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“La violencia nos unió tanto que tememos deshacernos de ella”: directora de 'Matar a Jesús'

Laura Mora dirigió ‘Matar a Jesús’, la muy galardonada película colombiana inspirada en el asesinato de su padre. Una inquietante reflexión sobre la venganza y la justicia.

10 de marzo de 2018

Paula ve cómo matan a su papá y observa quién lo hace. A partir de ese momento, la joven universitaria quiere venganza y nada debe impedirlo. Pero no será fácil: varias emociones y situaciones aparecen en su ruta.

Ese episodio dispara la trama de Matar a Jesús, una producción motivada por el crimen del padre de su directora, Laura Mora. La película ha tenido un éxito tal que ganó 14 premios en varios festivales, como San Sebastián, El Cairo, Punta del Este, La Habana, Chicago, Huelva y, la semana pasada, Cartagena, donde el público la convirtió en su favorita. Allí, durante el Ficci, SEMANA habló con la realizadora.

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SEMANA: ‘Matar a Jesús’ nace a partir de una historia personal, ¿qué ocurre exactamente?

Laura Mora: Me gusta dejar en claro que no es real. Nace de la recopilación de los pensamientos y de las sensaciones de dolor tras el asesinato de mi papá en 2002. Al contrario de la película, yo no estaba al lado de él, yo no vi al sicario.

SEMANA: ¿Cómo se llamaba su papá? ¿Qué hacía? ¿Por qué lo asesinaron?

L.M.: No hablo del nombre de mi papá, entre otras cosas, porque es un tema muy personal y un caso no resuelto, como otros tantos. Mi papá, hacia el final de su vida, era más abogado que profesor, pero siempre decía que quería dedicarse del todo a enseñar. Y en la película le cumplí sus deseos: concebí a un académico y lo puse a vivir en Prado Centro, barrio que siempre quiso habitar. Aún no sabemos puntualmente qué paso, pero Medellín, en 2002, tuvo un octubre negro: ocurrió la Operación Orión, es decir, la toma de la ciudad por parte del poder paramilitar.

SEMANA: ¿Y por qué la película?

L.M.: Yo escribía mucho y me animaban a que me manifestara sobre el caso, pero desde la muerte de mi papá sentía que se había ido con él mi única capacidad de sacar lo que yo sentía escribiendo. Me fui a vivir a Australia, en parte, porque ya no aguantaba estar en Medellín. Dos años después, cuando trabajaba de mesera para pagar la universidad en la que estudiaba cine, tuve un sueño: estaba en un mirador viendo esa ciudad feroz que es Medellín y, de repente, se me sienta al lado un chico de mi edad; empezamos a conversar y, de un momento a otro, me dice: yo me llamo Jesús, yo maté a tu papá.

SEMANA: Así nació todo…

L.M.: Sí. Después del sueño, y por primera vez después de dos años de la muerte de mi papá, me levanto y escribo como 50 páginas de corrido que se vuelven una descripción de Jesús, unos textos muy íntimos sin el propósito de convertirlos en película. Aquellos textos se llamaban Conversaciones con Jesús.

SEMANA: ¿Se ha preguntado por qué el nombre Jesús?

L.M.: Siempre me he preguntado cómo puede Medellín –que se reconoce en los valores judeocristianos, como el del supuesto respeto a la vida– ser tan excesivamente violenta.

SEMANA: Muchos piensan, por el nombre, que van a ver una película religiosa…

L.M.: Sabíamos que el nombre iba a generar reacciones. Por ejemplo, en Suiza, nunca decían el nombre en inglés, Killing Jesus, sino que decían ‘Killing Jesús’ (con acento en la u) para aclarar que era un nombre en español. En el Festival de Toronto una señora me esperó hasta el final del filme para decirme que me quería llevar por el buen camino del señor... En Egipto fue una película bastante popular por el nombre, pero mucha gente se paraba cuando descubrían que Jesús era el nombre de un chico y que no íbamos a tocar un tema religioso. En el mundo árabe esperaban otra cosa. En Colombia, por ahora, no han dicho nada.

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SEMANA: ‘Matar a Jesús’ es, en el fondo, una crítica a la justicia en Colombia. No muchos toman el riesgo de hacer ese tipo de denuncias…

L.M.: El sistema judicial colapsó porque nuestra violencia es tan grande, tan enorme, tan incontrolable. Y en ese proceso de deterioro se volvió un aparato muy indolente. En el momento en que a vos te matan a alguien, no solo está el dolor, sino toda una sociedad que también te juzga. Cuando yo decía “a mi papá lo mataron”, sabía que en ese grupo de personas al que se lo decía había la pregunta “quién sabe qué hizo”. Así uno empieza a cargar cierta soledad y vergüenza. Y fuera de eso, no hay un aparato de justicia que está ahí para decirte “acá estamos”.

SEMANA: El cuestionamiento también es político, como lo muestra una clase del papá en la que hace una referencia a Foucault. ¿Por qué?

L.M.: Todos somos actores políticos. La película refleja una educación progresista de un padre que no solo educa e inspira en su clase, sino también en la casa, donde prepara a unos hijos para respetar la vida, para tener una postura, para ser críticos. La gran enseñanza de mi papá, por la cual hice esta película, es la importancia de la horizontalidad, de que somos iguales, su obsesión en una ciudad dividida como Medellín: “A esta casa entra el que sea y desde que haya respeto, y buen trato, siempre será bienvenido”. Y por eso yo pude atravesar Medellín toda mi vida. Y en ese atravesarlo, y entenderlo, puedes tener sensibilidad hacia el otro, empatía y comprender que lo que hacemos es político.

SEMANA: ¿Por eso dice que Medellín es el tercer protagonista de la película?

L.M.: Yo soy una eterna enamorada de Medellín, mi fuente de inspiración siempre. Es una ciudad con demasiados contrastes: su belleza son los seres humanos, a la vez preciosos y violentos, lo que veo como una gran tragedia. Yo siento que la violencia nos ha unido tanto culturalmente -no solo en Medellín, sino en Colombia-, que le tenemos mucho miedo a deshacernos de ella. Porque deshacernos significa reinventarnos como cultura. Nosotros, casualmente, empezamos la preproducción de esta película el día que ganó el No en el plebiscito. Mientras hacíamos el plan de rodaje, afuera de mi casa le gente tiraba pólvora y celebraba. Yo decía: “Parecemos unos salvajes”. Pero creo que, lamentablemente, es miedo a perder lo que dije antes.

SEMANA: ¿Su película es sobre venganza, perdón y reconciliación?

L.M.: El perdón es muy íntimo y está ligado al orden católico. Yo más bien siento que esta es una película sobre resistirse a la violencia: cuando hay un aparato judicial colapsado, cuando hay sed de venganza, caer en ella es muy fácil. El gran triunfo como país sería resistirse a ser violento y así parar de matarnos.

SEMANA: Hay bondad en medio de todo…

L.M.: Hay humanidad y compasión. Cuando a los 23 años ya eres sicario (como un personaje de la película) y a los 22 estás pensando en cruzar la línea moral y ética de matar a otra persona (como Paula, la protagonista), eso habla de un Estado que ha fallado. Y en todos estos ‘pelaos’ que analicé cuando hice el casting (la película tiene actores naturales) vi que varios tenían en común falta de amor y de un lugar en el mundo.

SEMANA: No hay miedo en el sicario…

L.M.: Tal vez tiene que ver con lo religioso: “A mí nadie me va a juzgar aquí, a mí me juzgará una entidad superior cuando esté fuera de este mundo”.

SEMANA: ¿Su película también se puede ver como una historia de amor?

L.M.: Si no fuera por la sociedad tan violenta que les tocó, los protagonistas de la historia podrían ser perfectamente amigos, amantes, novios, pero la sociedad los volvió enemigos. Y me encanta que se conocen en una rumba: en Medellín víctimas y victimarios vamos de fiesta a los mismos lugares.

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SEMANA: ¿Qué tanto cambió su familia?

L.M.: Estamos tan acostumbrados a la violencia que poco nos preguntamos qué pasa en una familia cuando la violencia la desordena, es decir, cuando alguien tiene que asumir responsabilidades que no le tocan. Yo tenía 22 años cuando asesinaron a mi papá; mi hermano, 25; mi mamá ya estaba lista para pasar el resto de su vida con el hombre que amó desde que tenía 14 años. Él era un buen papá, un gran amigo, un hombre inspirador para mucha gente. Lo de mi papá no fue un magnicidio, pero ese ser humano también nos tiene que doler como sociedad. Ahora hay una campaña en Medellín llamada “No copio: nada justifica al homicidio”. Aparecen carteles, cuando matan a alguien, a manera de epitafio: “La ciudad de Medellín lamenta profundamente tu muerte”. Y yo digo: “Qué hermosura, por fin alguien dice algo como es”.