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Cerca de 45.000 migrantes entran a Colombia a través del puente internacional Simón Bolívar, que conecta la ciudad de Cúcuta con San Antonio del Táchira, en Venezuela. | Foto: Esteban Vega

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Así se vive en la frontera de Norte de Santander, el eje de la migración venezolana a Colombia

SEMANA estuvo en la capital de este departamento y sus alrededores, el territorio que más sufre el éxodo venezolano. Lo que allí ocurre es una tragedia humanitaria que el resto del país aún no dimensiona.

Laura Campos Encinales
14 de febrero de 2018

Con el paso del tiempo se vuelve normal. Van y vienen. De un lado a otro. Con bolsas, morrales, maletas de ruedas, carretas, cobijas, bicicletas, neumáticos. Cargan lo que sea y como sea. Unos con la intención de escapar de un país donde una comida cuesta el salario mínimo de un mes y otros para consumir bienes y servicios de ese lado, aprovechando que actualmente un bolívar -la moneda venezolana- equivale a 0,02 pesos colombianos.

Esas personas son los venezolanos y colombianos que cruzan a diario el puente internacional Simón Bolívar, el paso fronterizo entre Cúcuta (Colombia) y San Antonio del Táchira (Venezuela). El epicentro de un drama migratorio sin precedentes para el país.

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Entre semana, la avalancha de personas comienza todos los días a las 5:00 de la mañana (hora colombiana) y termina a las 7:00 de la noche en punto. Los fines de semana, se extiende una hora. No hay un minuto en que deje de pasar gente. Desde arriba parecen hormigas arrieras tras un rastro de azúcar. Más cerca, sus rostros revelan cansancio, desespero, incertidumbre. Se estima que 45.000 entran diariamente al país. De estos, no todos son venezolanos, también hay colombianos que hace años emigraron allí, cuando la República Bolivariana era próspera, cuando aún era una nación rica en petróleo y el bolívar se mantenía como una de las monedas más fuertes de América Latina: “Se vivía a todo dar. Qué no se conseguía allá”, repiten una y otra vez los migrantes.



Ahora todo está al revés. Sobre el puente internacional, cargados de equipaje o con bolsas vacías para llenar de mercado del lado colombiano, los migrantes cuentan que en su país el bolívar cayó y la inflación subió tanto que hoy una docena de huevos cuesta la mitad de un salario mínimo. Los bebés están teniendo que dejar el pañal a los ocho meses porque uno solo cuesta cinco veces el sueldo diario de un profesional; un comerciante gana 200.000 bolívares semanales, el precio de un kilo de harina; la yuca y el guineo son la base de su dieta; ya no hay harina ni aceite para preparar las tradicionales arepas venezolanas; y la carne dejó de ser comida, se volvió moneda de cambio.

En toda la mitad del puente, el punto de control que tiene la Dirección De Impuestos y Aduanas Nacionales de Colombia (Dian) es el punto donde confluye gran parte de la problemática. Veinte minutos allí son suficientes para entender que esta crisis migratoria difícilmente tiene solución. Los cuatro o cinco funcionarios encargados de requisar a los migrantes no dan abasto para atender semejante mar de gente; los migrantes se escabullen fácilmente. Aprovechan que los oficiales están requisando a alguien para pasar desapercibidos. Aprietan el paso, simulan tranquilidad y miran al frente.

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No muchos tienen suerte; los nervios los traicionan o el equipaje los delata. En maletas o bolsas plásticas camuflan carne, pescado, queso, productos de limpieza, mantequilla, empaques plásticos, cigarrillos y golosinas, entre otros. Todo para venderlos del otro lado, reunir pesos colombianos, hacer mercado en La Parada -el barrio del municipio de Villa del Rosario, pegado a Cúcuta, que colinda con Venezuela- y volver con víveres a su país.

Algunos, incluso, se pegan la carne al cuerpo para evadir el control de la Dian. Hacen diez y quince intentos al día esperando que los oficiales se entretengan, que las estrellas se alineen y que puedan cruzar como si fueran invisibles. El sábado pasado, John Neira -que vive a cinco horas de San Antonio, en Puerto Vivas, Venezuela- intentó pasar seis kilos de pescado para venderlos y así poder llevar algo de mercado a su casa. SEMANA estaba allí cuando se lo decomisaron. Su reacción es desgarradora (vea aquí el video).



Los más experimentados contrabandean mayores cantidades por debajo del puente a través de unas 20 trochas informales que conectan con San Antonio. Casi todas controladas por actores armados ilegales que la gente llama paramilitares, botas de caucho, urabeños, Clan del Golfo, guerrilleros o simples delincuentes. Se habla y se sabe poco de lo que pasa allí abajo. “El que cruza por ahí entra pero puede que no salga”, dicen.

Para el colombiano que vive en Cúcuta, la capital de Norte de Santander, San Antonio es el lugar donde la plata rinde, donde con un millón de pesos colombianos cualquiera es millonario. Un tratamiento de conductos más una consulta de ortodoncia no cuestan más de 60.000 pesos; cuatro sándwiches Subway en combo, 20.000, y un solo billete de 50.000 pesos basta para tener un fin de semana de licor ilimitado y mucha diversión. La torta se volteó: así como hace tres décadas los venezolanos venían a Cúcuta y mandaban a cerrar las discotecas para ellos solos, los colombianos ahora hacen fiesta en la ciudad vecina, que los recibe con un fuerte mensaje: #EnEstaAduanaNOsehablamaldeChávez.



La Parada, el barrio en el que desemboca el puente internacional Simón Bolívar, es un hervidero de historias que cuentan el drama, el hambre y el dolor que hoy en día viven los venezolanos. Según las autoridades, de las 45.000 personas que cruzan a diario la frontera hacia Colombia, aproximadamente 2.000 se quedan de este lado.

Existen dos tipos de migrantes: el que llega a Cúcuta, compra un pasaje de bus para el interior del país o para Rumichaca, en Ecuador -destino para algunos y la primera parada de los que van a Perú y Chile- y el que se queda en la capital de Norte de Santander para estar más cerca de los familiares que dejó en Venezuela.


Casi todas las familias están separadas. Hay mamás que cruzaron sin sus hijos. Esposos sin esposas. Las abuelas y los enfermos van y vienen para mendigar de un lado y vivir del otro. Pero quizás los que más sufren son los “atrapados”: llegaron con la ilusión de que en Cúcuta había trabajo, pero se encontraron con todo lo contrario, es la segunda ciudad con más desempleo en Colombia. Ahora quieren volver pero no tienen dinero. Duermen en la calle y comen cuando alguien les regala.

Bogotá, sin duda, es el destino soñado. “Es la ciudad de las oportunidades”, dicen. Hasta allí, el pasaje de bus les cuesta 120.000 pesos, una millonada en bolívares. Por eso se ha hecho popular una travesía digna de atletas: caminar de Cúcuta a la capital del país con el equipaje al hombro, sin hotel de paso y con escasos 10.000 pesos para los 12 días de peregrinaje. Bucaramanga es la primera parada y un termómetro de qué tanto trabajo hay en las grandes ciudades. Si allí nada revienta, siguen caminando.

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En La Parada la ley del rebusque manda. Hay tantos oficios como personas. Desde vendedores ambulantes de colombinas, malta, productos de limpieza, cigarrillos, canastas de plástico, harina, aceite y demás víveres, hasta ‘carreteros‘ que transportan el equipaje de los migrantes de un lado al otro de la frontera, compradoras de pelo que les pagan a las venezolanas un promedio de 30.000 pesos por entresacarles mechones, guías que les ayudan a gestionar el pasaje de bus y demás trámites, vendedores de minutos a Venezuela, casas de cambio formales e informales, alojamientos con wifi, camas, restaurante y baño para los que esperan la salida de un bus, hasta ingeniosos jóvenes que decidieron hacer bolsos y artesanías con los inservibles bolívares.



Los cucuteños no entienden por qué si en las noticias denuncian tal escasez de víveres al otro lado de la frontera, las calles de su ciudad están cada vez más llenas de vendedores ambulantes venezolanos que ofrecen productos nacionales que traen de contrabando. El migrante sí lo entiende: “la mantequilla que conseguimos en Venezuela nos cuesta el equivalente a 1.500 pesos y en Cúcuta nos la compran al doble. Esos 1.500 pesos de ganancia son una fortuna para nosotros”.

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Muchos de los que llegan a La Parada no quieren mostrar la cara ni hablar ante las cámaras. Les da pena que su familia los vea flacos, cansados y sin bañar. Cuando hablan por teléfono con sus seres queridos les dicen que están bien, que ya consiguieron trabajo y que no demoran en mandar dinero o en mandar por ellos. El hambre que pasan de ese lado y cuando llegan a Colombia es evidente. La sola comparación entre la foto de su cédula venezolana y cómo lucen actualmente lo dice todo. Le llaman ‘La dieta de Maduro’.



En Cúcuta, unos kilómetros más adentro de Colombia, el panorama es distinto. La aglomeración de venezolanos no es tan evidente como en La Parada pues están distribuidos por toda la ciudad. Sin embargo, los semáforos, las peluquerías y los parques son, a la fija, territorio bolivariano.

A esta ciudad de 850.000 habitantes han llegado 10.000 venezolanos a vivir. Sin trabajo y sin casa. De día, en el Parque Santander -la plaza principal de Cúcuta- hay cientos de ellos vendiendo algo, comprando pelo, haciendo uñas, reclamando las remesas que sus familiares les envían desde el exterior o, simplemente, esperando que el tiempo pase. Cuando cae la noche se acomodan en el piso o en las bancas de concreto. Los que pueden se cubren con una sábana y en medio de la incomodidad intentan dormir.


Antes se acostaban con el estómago medianamente lleno pues varias fundaciones les llevaban almuerzo o comida gratis. Pero desde enero de este año, cuando el alcalde César Rojas hizo un llamado a no darles comida para no incentivar la mendicidad, evitar enfrentamientos por comida y obligarlos a emigrar, la Policía está más pendiente y los donantes recularon. El plato del día se convirtió en una papa rellena de carne que venden en la calle por 1.000 pesos.

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Para otros la noche es la hora de trabajar. Especialmente, para las mujeres. La prostitución es uno de los oficios que estas migrantes han tenido que hacer para sobrevivir y mandar dinero a Venezuela. Después de las 9 de la noche es común encontrarlas en grupos de a diez sobre las aceras, a la espera de clientes. Muchas son menores de edad.

Su necesidad es tal que a veces trabajan de día en un burdel y de noche en la calle. Los proxenetas les cobran 28.000 pesos por el examen médico que certifica que no tienen ninguna enfermedad de transmisión sexual y hasta que no paguen no pueden renunciar. Dormir en una pieza compartida les cuesta 8.000 a la semana y por cada cliente ganan entre 30 y 35 mil pesos. La inexperiencia de muchas -que en su país eran profesionales o amas de casa- complejiza la labor: “No sé cómo actuar, no sé cómo resistir tanta porquería, no sé cómo atraer a los clientes”, cuenta una de ellas.



Además de conseguir trabajo, en Cúcuta los venezolanos tienen otros intereses. Uno de ellos es adquirir la doble nacionalidad. Es el primer paso para acceder a todo lo que en su país se volvió un lujo. Por derecho constitucional, los que tienen padre o madre colombiana pueden sacar cédula o tarjeta de identidad, un salvavidas que les garantizaría el acceso a los medicamentos que no consiguen en su país y clases para sus hijos, que llevan meses sin estudiar. La semana pasada, entre jueves y viernes, cerca de 2.000 venezolanos esperaron afuera de un colegio para hacer el trámite.

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La fila para conseguir un turno era de tres cuadras y luego la superaba otra de cuatro para ser atendido por los funcionarios de la Registraduría Nacional. Niños, jóvenes, adultos, ancianos y mujeres embarazadas (cuyos hijos muy seguramente nacerán en Colombia) esperaron hasta ocho horas en la calle para sentirse un paso más cerca del éxodo; una vez obtengan la doble nacionalidad emigrararán definitiva y legalmente a Colombia.



Dentro de los cucuteños, la xenofobia ha empezado a aflorar. Les molesta que los venezolanos invadan el espacio público, que se bañen en El Malecón -la zona rosa de la ciudad-, que estén mendigando en la calle, y que se estén quedando con todos los trabajos (en construcción, por ejemplo, mientras un colombiano estaba acostumbrado a cobrar 200.000 pesos semanales, un venezolano cobra 80.000). Pero lo que más les preocupa a los habitantes de esta ciudad es el aumento de la delincuencia y del crimen a raíz de la llegada de migrantes. Solo la semana pasada en el departamento hubo dos casos de asesinato en el que los principales sospechosos son venezolanos a los que las víctimas habían hospedado. Los taxistas, que todo lo saben, cuentan infinidad de historias de atracos a manos de personas de esta nacionalidad. Sin embargo, como en todas partes, hay buenos y malos. “No se vale que paguemos justos por pecadores. Somos más los buenos.”, advierten los que se ganan el día a día vendiendo golosinas, barriendo calles, haciendo uñas o carreteando.



Lo que pasa en allí no tiene precedentes. La angustia que tienen los venezolanos antes y después de cruzar los controles migratorios es evidente: tienen pánico de que no los dejen pasar a conseguir comida para llevar de vuelta a su país; temen que al regreso cierren la frontera y no puedan volver a ver a sus familias. A toda hora preguntan si es verdad que van a cerrar definitivamente el paso, qué hay que hacer para obtener el permiso temporal de permanencia, si hay que tener pasaporte para pedirlo (la mayoría no tiene pasaporte y les cuesta el equivalente a 100.000 pesos colombianos sin incluir gastos de transporte y alojamiento en Venezuela), o cómo “volverse colombianos” de una vez por todas.

Una hora en La Parada es suficiente para saber lo que son el hambre y el desarraigo juntos. Lo que es perder la fe en la democracia, la esperanza en la vida. Sin embargo, si para estos migrantes volver a Venezuela es imposible, para Colombia es cada vez más complejo recibirlos.

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Fotos: Esteban Vega La-Rotta