POLÍTICA
Las elecciones del miedo
El discurso del terror en la política ha sido efectivo en el pasado y es poco probable que los candidatos renuncien a la tentación de utilizarlo en la campaña de 2018.
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Alo único a lo que le podemos tener miedo, es al miedo mismo”, dijo Franklin Delano Roosevelt en su primera posesión como presidente de Estados Unidos en 1933. La frase se hizo célebre, pues invocaba un sentido de esperanza después de los duros años de la recesión económica. Una crisis profunda y dolorosa, que nada tiene que ver con la situación que vive Colombia hoy. Pero esta, sin embargo, se caracteriza por un ambiente psicológico de depresión y pesimismo –de miedo– que hace aplicable la declaración de Roosevelt.
Los miedos inundan la campaña electoral de 2018. Desde diversos puntos del espectro político los oradores pronuncian discursos que apelan al temor, exageran las amenazas y propagan un sentimiento colectivo de incertidumbre. Los colombianos creen que la situación del país y sus riesgos son peores de lo que se podría diagnosticar en la realidad objetiva. Una medida de esa brecha es la diferencia enorme entre la evaluación que se hace sobre Colombia en el exterior y el dictamen de las encuestas nacionales que registran altísimos niveles de pesimismo y miedo. El discurso que infunde temor resulta rentable para las estrategias de campaña y, por eso, será una de las características del debate que se avecina.
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Ninguna fuerza política monopoliza el miedo, pero en la Colombia de los últimos años la derecha lo ha utilizado con mayor efectividad. La oposición uribista ha tenido más éxito que ninguna otra fuerza política al capitalizar y exacerbar los temores de los ciudadanos. El fantasma del castrochavismo ha sido quizá su figura más poderosa. El reciente lanzamiento de la candidatura de Germán Vargas Lleras acudió a la posible venezolanización de Colombia y al peligro de que las Farc lleguen al poder. Ambos escenarios –que el país siga el camino de Maduro o que el partido de la exguerrilla pueda ganar las elecciones– son muy lejanos. Pero el miedo los hace creer más factibles que lo que son en la realidad, y por eso varios candidatos –el exembajador santista Juan Carlos Pinzón también– pueden caer en la tentación de apelar a ese fantasma.
El proceso de paz lo facilita. Al fin y al cabo, las Farc llevan años señaladas como el enemigo interno por excelencia, desde los tiempos de la seguridad democrática, para canalizar apoyos en favor del uribismo y su propuesta de mano dura. Un discurso alimentado con acciones violentas y actitudes provocadoras de la guerrilla contra las que Álvaro Uribe construyó su exitosa campaña electoral de 2002. La derecha ha sabido aprovechar el sentimiento negativo acumulado contra las Farc. Ese sentimiento se extendió durante sus ocho años de gobierno en los que conservó niveles de popularidad y respaldo que ningún otro mandatario había tenido. En contra de la costumbre según la cual los gobernantes exageran sus logros y resultados, Uribe en vez de sacar pecho por sus golpes a las Farc insistía en que “la cabeza de la serpiente estaba viva” para conservar el mensaje de miedo.
Al miedo a las Farc como discurso de oposición al proceso de paz, Uribe, con gran imaginación –y efectividad– le sumó la variable de Venezuela: el castrochavismo. Una imagen también reforzada por la realidad: la debacle humanitaria del vecino país, la asfixia de su democracia y los discursos altisonantes de Chávez y de Maduro. Colombia y Venezuela, para cualquier observador con distancia, tomaron en los últimos 20 años dos caminos totalmente distintos. Pero el sentimiento de miedo hace creíble –más que la realidad– que los dos países pueden llegar a parecerse después del proceso de paz. La participación de las Farc en política, el apoyo de Venezuela a las negociaciones y el hecho de que los diálogos se llevaron a cabo en Cuba alimentan el fantasma. Tres elementos bien utilizados por la narrativa de la oposición, para generar miedo.
El plebiscito por la paz fue, de hecho, el preámbulo de la competencia entre discursos diseñados para generar temor. En el lado del No, además del miedo a la llegada de la guerrilla a la arena política, difundieron mensajes engañosos sobre el contenido de los acuerdos en temas que no formaban parte de los textos: reducción de las pensiones, abolición de subsidios, ideología de género. En la otra esquina, la del Sí, el gobierno y sus aliados respondieron con otros intentos por sembrar terror: que si ganaba el No llegaba la guerra a las ciudades, y las Farc, de inmediato, volverían a la lucha armada. En tiempos de redes sociales y poco rigor frente a las noticias falsas –la famosa posverdad– todo indica que el discurso político del siglo XXI no está contaminado con la demagogia promesera con la que hace años se intentaba construir esperanza, sino con esfuerzos sistemáticos para aglutinar aliados en contra del terror.
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En la campaña que empieza hay electores con miedo y candidatos con interés en difundirlo. La derecha se presenta como antídoto para evitar una debacle institucional y la llegada de la Farc al poder. La izquierda argumenta que un retorno del uribismo –con aliados de otros sectores de la derecha– pondría en juego la estabilidad institucional, llevaría al país de regreso al conflicto interno y restringiría libertades públicas y derechos alcanzados por las minorías. Y estos no son los únicos sectores afectados por la epidemia del temor. En el sector empresarial cunde el pánico por la destorcida de la economía petrolera, la caída en el crecimiento y la falta de eficacia de las instituciones políticas. Las encuestas demuestran que el mundo de los negocios atraviesa una etapa de incertidumbre.
No es la primera vez que el miedo sirve en la política para construir apoyos y coaliciones. Es larga la historia de construcciones artificiales de enemigos internos. El miedo ha sido eficaz como discurso proselitista. Durante la Guerra Fría la bandera anticomunista servía para consolidar cohesión en varios países y, también, al gran bloque de Occidente en la geopolítica mundial. Por cuenta de la defensa contra la amenaza roja se justificaron incluso regímenes dictatoriales como las dictaduras latinoamericanas de los años sesenta y setenta.
En Colombia ha habido varias campañas dominadas por el miedo. Durante el Frente Nacional, se hablaba de los “odios heredados” que dejó la época de la Violencia entre los Partidos Liberal y Conservador. En 1990, en la que tres candidatos presidenciales murieron asesinados –Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Jaime Pardo Leal– el temor a las bombas y la violencia indiscriminada de los carteles de la droga era real. César Gaviria, heredero de Galán, alcanzó el triunfo con un discurso de mano dura contra el narcoterrorismo.
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Pero las apelaciones al miedo en la Guerra Fría y contra los carteles tenían un efecto unificador. Las diferencias políticas se deponían a la hora de unir fuerzas contra el enemigo común. La batalla de los miedos en la campaña electoral de 2018, según los analistas, tiene un enorme potencial para polarizar. El plebiscito de octubre de 2016 ya lo demostró. En esta ocasión, el temor no aglutina en torno a una causa común, sino que se utiliza para fortalecer discursos antagónicos. “La derecha sabe que la polarización es rentable”, según el politólogo Eduardo Pizarro, para quien la campaña que se avecina “será la más sucia de la sociedad colombiana”.
Sobre todo porque el resultado del plebiscito –triunfo del No por 53.000 votos– no permitió cerrar el debate político sobre el proceso de paz. Varios candidatos, en ambas orillas, buscan reeditar las coaliciones que alcanzaron, cada una, cerca de 6,5 millones de votos. Y en ambos lados el miedo cohesiona. Ese debate dejó la lección de que el temor y la manipulación funcionan como estrategia electoral. Y con heridas abiertas, de la magnitud de las que quedaron, es poco probable que dejen de lado una estrategia considerada rentable.
