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| Foto: Getty Images

ALEMANIA

Ángela Merkel: el último bastión de la democracia

Ante el ascenso del populismo en Occidente y la amenaza rusa en el Oriente, la canciller busca convertirse en la líder moral más importante del mundo. ¿Podrá cumplir ese papel?

26 de noviembre de 2016

A Angela Merkel no le gusta apresurarse. Así lo recordó el domingo cuando lanzó su candidatura a las elecciones parlamentarias del año próximo. “Me tomo mi tiempo, y mis decisiones tardan”, dijo en la conferencia de prensa en la sede de su partido en Berlín. Sin embargo, el anuncio tomó desprevenidos a los medios e incluso a sus aliados, que no esperaban que la canciller oficializara su candidatura sino a principios del año entrante.

La razón por la que Merkel adelantó su decisión es sencilla y está directamente relacionada con la victoria de Donald Trump en las elecciones del 8 de noviembre. Pues aunque nadie sabe a ciencia cierta cómo gobernará el magnate, mientras, su retórica aislacionista, sus ataques a la Otan y su admiración por el presidente ruso, Vladimir Putin, tienen al mundo con los pelos de punta. “Con la elección de Trump, los alemanes se asoman a un hoyo negro”, escribió en una columna de opinión ampliamente compartida el periodista Stefan Braun, del diario Süddeutsche Zeitung. “El mundo podría cambiar para Alemania de manera aún más fuerte que la caída del Muro”.

Aunque es cierto que el triunfo del republicano no estaba en los planes de nadie, también lo es que su victoria se suma a una tendencia de varios años que ha puesto a la canciller alemana en el papel de la última dirigente occidental que defiende los valores liberales. Se trata del avance de líderes autoritarios como el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, o el propio Putin, que está dedicado a respaldar a los partidos de extrema derecha del Viejo Continente y a avivar las llamas del populismo en otros países. De hecho, en la propia Europa, Polonia y Hungría ya tienen gobiernos que siguen esa línea, y Bulgaria y Moldavia tienen líderes abiertamente prorrusos.

A su vez, aunque el populismo represivo de Putin o Erdogan no es nuevo, sí lo es la inestabilidad política de otras potencias europeas. En particular, de aquellas que podrían hacer la diferencia en la escena internacional. Pues por un lado, Reino Unido se encuentra envuelto en la maraña del brexit, que durante los próximos años va a absorber sus recursos diplomáticos y limitar su margen de maniobra internacional. Y por el otro, Francia se encuentra envuelta en una profunda crisis política y económica, que tiene a su presidente, François Hollande, con una popularidad del 4 por ciento y a la ultraderechista Marine Le Pen con posibilidades serias de llegar a la Presidencia (ver artículo página 76).

Líder por accidente

No deja de ser llamativo que el mundo espere que Alemania sea la “líder del mundo libre”, como tituló The Washington Post. Si bien es cierto que desde la reunificación ese país ha asumido el protagonismo en Europa y que desde hace una década el centro de gravedad de la Unión Europea (UE) se ha desplazado de Bruselas hacia Berlín, también lo es que no tiene el peso demográfico ni económico de China o Estados Unidos. De hecho, como bien lo resumió alguna vez Henry Kissinger, “Alemania es demasiado grande para Europa, pero demasiado pequeña para el mundo”.

Además, en algunas zonas del Viejo Continente ese país carga aún el estigma de los crímenes que el Ejército alemán cometió durante la Segunda Guerra Mundial. Como quedó demostrado durante la crisis de la deuda griega, el malestar que produjo el programa de austeridad que Berlín le impuso a Atenas pronto degeneró en una guerra comunicacional. En esta, los detractores de esas políticas pintaron a Merkel y a su ministro de Economía, Wolfgang Schäuble, como unos nazis. Muchos comentaristas entendieron la situación como el regreso del “alemán feo”.

A su vez, Alemania no es inmune al fenómeno populista que se extiende por Estados Unidos y Europa. Desde que la propia canciller se desplazó hacia la izquierda y les abrió las puertas de su país a los refugiados de las guerras de Oriente Medio, la extrema derecha se disparó. Este año, el partido ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD, por su sigla en alemán) hizo historia al superar en número de votos a los partidos tradicionales (entre ellos al CDU) y entrar a varios Parlamentos regionales. Hoy, las encuestas dan por descontado que en 2017 superará el umbral y que su líder, Frauke Petry, entrará al Bundestag (el Parlamento federal).

Por su parte, es inusual que Angela Merkel defienda los valores occidentales, pues nació y creció en la RDA (la Alemania comunista) y comenzó su carrera política durante el último gobierno de ese país antes de la reunificación. De hecho, sus colegas recuerdan con humor que, cuando ya era ministra de la Mujer y de la Juventud en el gobierno de su mentor Helmut Kohl, sus propios subalternos tuvieron que enseñarle a usar su tarjeta de crédito.

A su vez, la canciller se encuentra en las antípodas de los políticos que dominan la escena internacional. A diferencia de los ‘hombres fuertes’, gritones y muy seguros de sí mismos que conquistaron a su electorado tras defender políticas nacionalistas, Merkel llegó al poder (y se ha mantenido allí) justamente por lo contrario. Ella es la primera en reconocer su torpeza física y también en confesar que solo después de muchos años se sintió cómoda hablando en público. Además, es conocida por su estilo pausado, su paciencia y su aversión a las grandes ideologías y a los proyectos mesiánicos que dependen de un líder carismático.

Por eso, resulta comprensible que durante el lanzamiento de su campaña haya cogido el toro por los cuernos al referirse a las grandes expectativas que el mundo se ha hecho sobre ella y su gobierno. “En cierto sentido, me siento halagada. Pero también pienso que es algo grotesco y absurdo”, dijo. “Por mucha experiencia que tenga, ningún ser humano puede por sí mismo darles a todos los asuntos globales un sentido positivo. Ni siquiera la canciller alemana”. Y aunque esas palabras estaban claramente dirigidas al futuro, también se referían a un periodo que termina: el del presidente Barack Obama, su gran aliado.

No es un adiós

Todo lo anterior explica el tono melancólico que marcó el encuentro de Merkel y el norteamericano durante la visita de dos días que este hizo a tierras germanas a finales de la semana pasada. Aunque después de ocho años de mandato era comprensible que la ocasión tuviera un aire de despedida de su “socia internacional más cercana”, lo cierto es que la llegada de Trump al poder tiene al presidente seriamente preocupado por la posibilidad de que el magnate arrase con su legado internacional. Por eso, pensando con el deseo, Obama se metió en las elecciones alemanas al afirmar en una conferencia de prensa que “si fuera alemán, votaría por Merkel”.

Y es que la cercanía entre ambos comienza por los principios que comparten en cuanto a la Alianza Atlántica, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha guiado las relaciones entre los dos países. Esta se basa en intereses comunes, como el libre comercio y estructuras comunes de seguridad, en particular la Otan. Pero también en valores compartidos, como la defensa y la promoción de los derechos humanos, la democracia y el pluralismo.

Se trata, justamente, de los valores que Obama recordó en su visita a Berlín, y también los que la canciller evocó en su peculiar mensaje de felicitación a Trump. En este, le ofreció su “estrecha colaboración” siempre y cuando sea sobre la base de los principios que unen a ambos países, “la democracia, la libertad, el respeto por la ley y la dignidad de los seres humanos, independientemente de su origen, color de piel, religión, género, orientación sexual u opiniones políticas”.

Aunque muchos vieron en esas palabras un regaño velado al magnate, lo cierto es que casar una pelea con el presidente electo de Estados Unidos no corresponde al carácter prudente de la canciller. De hecho, con su mensaje buscaba dos objetivos. Por un lado, reafirmar el compromiso de Alemania con esos valores. Y por el otro, enviar un mensaje a sus socios europeos para reclamarles no abandonar los principios de la UE al hacer negocios con Trump. Habrá que ver hasta qué punto el resto de los países de Europa sigue creyendo en los fundamentos que hace 60 años inspiraron la Unión.