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Darío Úsuga, alias ‘Otoniel’, comanda la banda conocida como los Úsuga o los Urabeños. Por su captura el gobierno nacional ofrece 2.500 millones de pesos.

ORDEN PÚBLICO

Neoparamilitarismo: un monstruo de mil cabezas

Más allá del debate sobre la naturaleza de estos grupos, el gobierno tiene que demostrar que puede doblegarlos. Los Úsuga son hoy la mayor amenaza para la seguridad del Estado y para el proceso de paz.

9 de abril de 2016

“Ese hombre es un animal. Es peligrosísimo. Él mata por matar, a niños, al que sea, no le importa”. Uno de los capos más temidos que han existido en Colombia, Daniel ‘el Loco’ Barrera, extraditado poco después a Estados Unidos, sorprendió en su momento a las autoridades con esa frase. No es común que un personaje sanguinario como él, que ascendió en el mundo criminal a punta de bala, confesara temerle a alguien. Sin embargo, como ha comprobado el país en las últimas tres semanas, no estaba equivocado.

El hombre de quien hablaba Barrera es Darío Úsuga, alias Otoniel, jefe de la banda criminal conocida como los Úsuga o los Urabeños. “Si en Colombia hay alguien malo, malo y realmente peligroso es ese tal Otoniel de Urabá. Se acordarán de mí. Si las autoridades no cuidan a Urabá, eso, mínimo, va a terminar con unas 400 personas inocentes muertas”, fue el macabro pronóstico de Barrera, que hoy parece estarse cumpliendo. Aunque la cifra de víctimas que ha dejado Otoniel es incierta, la realidad es que se cuentan por docenas aquellos que han muerto bajo las balas de los Úsuga, sean rivales de otras bandas, civiles inocentes o miembros de la fuerza pública.

Cuando el Loco hizo esas afirmaciones casi nadie en el país sabía de la existencia de Otoniel y su grupo criminal, con excepción de los habitantes de Urabá, la región donde surgió esa banda, desde donde se ha expandido a 22 departamentos. Hoy, cuatro años después, prácticamente muy pocos colombianos no han oído hablar de Otoniel y los Úsuga. El gobierno de Estados Unidos ofrece por el capo 5 millones de dólares y el colombiano 2.500 millones de pesos de recompensa.

 En los últimos días, los Úsuga estuvieron en la primera plana de todos los medios cuando desataron una ofensiva contra el Estado al mejor estilo de la época de la guerra de Pablo Escobar. Emulando al capo del cartel de Medellín, Otoniel ofreció a sicarios propios y ajenos 2 millones de pesos por cada policía asesinado. En una semana ya habían caído diez uniformados en cuatro departamentos. Con esa orden la bacrim reaccionó ante la operación policial que terminó con la muerte del jefe militar de ese grupo, Jesús Durango, alias Guagua.

Al mismo tiempo, Otoniel y sus lugartenientes distribuyeron panfletos para anunciar un paro armado. Más de 30 municipios en tres departamentos se vieron afectados ya que por temor los pobladores cerraron comercios y colegios. Varios vehículos de quienes no cumplieron la orden terminaron incinerados. El terror se expandió a gran parte del país gracias a que usaron las redes sociales para masificar amenazas que otros delincuentes y personas inescrupulosas aprovecharon para generar zozobra a nivel nacional (ver recuadro).

Como si todo lo anterior no fuera suficiente, a mediados de la semana pasada se conoció que Otoniel ordenó ampliar el plan pistola. Pasó a ofrecer 20 millones de pesos por la cabeza de los oficiales de inteligencia y los comandos que están tras él desde hace más de un año en la Operación Agamenón. También ordenó asesinar a las familias de esos uniformados.

Además de la venganza por los golpes recibidos, los Úsuga buscan con estas acciones realizar una demostración de fuerza para obligar al gobierno a considerarlos un grupo paramilitar al que se le debe dar un reconocimiento político, lo cual les permitiría ser incluidos en una mesa de negociación con las prerrogativas que esto implica. Esta no es una pretensión nueva, pero ha puesto sobre el tapete un viejo debate sobre la naturaleza y el tratamiento que deben recibir este tipo de organizaciones. Respetados académicos y el gobierno tienen varias posiciones al respecto.

¿Qué son?

 “Mientras los 25 máximos líderes (de las AUC) terminaron todos en prisión y 14 de ellos extraditados a Estados Unidos, decenas y decenas de mandos medios aprovecharon este vacío de poder para continuar delinquiendo gracias a la experiencia acumulada. Este fue el origen de las denominadas ‘bandas criminales’”, escribió en una columna reciente en Semana.com Eduardo Pizarro Leongómez, cofundador e investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri) de la Universidad Nacional de Colombia y expresidente de la Comisión de Reparación de Víctimas creada por la Ley de Justicia y Paz.

Pizarro critica que algunos colegas suyos llamen a estas bandas “neoparamilitares” o “tercera generación paramilitar”. A su juicio, a estos grupos les falta un rasgo que los definiría como paramilitares: una vocación contrainsurgente. Pizarro va más allá y asegura que estos grupos han tenido acuerdos pragmáticos con la guerrilla alrededor de los negocios ilegales y que han enfrentado conjuntamente al Estado. “Las bacrim perciben al Estado como una barrera para su lucrativo portafolio criminal: minería ilegal, tráfico de drogas, extorsión, microtráfico y contrabando. ¿Cómo es posible, entonces, denominar paramilitares a grupos que combaten al Estado y que hacen pactos de convivencia con la guerrilla?”, concluye el investigador.

Buena parte del gobierno y las autoridades comparten el punto de vista de Pizarro. Sin embargo, otros académicos que investigan ese problema desde hace años lo controvierten. Uno de ellos es Jorge Restrepo, director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, Cerac. “El objetivo instrumental de la violencia paramilitar no es solo contrainsurgente. No lo fue en sus orígenes y no lo es ahora. Incluso en los territorios donde ya habían expulsado a la insurgencia, los antiguos paramilitares continuaron ejerciendo la violencia, como en Barrancabermeja a partir de 2001, Córdoba en 1998 o el Bajo Cauca en 2004”, dijo Restrepo en El Espectador.

Para este investigador hay semejanzas y motivos que permiten asimilar lo que ocurre con las bacrim y las desaparecidas AUC. “La violencia paramilitar fue, además, un medio de construcción de poder regional y de ejercicio de poder violento, que correspondía a proyectos políticos regionales de elites tradicionales y emergentes”. Y argumenta que en Colombia se llama paramilitar a quien está por fuera de la estructura del Estado, pero cuenta con la anuncia activa o pasiva de algunos sectores de este.

El sociólogo y antropólogo Francisco Gutiérrez, director del Observatorio sobre Restitución de Tierras, también ha manifestado en repetidas oportunidades una de las reflexiones más interesantes sobre cómo clasificar el fenómeno de grupos como los Úsuga. Gutiérrez dice que “los paramilitares transfirieron a las bacrim una parte muy importante de su personal, en la base y en los mandos medios. Las bacrim heredaron, aún sin muchas innovaciones, el ‘modus operandi’ de los paramilitares (…), han mantenido una lógica contrainsurgente, antisubversiva y orientada al castigo de la protesta social”.

 Sin embargo, llama la atención sobre una diferencia relevante: “El vínculo de las bacrim con las agencias de seguridad del Estado parece mucho, mucho más débil que el paramilitar. Su relación con el poder político es en orden de magnitud menos exitosa. Las bacrim han establecido al parecer algunas alianzas coyunturales con la guerrilla. Tienen estructuras organizacionales aún más débiles y cortas que las de los paras y carecen de técnicos e intelectuales”, concluye.

De Escobar a Otoniel

 Pero cómo se nombre un fenómeno como el de los Úsuga no es solo un asunto semántico, pues tiene profundas implicaciones sobre la estrategia para enfrentarlo. Define, por ejemplo, si su tratamiento debe ser policivo o militar y qué tipo de fórmulas jurídicas es posibles aplicarles.

Al respecto, el fiscal encargado Jorge Perdomo ha dejado claro que las bandas criminales no son actores del conflicto y, por tanto, no son sujeto de negociación. Sin embargo, sí se han explorado fórmulas para su sometimiento a la justicia penal ordinaria. “Esto implica que entreguen armas y bienes, que delaten, que cuenten cómo es su accionar delictivo en las regiones, que colaboren en la desarticulación de sus redes económicas y políticas, y que finalice el reclutamiento ilícito de menores”. Es decir, que se les considere crimen organizado a secas.

De otro lado, el tratamiento que han recibido hasta ahora ha sido policivo. Por eso, en enero del año pasado se lanzó la Operación Agamenón, la más grande ofensiva para acabar con un grupo criminal desde los tiempos del Bloque de Búsqueda de Pablo Escobar.

Más de diez helicópteros Black Hawk, y otros de apoyo; aviones especiales de inteligencia y 1.200 policías y grupos elites como Junglas, Copes y Lobos se trasladaron a la zona de Urabá con la misión de capturar a Otoniel. Eran agentes y oficiales venidos de todas partes del país, para evitar que los Úsuga pudieran comprarlos.

 A lo largo de estos 12 meses de persecución esa banda ha recibido muchos y muy contundentes golpes. Las autoridades prácticamente han arrestado a todos los familiares del capo, entre ellos su esposa, hermanos y primos. Por lo menos han capturado a 6.000 integrantes de ese grupo, entre los cuales están el jefe político y el de finanzas, y han abatido en combate a sus más importantes lugartenientes.

 Así mismo, les han incautado más de 70 toneladas de droga en los últimos 12 meses, han perjudicado sus finanzas seriamente afectadas al decomisarles caletas con más de 15 millones de dólares y 40.000 millones de pesos en efectivo. Y más de 200.000 millones de pesos en propiedades y vehículos también han quedado en manos de las autoridades.

 Si bien estas cifras reflejan la intensidad de la lucha contra Otoniel y su banda, no pocos se preguntan por qué no ha caído el capo ni se han acabado los Urabeños. “Otoniel aprendió de los paras el nivel de sevicia, a la hora de ordenar matar le garantiza respeto y miedo. De los narcos, a hacer negocios de droga. De la guerrilla tiene la disciplina y aprendió desde joven a vivir en la selva sin necesitar nada. Es un puro animal de monte”, afirma un oficial antinarcóticos que lo ha perseguido durante dos años.

 Aunque centenares de integrantes de esa banda están tras las rejas, la percepción es que no han sentido esas bajas. “Ellos afirman que pueden ser 8.000 o más integrantes. Pero Urabeños o Clan Úsuga, como se les denomina ahora, realmente son muy pocos. Lo que hicieron fue crear una especie de confederación de criminales de todo tipo que actúa bajo la ‘marca’ de Urabeños”, le explicó a SEMANA uno de los fiscales de la Unidad de Crimen Organizado de la Fiscalía General. A diferencia de Pablo Escobar, que tenía un cartel bajo su mando, con una estructura vertical, Otoniel administra una red de alianzas locales que se expande como una mancha de aceite por el país. “Bandas como la Empresa, en Buenaventura; la Oficina de Envigado, en Antioquia; la Cordillera, en el Eje Cafetero, o el llamado Bloque Meta, en el oriente del país, terminaron, por las buenas o por las malas, trabajando para Otoniel y los Urabeños. Esa capacidad de poner a su servicio criminales de cualquier calaña ha sido parte de su poder, sumado a la inmensa capacidad que tienen para corromper y permear la fuerza pública en las regiones”, afirma el fiscal.

 Justamente ese tema de la corrupción, especialmente a nivel local, ha sido uno de los obstáculos para conseguir mayores y mejores resultados en el combate contra los Úsuga. Más de 150 integrantes de la fuerza pública e, incluso, miembros del CTI, fiscales y jueces han resultado detenidos en el último año por colaborar con estos grupos.

Al igual que en la época del cartel de Medellín o Cali, la depuración es el primer paso para garantizar el éxito en esa lucha. Evitar que se enteren anticipadamente de las operaciones en su contra o impedir que mediante argucias los jueces liberen a los delincuentes. Es claro, también, que las acciones en su contra no pueden limitarse simplemente a operaciones policiales. En la mayoría de las regiones donde estas se desarrollan prácticamente no hay presencia de las instituciones del Estado. Infraestructura deficiente y pocas oportunidades son el caldo de cultivo ideal que nutre permanentemente las filas de esos grupos con decenas de jóvenes que ven en el crimen organizado una opción laboral.

Ahora, para el gobierno en los últimos días quedó clara la prioridad de capturar a Otoniel y desvertebrar su banda. No solo por el daño que causan en las regiones, sino por su impacto en el proceso de paz. Las Farc temen que cuando dejen las armas, los territorios que queden libres resulten copados por los Urabeños y otras bandas. Y el gobierno comparte esa preocupación.

 También inquieta que los Úsuga, en busca de reconocimiento político, asesinen a líderes de izquierda, como lo hacían las AUC. Una situación que pueden aprovechar en las regiones los “enemigos agazapados de la paz” para sabotear la implementación de los acuerdos que se firmen este año. Evitar que esto ocurra es un desafío que no da espera.