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John William Nieto (derecha) solo puede mover su cabeza luego de que en 2007 una bala atravesara su cara y llegara a su médula. | Foto: Archivo particular.

REPORTAJE

Balas que acaban sueños

Una bala perdida marcó la vida de dos jóvenes. Uno pasa sus días en silla de ruedas, el otro agota su tiempo en una celda.

Francisco Romero
10 de agosto de 2013

De repente abrió los ojos. Intentó levantarse pero no pudo. Su cuerpo pesaba extrañamente más de lo normal. A su lado, una enfermera mezclaba varios medicamentos. La imagen era borrosa. John William Nieto Castro no sabía por qué estaba encerrado en ese lugar. Lo último que recordaba, a sus 16 años de edad, era que estaba bailando con una amiga en una calle del barrio Lucero Bajo, localidad de Ciudad Bolívar, cuando apareció un sujeto que empezó a disparar celebrando supuestamente la llegada de la Nochebuena. Fue el amanecer del 25 de Diciembre de 2007, cuando todo para él quedó en tinieblas. Había recibido una bala perdida.


Cinco años y cerca de 8 meses después de lo ocurrido, poco ha cambiado. Su cuerpo sigue paralizado, pero ahora ya no está postrado sobre una cama sino que está sentado sobre una silla de ruedas especial y cromada que sostiene su cabeza, la única parte del cuerpo que quedó con movimiento. El proyectil ingresó por el lado izquierdo de su cara, donde quedó una cicatriz, afectó la médula espinal y se alojó en el hombro derecho sin que los médicos pudieran extraerlo. Basta con pasar los dedos de las manos sobre esa parte del cuerpo para sentir que el plomo está incrustado en ese lugar.

En su habitación de cuatro metros cuadrados y pintada por mitades de color verde y naranja se respira un ambiente de tristeza. Nidia Castro, su madre, no hace más que secarle con una toalla las lágrimas a su hijo, una promesa del fútbol que soñaba, apenas terminara su bachillerato en el Colegio Rómulo Gallego, alinear en su equipo del alma, Millonarios. Pegados a la pared están pendones, afiches, banderines, bufandas y fotografías con el escudo y las estrellas del equipo.

Para llegar a su cuarto alquilado, hay que caminar 12 metros a través de una carpintería en la que se absorbe todo el polvillo que desprende la madera al ser trabajada. La puerta, del mismo material, ha perdido su barniz, a pesar de que ese es el trabajo cotidiano que adelantan los cinco empleados del lugar. 

Adentro, dos camas, una mesa de noche y dos armarios de madera, que sostienen varias cajas de cartón, donde guardan algunas de sus cosas, las cuales acomodan en medio de la estrechez.

La otra cara

La situación pareciera ser similar a la que se vive en la celda de Juan Gabriel Castaño Cardona, el joven que disparó la bala y quien paga hoy en día una condena de 11 años y un mes en la Cárcel de Acacías, Meta, ubicada a 116 kilómetros de Bogotá. La sentencia fue lograda por su abogada, quien pudo cambiar en segunda instancia el sentido del fallo agravado a tentativa de homicidio simple, porque en un principio, alias ‘Toto’, como se le conoce en el barrio, había sido condenado a 250 meses de prisión el 16 de Junio de 2008 en el complejo judicial de Paloquemao.

No solo eso intentó y logró la defensora. También quiso tumbar toda la condena presentando una demanda de casación ante la Corte Suprema de Justicia, alegando que los dos testigos en contra del procesado no generaban credibilidad, pues habían consumido licor en la noche de Navidad. 

El alto tribunal no la admitió y ratificó la condena interpuesta en segunda instancia. De 20 años la pena bajó a 11. Una condena que por buen comportamiento, trabajo y estudio podría terminar en no más de siete años.

La cárcel de Acacías, Meta, donde Castaño Cardona intenta quemar el tiempo, es una colonia agrícola, en la que unos 1.200 internos pagan sus condenas, la mayoría de ellas por delitos relacionados con lesiones personales, hurto, porte de estupefacientes, inasistencia alimentaria y muy pocos por abuso sexual y homicidio, como es el caso de alias ‘Toto’. 

A diferencia del resto de cárceles no hay hacinamiento. Dividida en 8 patios, considerados campamentos, la prisión tiene áreas sin rejas para aquellos reclusos a los que solo les restan 15 meses para acabar su sentencia y no hayan cometido delitos de sangre. Sin embargo, Castaño es de los que tienen prohibida esa libertad pues no solo está comprometido en un intento de asesinato sino que también puede convertirse en un peligro para sus compañeros, o ellos para él. 

La Prueba

Para que Juan Gabriel Castaño Cardona esté en prisión tiene que habérsele incautado el arma que disparó, afirman los Intendentes de la Dirección de Investigación Criminal DIJIN, Albeiro Millán Díaz y Fanny Gómez. Los técnicos profesionales en balística dicen que solo así pueden realizarse los cotejos con el proyectil disparado para establecer responsabilidades. A alias ‘Toto’ en el momento de su captura le fue incautado un revólver calibre 38. 

Los expertos de la Policía Nacional explican que cada arma de fuego tiene su propia identidad, como por ejemplo, estrías y macizos o valles de montaña, que quedan marcados apenas el plomo atraviesa el cañón. 

Quienes disparan las balas perdidas en Colombia, llamadas técnicamente como balas a un objetivo no determinado, pocas veces disparan con sus brazos en posición de 90 grados. Los sargentos Millán y Gómez aclaran que por su estado de ebriedad, en la mayoría de los casos lo hacen a 45 o 60 grados.

El proyectil calibre 38, utilizado por Castaño Cardona, pesó 15 gramos, tuvo una velocidad aproximada entre 260 a 275 metros/segundo y un alcance real de 45,7 metros. Los dos suboficiales de la Policía se muestran preocupados al indicar que en Colombia las armas de fuego, al igual que los proyectiles con que se venden no están ‘patronadas’, es decir, que no están registradas en bases de datos, lo que les complica su trabajo investigativo. 

Actualmente en el Sistema Integrado de Identificación de Balística (IBIS), reposan 12.400 muestras de diferentes calibres.

Según la Dirección de Seguridad Ciudadana de la Policía Nacional, de las 128 personas capturadas entre 2011 y 2012 solo dos fueron condenadas, entre ellas alias ‘Toto’, y 15 más permanecen apenas en etapa de juicio. La Fiscalía tiene vigentes 59 procesos por el delito de disparar sin necesidad, el cual da penas mínimas entre 1 y 5 años de prisión.

En los últimos dos años 119 personas perdieron la vida y 688 resultaron heridas por balas perdidas en todo el país. En 2012 Medellín encabezó la lista con 16 muertes, seguida de Cali con 12 y Bogotá con 4. El 2013 comenzó con la muerte de la niña Alisson Britel de 11 años quien había viajado con sus padres al barrio Manrique de la capital de la montaña para recibir el Año Nuevo. 

El caso más reciente ocurrió el pasado 28 de Julio de este año cuando la pequeña Daniela Maritza de 7 años recibió una bala en su cabeza cuando jugaba en su casa del barrio El Portal de Rafael Uribe Uribe. Mientras sigue luchando contra la muerte, el agresor permanece libre.

La tragedia

El 25 de Diciembre de 2007, John William Nieto, llegó a su casa a las 8 y 10 de la noche después de comprar unos zapatos usados en la Plaza España, que para él significaban su estrene. Se bañó y arregló, comió arroz con huevo y se despidió de beso en la mejilla de su ‘viejita linda’, como sigue llamando a su señora madre, y de sus hermanitos Kevin Orlando y 
Paola Andrea, para tomar camino al barrio Lucero Medio donde lo esperaban sus amigos quienes habían organizado una fiesta de Nochebuena.

Tomó unos tragos de licor y bailó con varias de sus amigas, o ‘amigovias’, como él mismo cuenta con una picardía que brilla en sus ojos y que se escapa en una sonrisa. De repente escuchó varios disparos, intentó correr, pero se desplomó cayendo de cara y perdiendo la conciencia. Sus amigos se escondieron para evitar ser impactados. Al verlo tirado en un pastizal corrieron a auxiliarlo y con la ayuda de dos uniformados de la Policía de Ciudad Bolívar que pasaban por el lugar lo trasladaron en una patrulla hasta el Hospital de Meissen, que decidió por la gravedad de la herida remitirlo rápidamente al Policlínico del Olaya, donde contaban con los equipos médicos para salvarle la vida.

Dos días después, despertó. Pensó que estaba soñando o que seguía borracho. Intentó levantarse pero fue imposible. Un médico, con la menor delicadeza, le contó lo ocurrido y el poco ánimo que tenía desvaneció. De sus ojos se desprendieron varias lágrimas, similares a las que hoy caen cuando recuerda los hechos. Estaba conectado a un respirador artificial que lo mantenía con vida. Pero los galenos daban pocas esperanzas, al punto que consultaron a sus padres sobre una posibilidad de desconectarlo.

“Fueron momentos difíciles”, cuenta su mamá, al traer a su memoria los instantes en que su hijo vomitaba sangre y permanecía en una camilla antes de ser ingresado a cirugía. El joven estaba vivo de milagro. Para la fecha, John William, se alistaba para cursar décimo grado. También reciclaba con el fin de ayudar a sus padres y hermanos.

Nunca en esos recorridos callejeros se cruzó con su agresor Juan Gabriel Castaño Cardona. Ni tampoco lo conoció o vio el día de la fiesta. Solo días después de lo sucedido logró verlo en fotografías y enterarse que se trataba de un jíbaro del barrio La Estrella, también de Ciudad Bolívar, al que apodaban con el alias de ‘Toto’ y que bajo el efecto del alcohol y las drogas accionó el arma de fuego.

Aunque intentó fugarse del lugar, trepando revólver en mano una pared y corriendo por los tejados, fue capturado al caer accidentalmente a una vivienda, detrás de una lavadora.

John William, nacido el 28 de Abril de 1991, dice que hay días en que lo perdona pero otros en los que lo odia, quisiera hacerle lo mismo y posteriormente morir. Sin embargo, manifiesta que está entregado a Dios, porque cree que lo va a levantar de su silla de ruedas, la misma en la que su padre Orlando Nieto acostumbraba llevarlo de paseo antes de que lo asesinaran el pasado 28 de Marzo de 2013.

El obrero de la construcción fue víctima de disparos cuando departía unas cuantas cervezas en una taberna del barrio Capri de la localidad 19 de Bogotá. La investigación de la Fiscalía apunta que habría sido asesinado por el dueño del establecimiento, con quien había discutido minutos atrás. Justo cuando este sacaba el cuerpo del negocio con ayuda de una mujer fueron capturados por la Policía. 

Cuando John William observa de frente una fotografía de fondo azul de su padre, no hace más que llorar, ya que recuerda esos momentos en que cogían camino a las canchas de microfútbol donde se adelantaban torneos barriales. “De puertas para adentro la gente no sabe lo que sufrimos”, apunta en medio del llanto, realizando movimientos involuntarios de sus piernas por efecto de la profunda respiración. 

Su padre era el que se encargaba de hacer las diligencias en el seguro para obtener los medicamentos y los pañales, ganados mediante una acción de tutela, así como el servicio de una enfermera que extrañamente ya no lo acompaña, a pesar del fallo de la Corte. 

Hoy, John William, su mamá y sus dos hermanos viven de la caridad y de la venta de unos cuadros religiosos que doña Nidia pinta con la ayuda de carpinteros. Mientras ella se rebusca en la calle, el joven quema el tiempo viendo televisión, o manipulando un computador que le regaló la Fundación Cirec y que le adaptó un programa de manejo mediante movimientos de cabeza. En él no solo juega solitario, sino que también ingresa a la red social Facebook para chatear con sus amigos, entre ellos Mayra Alejandra Bonello, la única compañera del colegio que todavía lo visita personalmente.