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El exministro Diego Palacio, el exsecretario de la Presidencia Alberto Velásquez y el exministro Sabas Pretelt, todos funcionarios durante el primer gobierno de Álvaro Uribe, fueron condenados por ofrecer puestos a cambio de que se aprobara la reelección. De presentarse a la JEP los tres argumentarían que impulsar la reelección era una política de Estado para acabar militarmente con las Farc. | Foto: Daniel Reina

JUSTICIA

Uribistas buscan pista para aterrizar en Tribunal de Paz

Algunos exfuncionarios uribistas se preparan para ir a la justicia transicional acordada con las Farc. La figura es forzada pero posible. Ayudaría, por fin, a construir un consenso político.

18 de febrero de 2017

La controvertida Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), pieza clave de los acuerdos de La Habana entre el gobierno y las Farc, podría tener un giro inesperado. Algunos de los altos exfuncionarios del gobierno de Álvaro Uribe que han sido condenados planean llevar allí sus casos. En especial, quienes están vinculados a la Yidispolítica. Es decir, reconocerán que hicieron nombramientos para voltear y garantizar los votos de los representantes Yidis Medina y Teodolindo Avendaño, y así asegurar la mayoría necesaria para que el Congreso aprobara la reelección, que finalmente mantuvo a Uribe en la Presidencia cuatro años más, de 2006 a 2010.

Uno de ellos es el exministro de Protección Social Diego Palacio, condenado por la Corte Suprema de Justicia por el delito de cohecho, consistente en intercambiar favores para condicionar un voto. Palacio paga una sentencia de 80 meses, de los cuales está a punto de cumplir dos años en la Escuela de Caballería de Usaquén, en Bogotá. En entrevista con SEMANA (ver siguiente artículo), el exministro explicó los argumentos por los cuales su caso cabe dentro de la JEP. Puesto que su proceso se adelantó en forma simultánea con los de Sabas Pretelt de la Vega, exministro del Interior, y del exsecretario de la Presidencia Alberto Velásquez es muy probable que estos dos últimos le apuesten también a someter sus casos a la JEP.

La hipótesis es más viable de lo que parece a primera vista. Por la Escuela de Caballería han desfilado abogados, tanto del uribismo como de otros sectores, y han analizado las posibilidades con Diego Palacio. Álvaro Leyva y Enrique Santiago han sido algunos de ellos. Ambos participaron en la negociación entre el gobierno y las Farc que culminó con el acuerdo sobre justicia transicional. Y ellos, lo mismo que otros asesores cercanos al gobierno en la Mesa de La Habana, coinciden en que los textos firmados por Santos y Timochenko sí permiten que el Tribunal para la Paz, contemplado en la JEP, pueda estudiar los casos de los exfuncionarios uribistas.

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La mayoría de ellos, consultados por SEMANA, considera que esa posibilidad es forzada, pero posible. El Tribunal para la Paz tiene el objetivo de juzgar los delitos no amnistiables cometidos en el conflicto armado. La lista que surge de inmediato incluye genocidio, graves crímenes de guerra, tomas de rehenes, tortura, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales. Un conjunto de prácticas mucho más atroces que las del cohecho y el clientelismo en el que incurrieron Palacio, Pretelt de la Vega y Velásquez.

¿Por qué, entonces, podría ser viable que la JEP se ocupe del tema? ¿Y por qué les podría convenir a los exfuncionarios del gobierno de Uribe? El argumento principal que hace factible la figura es que los delitos condenados por la Corte Suprema de Justicia tenían como fin asegurar la reelección de Uribe con el propósito de continuar la seguridad democrática, prioridad de ese gobierno. Uribe había alcanzado éxitos militares notables frente a la guerrilla, especialmente de las Farc, pero consideraba que para terminar la tarea de derrotarla necesitaba estar cuatro años más en el poder. El propio presidente, en su momento, hablaba de que “la cabeza de la serpiente aún está viva”, para defender su necesidad de seguir en la Presidencia.

Con el clima político que imperaba en 2006 la reelección de Uribe se asociaba con la continuidad de la seguridad democrática y con mantener la ofensiva contra las Farc. Testimonios de la época demuestran que el imaginario colectivo relacionaba la reelección con el conflicto interno y con la seguridad democrática. El propio Sabas Pretelt defendió en el Congreso el proyecto que la permitía con el discurso de que la permanencia de Uribe era un mensaje para los grupos armados. Dijo que “la sociedad quería mantener la seguridad democrática en el mediano y largo plazo”. Por otro lado, Íngrid Betancourt, el mismo día de su rescate, afirmó que la reelección de Uribe fue “uno de los golpes más duros que se les ha dado a las Farc”. Diego Palacio y sus abogados han venido recopilando testimonios en este sentido que incluyen a Juan Manuel Santos, Rodrigo Rivera, el general Jorge Mora Rangel, e incluso a miembros de la oposición de la época, como Antonio Navarro. Hay declaraciones de las propias Farc convocando “a las fuerzas que se oponen a la reelección y a la estrategia de guerra total que esta conlleva”.

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¿Bastaría esa asociación entre reelección y ofensiva contra las Farc para que la JEP admita los casos de los funcionarios uribistas? La respuesta está en el propio sistema de justicia transicional. Es decir, Palacio, Pretelt y Velásquez tendrán en primer lugar que demostrar la competencia de la JEP sobre sus casos. Y el punto central sería lo estipulado en los acuerdos de La Habana sobre la participación de terceros. Es decir, de personas que no formaron parte de las Fuerzas Armadas ni de la guerrilla, pero que “han participado en forma indirecta en el conflicto y han cometido delitos en ese contexto”.

Palacio, Pretelt y Velásquez –y eventualmente otros exfuncionarios del gobierno de la seguridad democrática– le apuntan a indudables beneficios al apostar por la JEP. En primer lugar, quedarían en libertad. Todos ellos están presos y condenados, y no tendrían que estar en la cárcel durante los procesos. Entre las posibilidades más atractivas estaría la figura de la “suspensión de la persecución judicial”, que significa que se acaban las investigaciones, lo que en la práctica implica beneficios semejantes a los de una amnistía. En segundo lugar, las penas previstas son menores a las que establece el Código Penal –de cinco a ocho años– por lo que podrían recibir sentencias menores a las que les impuso la Corte Suprema.

Y en tercer lugar, sobre todo en el caso de los exministros Palacio y Pretelt, estos juicios se convertirían en una especie de nueva instancia en la que podrían obtener fallos absolutorios. Para nadie es un secreto que en el uribismo consideran que las decisiones de la Corte Suprema de la época –en las que no hubo segunda instancia– se dieron en medio de un choque de poderes. Sus abogados esperan que una entidad diferente acepte algunos de los argumentos y pruebas que rechazó la corte.

Pero así como hay beneficios también hay riesgos. El primero es lo tortuoso del camino. Que la JEP acepte la competencia sobre estos casos es posible, pero no seguro. El primer pleito –no sobre el fondo de las conductas delictivas, sino sobre la competencia– es un escollo complejo. Es cierto que la JEP abre puertas a los “terceros”, pero también que su naturaleza fundamental es juzgar a los miembros de la guerrilla y a los agentes del Estado que en forma directa cometieron delitos en la guerra.

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Precisamente por esto, los exministros pueden encontrar otro escollo: el de cumplir las condiciones que se requieren para recibir penas menores a las de la justicia ordinaria, o sea, la verdad y la reparación. Esa es la diferencia fundamental entre los dos sistemas: que los sentenciados reciban menos años de pena a cambio de entregarle a la justicia más conocimiento sobre lo que ocurrió en la guerra, y, a sus víctimas, fórmulas de compensación.

¿Aportarían los exministros nuevas evidencias? ¿Darían información sobre otras personas? Y más aún, ¿qué mecanismos de reparación ofrecerían y quiénes serían las víctimas por resarcir? En la entrevista con SEMANA, Diego Palacio da a entender que la versión que le entregó a la corte es todo el aporte que tiene para hacer en materia de verdad, y que se considera inocente. Pero si el Tribunal de Paz no acepta esa argumentación, el destino sería el mismo previsto para los miembros de la guerrilla que no digan toda la verdad: sus casos regresarían a la justicia ordinaria, y podrían recibir penas hasta de 20 años.

También hay inquietudes de tipo político. El Centro Democrático ha cuestionado la justicia transicional y lideró la campaña por el No en el plebiscito, en buena medida porque la consideraba una fórmula de impunidad a favor de las Farc. En las negociaciones llevadas a cabo después del 2 de octubre entre el gobierno y las campañas del No, la JEP concentró una parte fundamental, y uribistas, conservadores y evangélicos criticaron duramente el sistema. ¿Cómo soportar un cambio de posición en esta materia?

Se podría decir que el hecho de que algunos uribistas se acojan a ella es una mirada hacia delante y que no tiene sentido quedarse para siempre en el escenario posplebiscito. Pero el Centro Democrático perdería una de sus principales banderas para la próxima campaña electoral, que es la crítica al proceso y a la justicia transicional. ¿Cómo atacar al sistema por blando con la guerrilla si algunos miembros del Centro Democrático se someten a él? SEMANA conoció que la posición del expresidente Uribe frente a la posibilidad de que sus exfuncionarios se acojan a la JEP ha sido de respeto, pero no de entusiasmo.

Y en el otro lado del espectro también hay inquietudes. Consideran que un criterio laxo sobre los alcances de la reelección sobre la guerra podría abrir una puerta por la que poco a poco se colaría un número exagerado de casos. Entre ellos, los de los exempleados del DAS que participaron en chuzadas y otras irregularidades, encabezados por su exdirectora María del Pilar Hurtado. O los parapolíticos, que hicieron pactos regionales con grupos paramilitares para hacer sus campañas al Congreso. O, incluso, el exministro de Agricultura Andrés Felipe Arias, condenado por las irregularidades de Agro Ingreso Seguro. El uribismo y las otras corrientes de oposición han criticado a la JEP por debilitar la justicia ordinaria y montarle un sistema paralelo. Ahora, una llegada a la JEP de múltiples casos –ya tramitados o en trámite por las instituciones normales– iría exactamente en esa dirección.

De cualquier manera, la hipótesis está sobre la mesa y en las mentes de exfuncionarios que la ven con buenos ojos. Falta ver cómo saldrá el texto finalmente aprobado por el Congreso sobre la JEP, para saber qué tan claro es el camino de los exministros. La Cámara ya aprobó el proyecto, y el martes pasado la Comisión Primera del Senado llevó a cabo una audiencia pública. El proceso ha resultado más lento y complejo de lo que se preveía para el fast-track, pero las inquietudes planteadas nada tienen que ver con las posibilidades de que exfuncionarios civiles presenten sus casos. Esta reforma requerirá después de dos leyes reglamentarias y, finalmente, de la elección de los magistrados y de la ejecución de medidas administrativas. Se estima que el sistema de justicia transicional entrará a operar en el segundo semestre del presente año.

Por eso, los exministros y exfuncionarios del gobierno Uribe siguen muy de cerca las sesiones del Congreso, para decidir si le apuestan a someterse a la JEP. Y no son los únicos. También hay exmilitares, condenados o en proceso, que se van a presentar a la justicia transicional. Entre ellos los generales Rito Alejo del Río y Jaime Humberto Uscátegui. Esto es menos sorpresivo, pues siempre se supo que los acuerdos entre el gobierno y las Farc en materia de justicia cobijarían a la guerrilla y a los agentes del Estado. Sin embargo, la opinión pública asocia más claramente a los miembros de las Farc con la justicia transicional, que a los militares o a los ‘terceros’. Y las consecuencias políticas de que empiecen a llegar allí procesos de estos últimos dos grupos serían considerables.

Para muchos, una justicia transicional que involucre a todas las partes puede ser el inicio de una paz política en el país. El tratamiento, con el mismo rasero, de conductas de distintos actores y sectores puede ser la primera piedra para construir un consenso institucional, dejar atrás el conflicto armado, e incluso superar la polarización política. Hasta ahora ha habido un debate intenso sobre los beneficios de la JEP para las Farc, la dureza de la justicia ordinaria para los militares, y la supuesta persecución judicial contra el uribismo. Una cobija que los cubra a todos puede aplacar estas inquietudes. Y cualquier paso hacia un consenso es muy valioso después de la división que produjo el plebiscito de octubre.