contraguerrilla partieran rumbo a la población de Dabeiba. Estos serían apoyados por 250 hombres que salieron de la IV Brigada hacia la población de Uramita, ubicada a dos horas de Dabeiba, y su transporte se haría vía terrestre. El general Herrera y su equipo de colaboradores tenían en claro que la situación en el Urabá antioqueño era más complicada que en Chocó. Y la operación consistía en transportar 350 soldados de las Fuerzas Especiales que serían desembarcados a seis kilómetros de Dabeiba y una vez que estuvieran organizados se iniciaría el ataque frontal hacia la población con el fin de recuperarla de las manos de la guerrilla.



El cañón de la muerte

Pero desde el mismo momento del inicio de la operación las cosas comenzaron a salir mal. Para el transporte de la tropa se disponía de cinco helicópteros, que tenían la misión de llevar en tres viajes a la totalidad de los soldados. En el instante de partir una de las aeronaves presentó una falla mecánica y fue necesario dejarla en tierra. Fue así como hacia las 10:30 de la mañana salieron dos helicópteros Arpías, un UH-60 y un Black Hawk, este último al mando del capitán Gutiérrez y del copiloto Jhonny Mina González, un teniente de 29 años que había cambiado su profesión de periodista por la de piloto de guerra. Igual que su colega, era un experimentado hombre del aire, quien también tenía una hoja de vida llena de condecoraciones por su valor y arrojo.

El general Herrera sabía que la misión era muy delicada. Sus soldados tenían que llegar a un sitio que con el paso del tiempo se ha convertido en una especie de Triángulo de las Bermudas para el Ejército colombiano. Se trata del Cañón de la Llorona. Es una sucesión de peligrosos acantilados en medio de la espesa selva y que geográficamente es la puerta entre el Chocó y el Urabá antioqueño. Las Farc han mantenido una hegemonía sobre el cañón porque lo consideran un centro estratégico para lanzar su ofensiva encaminada a recuperar a Urabá, que en el pasado había estado en su manos pero en esa guerra de fuego cruzado con los paras terminaron por perderlo hace dos años.

La Llorona es un lugar inhóspito y de muy difícil acceso aéreo por los vientos cruzados y porque la mayor parte del tiempo permanece tapado por las nubes, lo que dificulta las operaciones de los helicópteros artillados para el desembarco de tropas.

Desde allí el Bloque Nororiental de las Farc ha lanzado su ofensiva para abrir una ruta sobre el Pacífico que le permita el ingreso de armas sin correr el menor riesgo. Además está muy cerca de los límites con Panamá, donde la guerrilla busca refugio. Cada vez que el Ejército ha tratado de apoderase del control del Cañón de la Llorona no le ha ido bien. En abril pasado perdieron la vida 30 soldados a manos de más de 500 guerrilleros que les tendieron una emboscada en el filo de esas agrestes montañas.

Eso mismo ocurrió el miércoles pasado. Esta vez murieron 53 soldados, que en el momento de desembarcar fueron recibidos en un fuego cruzado que se llevó por delante la vida del piloto Freddy Andrés Camacho. De acuerdo con la necropsia realizada por los forenses de Medicina Legal, el capitán Gutiérrez fue alcanzado por una bala de fusil en la cabeza y esa parece ser la explicación del porqué el helicóptero que piloteaba la mañana del miércoles perdió el control y se precipitó a tierra con sus 23 ocupantes.



Naves averiadas

Pero no sólo el Black Hawk de Gutiérrez fue recibido a bala por la guerrilla. Los otros tres helicópteros también fueron impactados, con la suerte de que la tropa logró desembarcar. Sin embargo los problemas de ese trágico día apenas empezaban. Cuando las tres aeronaves regresaron a la base aérea de Rionegro para transportar al resto de los soldados, éstas no pudieron salir. Los daños ocasionados por la guerrilla las dejó ancladas en los hangares para iniciar una revisión técnica.

Frente a esta dramática situación: un helicóptero derribado, 23 soldados muertos y 80 más a la buena de Dios, había necesidad de buscar una solución pronta que permitiera mandar refuerzos de inmediato o de lo contrario el apocalipsis sería total. Fue así como se logró conseguir tres aeronaves, que partieron de las bases de Putumayo y de Cali rumbo a la base aérea de Rionegro, Antioquia.

Mientras tanto, en las selvas cercanas a la población de Dabeiba, la guerra era infernal. Los 80 soldados que habían sido desembarcados se dividieron en tres grupos para hacerle frente al fuego de la guerrilla. La única comunicación que mantenían entre ellos era por medio de tres radios, pero de nuevo la suerte estuvo en su contra. Dos horas después las frecuencias de comunicación se perdieron. En medio del desespero uno de los soldados se jugó la vida y mientras sus compañeros cubrían su retirada el joven contraguerrillero logró ganar una de las colinas y allí se apostó con un pequeño radioteléfono, con el que logró mantener contacto con la base de Rionegro.

Pasadas las 6:00 de la tarde arribaron los helicópteros a la base aérea de Rionegro provenientes de Putumayo y Cali. Ahora en contra de la tropa estaba la noche. Su desplazamiento a esa hora hacia el Cañón de la Llorona era una operación suicida, pero había que asumir el riesgo. Y así partieron en busca de sus compañeros, que en ese momento ya no eran 80 sino apenas 32. Los demás habían caído sin vida en pleno combate.

A los 2:00 de la mañana del jueves las tropas de apoyo lograron hacer contacto con los soldados que habían sido desembarcados casi al medio día del miércoles. Quizá demasiado tarde. La guerrilla había comenzado ya su retirada.

Las primeras luces del jueves dejaron al descubierto el horror de esta demencial guerra. Cincuenta y tres soldados habían perdido la vida. La escena era dantesca. Muchos de ellos habían sido rematados con tiros de gracia de acuerdo con el informe de medicina forense. El Black Hawk era una chatarra de fierros retorcidos por las llamas. En medio de la confusión y el dolor comenzaron las labores del rescate de los cuerpos. Otra parte de la tropa por fin llegaba a inmediaciones de Dabeiba, que había quedado en ruinas.



Caras del conflicto

La tragedia de Dabeiba se encuentra a cientos de kilómetros de distancia del Putumayo, donde las Farc han declarado un paro armado que hace un mes tiene sitiada a la población civil y paralizado al departamento, pero los acerca una fatídica coincidencia: son el abrebocas del escalamiento de la guerra que ha generado el Plan Colombia.

A la victoria simbólica del Ejército luego de haber ocupado la región del Sumapaz, un corredor que durante 30 años fue un santuario inexpugnable de las Farc, vino la derrota simbólica del Plan Colombia en Dabeiba con el derribamiento del helicóptero Black Hawk, la punta de lanza de la nueva estrategia militar. Son dos símbolos que se contraponen pero que reflejan las caras de la guerra.

La cara de Dabeiba, tiznaba por el llanto que se acostumbraron a ver los colombianos, tiene un ingrediente particular: hace dos años que las Fuerzas Militares no sufrían una derrota de ese calibre. Aquellas épocas en las que los militares perdían fuertes confrontaciones, como ocurrió en Las Delicias, Pastacoy y El Billar, parecían ser cosa del pasado. Lo de Dabeida, es cierto, revivió esos fantasmas, pero con una gran diferencia: las bajas del Ejército se dieron en una acción militar ofensiva para proteger a la población civil, mientras que antes la fuerza pública era sorprendida en sus instalaciones, donde eran acribillados o secuestrados. De tal manera que el número de soldados muertos en Dabeiba no se debe interpretar como un cambio en la correlación de fuerzas entre el Ejército y las Farc o como un síntoma de una posición de desventaja militar. Su efecto simboliza, más que un deterioro de la capacidad ofensiva de las Fuerzas Militares, un golpe que puede alimentar los temores y las inseguridades de la opinión. Otra diferencia es que en Las Delicias o Patascoy los soldados preferían rendirse y entregarse a la guerrilla y ahora, en palabras del ministro de Defensa, Luis Fernando Ramírez, “se hacen matar”. Según Ramírez, por dos razones: porque saben que hay una alta probabilidad de que sean ejecutados a sangre fría — situación cada vez más recurrente— y porque ahora la tropa prefiere morir antes que sea mancillado su honor militar.

El rostro del Putumayo, por su parte, constituye el espejo más auténtico del escalamiento de la guerra y de su complejidad: mientras que paras y guerrilleros se disputan milimétricamente el control de 60.000 hectáreas de coca y las avionetas de fumigación calientan motores, la población civil huye aterrorizada hacia el Ecuador; mientras el gobierno trata de implementar un programa de sustitución de cultivos ilícitos, un paro armado de las Farc paraliza al departamento e impide que entren víveres hace más de un mes; o mientras que los asesores gringos entrenan a los pilotos en la base de Tres Esquinas, a pocos kilómetros guerrilleros y paramilitares se queman vivos o se descuartizan luego de los combates, como sucedió la semana pasada. Se trata de una sangrienta guerra territorial que tiene una lógica económica para financiar su armamento. Los paras buscan apoderarse de las áreas rurales controladas por las Farc cuyos territorios, en su mayoría, se encuentran sembrados de hoja de coca. La contraofensiva de las Farc consistió en declarar un paro armado a sangre y fuego, quemando vehículos y prohibiendo la utilización de los ríos y cañadas que serpentean por la zona. Y casi nadie, a la fecha, se ha atrevido a desafiar la orden divulgada por los voceros guerrilleros. Salvo, claro, los paramilitares, que aterrorizando a la población han ido ganando posiciones en los cascos urbanos y hoy deambulan a plena luz del día en los pueblos de Puerto Asís, La Hormiga, Orito y las demás poblaciones del bajo Putumayo, que actualmente concentra el 50 por ciento de las plantaciones cocaleras del país.

Hasta ahora los cruentos enfrentamientos entre paramilitares, guerrilla y Ejército en esa región del país ha generado el desplazamiento de unos 5.000 campesinos que quieren huirle al fuego cruzado, a las masacres indiscriminadas y al cerco de hambre de las tierras que alguna vez cultivaron.



¿Quien manda?

Con lo sucedido en las últimas semanas en el Putumayo y en el Chocó las premoniciones de los más pesimistas se están haciendo realidad: el Plan Colombia no sólo está agravando el conflicto sino que está haciendo aún más barbaros a los actores armados. Y pese a que la historia del país es una historia de sangre y violencia la clase dirigente no ha querido asumir esta nueva etapa de la guerra, ahora más cruenta y larvada.

Muchos de los representantes del establecimiento creyeron, más con el deseo que con la razón, que con la aprobación del paquete de ayuda militar los gringos iban a solucionar el conflicto o gran parte de él.

Incluso hoy muchos todavía hacen votos para que un desembarco de marines resuelva el problema. O que, en el peor de los casos, se lance desde algún lugar del Caribe un misil teledirigido contra el Caguán. Pero la realidad se empeña cada día en demostrar que la solución a los problemas que nutren el conflicto son mucho más de fondo y en esa medida comprometen a cada colombiano en su solución. Pero, por encima de todos, a su la clase dirigente.

Basta con mirar las rondas de negociaciones en el Caguán donde mientras las Farc tienen unidad de mando, poder de decisión y objetivos claros, el Establecimiento improvisa, vacila y se contradice. Esa falta de cohesión y liderazgo salió a flote, una vez más, la semana pasada cuando Luis Carlos Villegas, presidente de la Andi, y Sabas Pretelt, presidente de Fenalco, propusieron financiar la subsistencia de los guerrilleros con el propósito de garantizar un cese al fuego. No habían terminado hacer su aventurada propuesta cuando los gremios de agricultores y otros sectores del Establecimiento se fueron lanza en ristre contra lo que consideraban una abierta insensatez. Ni siquiera en los temas más elementales, como el de la financiación de la guerrilla, se perfilan acuerdos o estrategias de este lado de la mesa.

No se ve una decisión de jugársela a fondo en la guerra ni para negociar en serio la paz. Como se diría coloquialmente: ni zanahoria ni garrote sino todo lo contrario. “Lo más preocupante es que no hay un compromiso del país alrededor del tema”, señaló el secretario general de la Presidencia, Eduardo Pizano. “Es una guerra que le es ajena a la clase dirigente y que sólo se preocupa cuando se habla de secuestro”.

Lo que queda cada vez más claro luego de episodios como el de Dabeiba es que la responsabilidad del conflicto no se le puede descargar sólo a las Fuerzas Armadas, como lo ha venido haciendo el país durante décadas. Hasta que no exista una estrategia integral, que involucre en un trabajo conjunto a los civiles y a los militares y que esté acompañada de una voluntad política real, no va a ser posible lograr la paz. Y mientras esto ocurra las decisiones se tomarán en Washington y las políticas para Colombia se trazaran en inglés para defender los intereses del Tío Sam. ¿Understand?