
OPINIÓN
Dos países muy distintos
El paro nacional destruyó la mitad del país y nos generó depresión colectiva, pero, además, nos fracturó como nación.
En las últimas semanas, por diversas razones, he tenido la oportunidad de visitar varias ciudades colombianas y me he encontrado con que no solo tenemos un país totalmente polarizado y dividido, sino que en muchas partes se tiene la extraña sensación de encontrarse o en países realmente distintos o en un país con mentalidades opuestas.
Cuando llegué a Medellín encontré una ciudad que, a pesar de las dificultades propias de las medidas de distanciamiento social y aforos reducidos, tiene la firme intención de reactivarse, salir adelante y tratar de lograr una nueva normalidad.
Todas las personas con las que tuve contacto en la capital antioqueña, sin excepción, están dispuestas a trabajar y la mayoría tienen confianza en que las cosas “están mejorando”. En otras palabras, el optimismo, aunque moderado, existe y se lo hacen sentir al visitante.
Las calles de la capital paisa, así como sus paredes, en los muchos sitios que visité, lucen limpias y los escasos grafitis que observé son bastante artísticos, incluso aquellos que denotaban algún tipo de protesta o inconformismo social.
Los sistemas de transporte público, pero en especial el Sistema Metro, en todas sus modalidades siempre está limpio, sus estaciones lucen ordenadas y salvo un par de lugares, no hay huellas de los actos de vandalismo que asolaron al país en el primer semestre. Los paisas se sienten orgullos de sus espacios públicos, tienen sentido de pertenencia y en su gran mayoría, los quieren y los respetan.
Ahora bien, en Cali y en algunos lugares del sur de Bogotá la sensación es completamente diferente.
Desde que se llega al aeropuerto de la capital azucarera se siente la tensión. Los transportadores -delante del usuario y con una naturalidad pasmosa- se comunican entre ellos para verificar las condiciones de seguridad de los accesos y las vías “libres” para movilizarse. Se le advierte al pasajero sobre la conveniencia de “guardar todo” en algunas zonas de la ciudad y sobre la necesidad de transitar por rutas alternas.
Sin importar el camino seleccionado o el destino, en la mayoría de las vías se observan semáforos y señales vandalizadas. Algunas estaciones del MIO están prácticamente destruidas y a pesar de que ya han pasado varios meses desde que finalizaron los bloqueos y las protestas, todavía se evidencian los rastros de barricadas y de las llantas quemadas.
Por cuestiones de la vida, tuve la oportunidad de pasar por “puerto resistencia”. Para mi sorpresa, las autoridades locales “legalizaron” no solo el particular nombre de la zona, sino que además se instalaron casetas, al mejor estilo de mercados de pulgas, en las que se comercializa todo tipo de souvenirs de las protestas, destacándose camisetas, gorras y banderas de movimientos políticos para todos los gustos.
Es increíble pensar que en unos pocos meses los valores ciudadanos de los caleños se hayan invertido a tal punto que los sitios turísticos emblemáticos, algunos destruidos, hayan sido reemplazados, con la anuencia de la administración local, por monumentos que hacen apología al caos, al vandalismo y la destrucción.
Al igual que en algunos sectores de Bogotá, específicamente en los barrios circunvecinos al Portal de las Américas, en Cali se tiene la sensación de estar transitando por una ciudad asolada por la guerra. El mensaje, expreso y tácito, que recibe el visitante es de desconsuelo y desolación. Los ciudadanos simplemente se han resignado a su mala suerte y están acostumbrándose a asumir que las cosas están mal y no pueden mejorar.
A pesar de los muchos problemas que nos dejó la pandemia, la situación era mucho menos caótica de lo que nos hicieron creer con ruines cálculos electorales, sin embargo, los señores del caos y la anarquía lograron quitarle la esperanza, el positivismo y la abnegación que caracterizaba al colombiano. Era una regla de oro nacional: a pesar de los muchos problemas, siempre nos recuperábamos con alegría y fe. Eso, para nuestro pesar, cambió.
El paro nacional destruyó la mitad del país y nos generó depresión colectiva, pero, además, nos fracturó como nación. Existe una gran parte de la población con ganas de salir adelante y pasar la página, pero muchos otros colombianos no logran superar lo que pasó y se empeñan en continuar hundiéndose en el negativismo.
Esperemos que el tiempo sane heridas y que al menos uno de los muchos candidatos presidenciales nos muestre que existe una Colombia mejor y posible para todos. Necesitamos alguien que nos convoque como nación y nos devuelva la alegría que nos arrebataron. Salvaguardando la diversidad de nuestras regiones, tenemos que volver a pensar y actuar como si fuéramos un solo país.