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BICENTENARIO

Es hora de romper la historia patria y volverla a escribir

La Independencia y la formación de la nación, lejos de ser un relato único y centralizado, debe dar paso a una narración en la que las diferentes regiones, sociedades y culturas deben aparecer.

Fernán E. González G. (*)
6 de agosto de 2019

La formación y la integración del Estado han estado acompañadas de un relato histórico que en sus distintas etapas ha negado la diferencia étnica y la diversidad y que ha privilegiado los sucesos del centro del país sobre otros. El mejor ejemplo se encuentra en las narraciones y conmemoraciones oficiales sobre los momentos fundacionales de la nación, concentrados casi exclusivamente en los sucesos ocurridos en el centro-oriente del país. Así, el comienzo del proceso emancipador se celebra el 20 de julio, en torno a los sucesos acaecidos en Santa Fe de Bogotá en 1810, mientras que el momento culminante de la lucha, se hace en las batallas del Pantano de Vargas y el puente de Boyacá.

Esa perspectiva ha sido cuestionada por distintos sectores sociales de otras regiones. El Heraldo de Barranquilla se quejaba en un editorial reciente de que la Costa Caribe había sido la perdedora en la reconstrucción histórica iniciada por José Manuel Restrepo y consolidada por la obra clásica de Henao y Arrubla, que se transmitió a las siguientes generaciones a través de los textos escolares en ellos inspirados. Y se refería a que pocas personas sabían que en el 20 de julio de 1810 no se proclamó la independencia y que las primeras rupturas con la lealtad al rey habían tenido lugar en Mompox, el 6 de agosto de ese año, y en Cartagena, el 11 de noviembre de 1811. Además, recordaba que la batalla de Boyacá no había significado la liberación de todo el territorio nacional, ya que la guerra solo concluiría con la capitulación de los realistas en Cartagena el 10 de octubre de 1821, que sería la fecha más adecuada para celebrar el bicentenario.

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En El Nuevo Siglo varios historiadores entrevistados consideraron que el problema no se reducía a la Costa Caribe. Así, Álvaro Tirado Mejía insistía en la necesidad de tener en cuenta los trascendentales hechos de Mompox y Cartagena, cuyas élites fueron severamente golpeadas por la restauración monárquica de Morillo, pero también los sucesos del Gran Cauca, además de los del centro-oriente del país. En sentido similar se pronunciaba Margarita Garrido, al señalar que la historia oficial se reducía al centro del país, al tiempo que insistía en la necesidad de una historia más incluyente y diversa, con muchos centros y perspectivas. Por su parte, Ana Catalina Reyes recordaba que el 20 de julio de 1810 se insertaba en un proceso más amplio, iniciado en Cartagena y Mompox, seguido por El Socorro y Cali, y que culminó en Santa Fe.

Consideraciones semejantes llevaron a la actual junta directiva de la Academia Colombiana de Historia a discutir con las academias regionales y los centros locales de historia los aportes de las nuevas corrientes historiográficas sobre la Independencia., con el objetivo de presentar la conmemoración del triunfo de Boyacá como una oportunidad para reflexionar sobre el proceso de formación de la nación. En otras palabras, entender nuestra historia como un esfuerzo por construir una nación a partir de una unidad administrativa de origen hispánico que comprendía una gran diversidad de regiones, grupos sociales y etnias, lo que se reflejaría en un proceso ambiguo y conflictivo de guerras internas y procesos electorales y constitucionales a lo largo de 200 años.

Periódico El Aviso.

Mirar la historia Colombia, diversa y diferente, nos aleja de la mirada catastrofista, que mira al país de fracaso en fracaso al punto de o considerarlo incluso como un Estado fallido o a punto de colapsar debido a la violencia omnipresente como rasgo esencial de nuestra vida política; y nos acerca a una visión más compleja y diferenciada a nuestro devenir histórico. Mirada que debe insistir en la gran capacidad de resiliencia del país, que le ha impedido sucumbir ante las dificultades pero sin ser capaz de afrontar de manera definitiva los problemas.

Es en esa clave menos catastrófica en la que debemos entender los 200 años de vida independiente. Un buen inicio es abandonar la idea de Patria Boba como el primer gran fracaso de la nación y enmarcar la independencia en el contexto de la crisis del Imperio español producida por la invasión napoleónica como detonante para la explicitación de conflictos latentes. Así, a partir de los motines del 2 de mayo de 1808 se organizaron en la península española juntas autónomas en contra del dominio francés y en defensa del rey Fernando, que fueron seguidas por movimientos semejantes a lo largo de Hispanoamérica, empezando por Charcas (en la actual Bolivia, , siguiendo por La Paz, Quito, Caracas y Buenos Aires.

Y, en la Nueva Granada, se presentaron movimientos similares en Cartagena, Cali, Pamplona, El Socorro y en Mompox. El 20 de julio de 1810 Santafe protagonizó su motín y la ola juntista por Honda, Santa Marta, Antioquia, Popayán y Tunja. Estos procesos de recuperación de las soberanías locales fueron evolucionando de manera diferente, según las particularidades de las localidades y regiones, que desembocaron en enfrentamientos armados, encubiertos como luchas entre centralistas y federalistas, fidelistas, regentitas y patriotas, con una participación importante pero muy diferenciada de los llamados grupos subalternos, indígenas, mestizos, mulatos, negros libertos o cimarrones.

Obviamente, estas tensiones internas dificultaban las aspiraciones de Santa fe de Bogotá para ejercer su autoridad como capital y facilitaron la reconquista de la Nueva Granada por las tropas de Morillo, que lograron la restauración monárquica una vez sometida la plaza fuerte de Cartagena. Pero, a su vez, los desmanes de la reconquista y la conciencia del fracaso de la primera república convencieron a los patriotas de la necesidad de formar un ejército más profesional y de un mando centralizado, en vez de las “repúblicas aéreas” que criticaba Bolívar. Ahí radica la clave del éxito del triunfo de Boyacá. Surge así una mirada continental de lucha emancipadora, que superaba la mirada centrada en los límites de las unidades administrativas del Imperio español. Pero, después de estas campañas, donde combaten juntos soldados de los actuales países de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Chile, se va diluyendo la necesidad de una mirada continental, para regresar a las visiones nacionalistas pensadas desde las unidades administrativas del Imperio español.

Además, tampoco en el nivel interno de la actual Colombia, fue fácil implantar el régimen republicano: como muestra Daniel Gutiérrez Ardila, la fácil expansión del dominio patriota en algunas regiones como el centro-oriente del país, el Chocó y el occidente hasta Popayán contrasta con la resistencia realista en los límites entre los actuales departamentos de Cauca y Nariño, las sabanas del Sinú, la península de la Goajira y las zonas aledañas a Valledupar.

Retos y miradas

Pero, una vez consolidado el poder, la mirada nacional planteaba nuevos interrogantes a los próceres: en el caso de la actual Colombia, ellos se enfrentaban al desafío de construir una nación a partir de un territorio fragmentado por la geografía, que dificultaba la formación de un mercado interno en una sociedad dividida en castas y basada en una jerarquía de ciudades, amenazadas por poblaciones en ascenso. De ahí las diversas concepciones de Bolívar y Santander sobre la construcción de la nación y las confrontaciones posteriores entre los partidos liberal y conservador.

En esos enfrentamientos se combinaba una vida electoral intensa, que ha subrayado Eduardo Posada Carbó, con un recurso a la guerra civil, tanto en el orden nacional como en el regional. Pero, en esta paradójica combinación entre orden y violencia, destacada por Daniel Pecaut, se fueron configurando dos historias, paralelas y contrapuestas, donde los héroes de una versión son los villanos de la otra, donde fuimos pasando de un federalismo extremo, que perpetuaba las diferencias regionales, a un centralismo que las desconocía casi por completo; de un intento prematuro de secularización, con algunos ribetes anticlericales, a un Estado confesional, que conducía a una especie de régimen republicano de cristiandad.

Periódico La Civilización.

Esos bandazos entre posiciones extremas, llevaban a enfrentamientos extremos como la Guerra de los Mil Días. Luego, la oposición del conservatismo y de la jerarquía de la Iglesia católica a los intentos de modernización política y social de la “Revolución en marcha” ocurrida en la década de 1930, y la insurgencia de un movimiento populista en un mundo marcado por las desigualdades en el campo y la ciudad, produjeron una intensa polarización, que preparó el camino a la Violencia de mediados de siglo.

La experiencia vivida de esa tragedia nacional llevó a la convicción de que era necesaria la reconciliación entre liberales y conservadores y la Iglesia católica. Sin embargo, este intento de civilización política, conocido como el Frente Nacional, mostró pronto sus limitaciones al excluir a los grupos sociales al margen de los partidos tradicionales y mostrarse incapaz de responder a las necesarias reformas sociales y económicas que el país afrontaba en la segunda mitad del siglo XX.

Frente a esa exclusión e incapacidad, surgieron movimientos insurgentes, donde se combinaba la opción de grupos de corte jacobino, de inspiración marxista-leninista, con las tensiones de grupos de colonos campesinos en las zonas periféricas de la frontera agraria, producidas por una estructura muy concentrada de la propiedad de la tierra en las zonas más integradas a la vida económica y política de la nación. Luego, las guerrillas insurgentes fueron saliendo de las zonas periféricas donde habían nacido para presionar regiones más insertadas en la vida económica y política de la nación, donde encuentran la respuesta paramilitar.

Al lado se va presentando el desdibujamiento paulatino del monopolio bipartidista, al lado de una intensa movilización social, que termina produciendo una crisis de la representación política de la sociedad. Como respuesta a esa crisis, la Constitución de 1991 representa un intento de relegitimación del régimen político con reformas a las relaciones entre las ramas del poder, el reconocimiento de derechos económicos y sociales y la consagración del pluralismo regional, religioso, cultural, étnico y social de la nación.

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Sin embargo, estas reformas políticas y sociales no bastaron para poner fin a la lucha armada, que seguía polarizando al país entre los partidarios de una paz negociada y los partidarios del sometimiento militar. Esta división entre diversas concepciones de la paz se expresó en el triunfo del No en el plebiscito, las dificultades del gobierno de Santos para implementar los acuerdos y las vicisitudes de la justicia transicional durante el gobierno de Duque.

¿A que va este rápido recorrido por la historia de Colombia? A demostrar que las complejidades de nuestro proceso de Independencia, contrastadas con el desarrollo conflictivo de la formación de la nación colombiana, lejos de ser un único y centralizado relato, es una narración diversa en la que las regiones y la diferencias sociales y culturales han tenido para bien o para mal una incidencia importante. Reconocer esa diversidad histórica y las dificultades para la formación de una nación incluyente nos invitan no solo a reconsiderar nuestra historia sino a superar esa nueva polarización entre los colombianos que se convierte en el nuevo lastre construir una nación en donde quepamos todos.

* S.J., Ph.D. en Historia e investigador del Cinep