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Juan Pablo Urrego, Ricardo Mejía y Catalina García protagonizan la cinta sobre una sociedad estratificada y enferma. | Foto: Fotofija

CINE

Amigo de nadie: ciudadanos –y muertos– de primera y de segunda clase

Este drama colombiano de Luis Alberto Restrepo usa la historia de un muchacho violento para trazar el aislamiento de la clase de alta de Medellín.

Manuel Kalmanovitz G.
9 de noviembre de 2019

País: Colombia

Año: 2019

Director: Luis Alberto Restrepo

Guion: Luis Alberto Restrepo y Juan José Gaviria

Actores: Juan Pablo Urrego, Catalina García, Ricardo Mejía

Duración: 104 min

Calificación: **½ (aceptable)

Esta película está ambientada en el mundo de la clase alta medellinense, que aparece acá como un reducto cerrado y asfixiante al que es muy difícil entrar y del que no es posible salir.

Hay algo extraño en este retrato, y es que no hay mucho interés en contrastar la visión interna de esta gente con otras miradas. Aunque, por lo menos, queda clara su profunda miopía. “Este país se desbarrancó”, dice el patriarca de la familia en una de las primeras escenas, y ese “se”, tan impersonal, tan como refiriéndose a cosas que pasan solas, es ilustrativo de esta cortedad de miras.

Todo tiene lugar en los años ochenta y noventa, cuando el país en general y Medellín en particular vieron su orden tradicional revolucionado por el dinero, los valores, las aspiraciones y la presencia de los narcotraficantes.

Es un terreno que Víctor Gaviria exploró brillantemente en Sumas y restas (2004) –la seducción de la plata, la emoción de la ilegalidad, la rigidez de las dinámicas sociales–. Pero acá, como no se ve más allá de este grupo de gente, no quedan tan claras ni la complejidad ni las dimensiones del fenómeno.

En un principio, los asesinados son pobres y bullosos, así que no hay lío. Eso también me extrañó: estos pobres aparecen retratados como caricaturas amenazantes, gritonas y burlonas.

El personaje central es Julián (Juan Pablo Urrego), hijo de una familia de élite, dueña de una gran industria. En su infancia, Julián mató a un niño reciclador días después de que este le intentara robar una bicicleta. De grande, no mucho cambia: sigue matando gente.

En un principio, los asesinados son pobres y bullosos, así que no hay lío. Eso también me extrañó: estos pobres aparecen retratados como caricaturas amenazantes, gritonas y burlonas. ¿Tiene que ver con que la película privilegie la visión de esa clase alta? ¿La idea era hacer retratos esquemáticos para poner al espectador en la situación de alguien incapaz de ver la humanidad de sus semejantes? ¿Es simple cuestión de descuido o desinterés hacia estos personajes secundarios?

“Qué susto esos tipos tan feos”, le dice Carla (Catalina García), la novia de Julián –que es de una clase no tan alta, pero cuyo entorno queda inexplorado–, cuando los amenazan dos maleantes en una moto. “Yo no les tengo miedo”, responde él.

Hay una pregunta insistente por la masculinidad y sus manifestaciones, sobre el tabú de la homosexualidad, sobre cómo el deseo de demostrar la hombría y el pánico que produce el deseo homoerótico en una sociedad reprimida pueden manifestarse violentamente. Pero, a pesar de las señales –cuadros de Caballero tardío en las paredes de la mansión familiar, señores mayores que examinan con atención los bíceps de los amigos de sus hijos–, el tema no se trata de frente.

En cuanto a Julián, es un personaje estático. Él mismo dice al final: “Yo siempre he sido así” y, en ese sentido, el suspenso viene no de sus acciones, sino de cómo responderán quienes lo rodean. Su caída sobreviene cuando comienza a matar a la gente de su misma clase. Ahí la película se separa momentáneamente de esa miopía que ha compartido todo el tiempo para hacer evidente que una sociedad tan estratificada, en la que es normal que haya ciudadanos –y muertos– de primera y de segunda, está terriblemente enferma.

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