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¿GUERRA CIVIL EN MEDELLIN?

Detrás de las muchas formas de violencia que vive medellín, la lucha de clases asoma las orejas

30 de julio de 1990

Fue un estallido seco, que retumbó en el corazón de Medellín. Los paisas, una vez más, contemplaron desde los ventanales de las edificaciones el escenario de la muerte: gentes que corrían de un lado para el otro como aturdidas, gritando; las ambulancias con sus sirenas ululando rumbo a los hospitales; efectivos armados de los cuerpos de seguridad a la caza de culpables y sospechosos. El caos total. Y allá, en el centro del escenario, un espectáculo espeluznante: cuerpos destrozados y calcinados, carros convertidos en chatarra, y un hongo de humo negro y espeso que se alzaba como único testigo mudo de la tragedia.

Eran las 11:30 de la mañana del jueves 28. Catorce personas que transitaban en sus vehículos por la troncal que atraviesa de sur a norte la capital paisa, se encontraron a boca de jarro con la muerte. Esta vez, un carrobomba con 150 kilos de dinamita explotó a plena luz del día, no muy lejos del congestionado centro de la ciudad y a pocas cuadras de los cuarteles del Cuerpo Elite de la Policía. En ese momento, el nuevo comandante de la Policía Metropolitana, general Jorge Ferro, asumía el cargo de la institución.

Esa maldita violencia
El jueves 28 de junio la muerte seguiría recorriendo las calles del valle del Aburrá, militarizadas como las de Beirut, la capital del Líbano. A las seis de la tarde, cuando aún la ciudad no había podido recuperarse del horror, una mujer de 40 años caía en medio de la vía, asesinada por dos sicarios en moto que le dispararon seis veces, a pocos pasos de los soldados que prestaban guardia en el cuartel de la IV Brigada. Se repetía, una vez más, la escena del medio día: la aglomeración de gente alrededor del cadáver, los rostros desencajados de los transeuntes y la misma letanía: "Esa maldita violencia nos tiene jodidos. Necesitamos que se acabe".

Pero el día aún no había terminado. La muerte habría de cobrar más víctimas. Las agujas del reloj marcaban las diez de la noche. En la avenida que conduce al Poblado, un conductor de taxi se detuvo para recoger a dos hombres. El sonido seco de dos disparos cortó de un tajo el silencio sepulcral que cobijaba a Medellín. El cuerpo del conductor cayó sin vida sobre el timón del auto y los dos hombres se perdieron entre el laberinto de calles patrulladas por miembros del Cuerpo Elite de la Policía. Al filo de la medianoche, en las comunas nororientales se vivía un nuevo drama: catorce muchachos eran asesinados por un escuadrón de la muerte que violentó las puertas de sus casas y los sacó a empellones para fusilarlos, segundos después, ante los ojos de sus propias familias.

No era la primera vez que eso sucedía. Se ha podido establecer que en junio han ocurrido cerca de 20 masacres y que la cifra de víctimas asciende a 150. Y han ocurrido principalmente en las comunas. Los escuadrones de la muerte, amparados por la oscuridad de la noche, incursionan en los empinados barrios populares, y después de una rápida inspección toman como rehenes a jóvenes, a quienes fusilan posteriormente.

Con las primeras masacres, la hipótesis inicial fue la misma de siempre, la más simplista: el propio cartel de Medellín estaba realizando una "limpieza" de sus cuadros sicariales, ya duramente golpeados por las acciones de la IV Brigada del Ejército. Después se habló de vendetas y de ajustes cuentas entre bandas. Ahora, gracias a una serie de investigaciones adelantadas por entidades privadas, se ha venido a descubrir que no sólo Pablo Escobar había iniciado una purga entre sus bandas de sicarios, sino que alguien más había metido mano, con la secreta intención de pescar en río revuelto. "Las masacres de las comunas son una retaliación por el asesinato de policías", le dijo a SEMANA un político de la capital antioqueña. Y agregó: "Algunos de los escuadrones de la muerte están integrados por los mismos agentes de la Policía Metropolitana que, golpeados por la muerte de sus compañeros y a falta de responsables detenidos, decidieron aplicar la ley por sus propias manos para vengar a sus compañeros muertos".
Esta acusación contra uno de los organismos que está adelantando la guerra contra el narcotráfico es muy grave, pero no ha sido desmentida por la Dirección de la Policía Metropolitana. Sin embargo, cuando se comenzó a hacer voz populi, se produjeron cambios y hubo una "poda" en algunos de los principales cargos de la institución en Medellín. El mismo alcalde de la ciudad, Omar Flórez, ha aceptado que ha habido algunos excesos de autoridad y que no descarta una posible participación de la Policía en las masacres de las comunas. Por su parte, el comandante de la IV Brigada, general Harold Bedoya, ha dicho que es muy difícil determinar si hay o no participación de los agentes del orden en las masacres de los barrios populares, y afirma que "el desempleo sicarial ha llegado a tal punto, que las mismas bandas realizan trabajos así para asesinar a sus propios compinches."

Los de arriba y los de abajo
La muerte en el valle del Aburrá no da su brazo a torcer. La violencia no da tregua. Lo dicen las frías estadísticas. En el primer semestre del año, según cifras de la IV Brigada, han muerto en Medellín en forma violenta un total de 3.160 personas, sin contar los 160 policías asesinados.

No cabe duda de que la capital antioqueña está atravesando por uno de sus momentos más críticos. Tan crítico que muchos se preguntan si lo que se está viviendo no es una verdadera guerra civil. Los paisas se han acostumbrado a contar cada mañana sus muertos. En promedio son asesinadas 32 personas cada día. "Peor que una guerra declarada" , dice un editorial de El Mundo el pasado 27 de junio.

El término guerra civil es muy fuerte y, en teoría, requeriría de dos bandos enfrentados claramente definidos. A simple vista, este requisito parecería no llenarse en Medellín, pero hay tanta violencia y desde tantos frentes que, sin duda alguna, la vida cotidiana en la capital antioqueña es tan azarosa como la vida en ciudades con una guerra civil declarada como Beirut.

La guerra en Medellín conjuga todo tipo de violencias: desde el narcoterrorismo y la delincuencia común, pasando por la violencia política, hasta la violencia oficial, como lo ha denunciado el Comité de Derechos Humanos de Antioquia. Los muertos vienen de uno y otro lado. La guerra no discrimina: culpables e inocentes, ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y adultos, personas armadas y ciudadanos inermes mueren por igual.
Las balas pueden venir de cualquier lado. Y a cualquier hora. Pero no se sabe con certeza quién está matando a quien. Lo único cierto son los muertos.
En medio del caos y el terror que se ha apoderado de la ciudad, la población civil culpa a los militares de atizar esa guerra, y las autoridades señalan que no hay voluntad cívica para devolverle la paz a la ciudad. Y mientras unos y otros se acusan de ser los responsables de la ola de violencia, los asesinatos y las masacres se multiplican.

La tragedia de Medellín, sin embargo, trasciende las estadísticas, y no comienza ni termina en el narcotráfico. Para muchos analistas y estudiosos de la violencia, en esa ciudad, más que en ninguna otra de Colombia, la lucha de clases está mostrando las orejas. El narcotráfico, afirman, sólo sirvió de detonante, fue un factor que disparó hasta dimensiones insospechadas un profundo proceso de violencia larvado, que se venía gestando de tiempo atrás, y que no podía encontrar mejor caldo de cultivo que ese millón 600 mil personas que habitan en las comunas de las empinadas montañas de Medellín. Prácticamente media ciudad de la mano de Dios. Y de otras manos.

El 60% de los habitantes de la capital antioqueña vive en condiciones de pobreza, sin sus necesidades mínimas y básicas satisfechas. Grandes sectores están excluidos del empleo, condenados a la informalidad y vivienda del rebusque. Las comunas, allí donde han surgido células terroristas del ELN y del EPL, donde se establecieron los campamentos del M-19 en épocas de Belisario Betancur, donde funcionan las escuelas de sicarios y surgieron gran parte de las cabezas del crimen organizado, se formaron sin planeación alguna. Allí se fueron instalando campesinos de Urabá, Córdoba, Sucre, el suroeste antioqueño y zonas del Magdalena Medio, que huían de la violencia de los campos y buscaban mejores oportunidades en la llamada ciudad industrial de Colombia. El cuarto de hora de la pujanza industrial, sin embargo, no alcanzó para todos. Vino entonces la recesión y el colapso de la industria tradicional. Con ello, lo que habría de ser otra colosal industria: la droga. El narcotráfico fue la salida para muchos y el narcotraficante se convirtió en un símbolo, en el símbolo de una nueva clase que quería correr pareja con la vieja clase de industriales y comerciantes tradicionales.

En las comunas, a donde el estado no llegaba, llegó la mafia. Y construyó viviendas, y llevó luz eléctrica e hizo canchas de fútbol en improvisados terraplenes. Y reclutó miles de muchachos a quienes ofreció trabajo, el más siniestro: matar. Pero fue la salida para muchos jóvenes sin futuro y sin oportunidades, que vivían al margen de una ciudad que allá abajo progresaba y crecía. Una ciudad que también se enriqueció al amparo del mismo narcotráfico, cuando aún su peor cara no se conocía.

La brecha entre los de arriba y los de abajo se fue ampliando, y ahora, según analistas de la violencia y antioqueños que ven con preocupación lo que sucede en Medellín, ha hecho explosión simultáneamente con las bombas del narcoterrorismo.

Nada mejor para ilustrar la situación que se vive en Medellín, que los comentarios con los cuales en reuniones sociales y cocteles eran recibidas las noticias de las masacres: "Ahí no hay muerto malo. Hay que 'fumigar' las comunas". Era la reacción de quienes se sentían un poco al margen y pensaban que el fin justifica los medios. Alguien, no importa cómo, tenía que acabar con los nidos de sicarios. Estas actitudes no son otra cosa que formas de expresión de una lucha de clases que ha perdido su perfil como tal, parapetada en esas sórdidas formas de violencia que desató el narcotráfico.

La masacre de Oporto, el pasado sábado 23 de junio, podría ser otra manifestación de ese conflicto. Allí murieron 19 jóvenes de la sociedad antioqueña, a manos de un grupo de encapuchados que les dispararon a quemarropa, después de haber hecho a un lado a las mujeres. Oporto era uno de esos pocos sitios a donde las familias de la alta sociedad dejaban ir a sus hijos. Era un sitio "in". Y lo que allí se vio y se vivió fue siniestro. Nadie sabe nada y son muchas las hipótesis que se tejen al respecto. Pero unos graffiti, pintados a la carrera, podrían ser un indicio si no de los autores, sí de alguna parte de las motivaciones que condujeron a ese horrendo crimen colectivo: "Los ricos también lloran" y "Por cada sicario muerto, 4 hijos de papi".
"En el fondo -le dijo a SEMANA Darío Arizmendi, director del periódico El Mundo" lo que hay es una guerra de dos ciudades. La lucha de clases está viva en el conflicto de Medellín. La ciudad se ha convertido en un laboratorio de nuevas modalidades de violencia social, que no sería extraño que se repitieran mañana en ciudades con cinturones de miseria como Lima. Y ahora, cuando se requiere solidaridad en la lucha contra el narcoterrorismo, las gentes de las comunas no se sienten solidarios con la clase dirigente tradicional, porque sienten que los ricos nunca han sido solidarios con ellos. Quienes se escandalizan por la falta de solidaridad después de la matanza de Oporto, no se dan cuenta de que ellos tampoco fueron solidarios cuando se presentaron masacres en Manrique, Valdivia, Campo Valdez, Castilla y Aranjuez".
La confusión en Medellín es total, pero cada día son más los que afirman que el auge de la violencia en la capital antioqueña no sólo es una respuesta a las acciones de las autoridades para dar con el paradero de Pablo Escobar. Es eso y mucho más.

Lo que comenzó como una guerra antisicarial o entre sicarios y bandas de sicarios, en desbandada por la pérdida de terreno de su jefe, terminó por sacar a flote todo un torrente de resentimiento social que cada día cobra más y más víctimas. Por eso, la solución no es, como se ha venido creyendo, la represión y la militarización. La creación de las condiciones de un estado policivo no hacen sino empeorar las cosas. Y como en los lugares donde la malaria es epidemia, la solución no está en fumigar los mosquitos, sino en desecar los pantanos. De ahí que el planteamiento de incluir a las comunas dentro del Plan Nacional de Rehabilitación sea mucho más racional que el de seguir arrasando con ellas por medio de operativos militares.--

MASACRE EN BUSCA DE AUTOR
Eran las 10:30 de la noche del sábado 23 de junio. La música disco apenas si dejaba escuchar el sordo run run de las conversaciones que más de 30 jóvenes sostenían en las diferentes mesas de la taberna Oporto, en las afueras de Medellín por la vía que conduce a Envigado.

De pronto, quince minutos más tarde, un grupo de 24 hombres encapuchados irrumpió en el lugar. Habían llegado en seis camperos. Preguntaron por "Caimán". El barman contestó que no conocía a nadie con ese nombre. Ya para entonces, la música se había detenido y la concurrencia permanecía inmóvil, presa del terror. "Las mujeres a un lado", gritó quien parecía ser el jefe de la banda. Ellas obedecieron y se hicieron al lado de la barra. Los muchachos fueron obligados a permanecer sentados y así lo hicieron también las tres personas que atendían la taberna. Aparentemente en busca de "Caimán", los intrusos hicieron una revisión detenida de los asistentes, sin ningún resultado. Se oyó, entonces, lo que sería para los jóvenes su sentencia de muerte: "A estos h.p. los vamos a quemar" . En presencia de las jovencitas los hombres fueron disparando a quemarropa. Uno a uno, los jóvenes fueron cayendo asesinados. La matanza había concluido.

Fue tanta la sangre fría con la que actuaron los encapuchados, que no abandonaron el lugar precipitadamente. Duraron cerca de diez minutos más en el lugar de los hechos borrando cuidadosamente sus huellas. Luego, como si nada, se volvieron a ir en los camperos.

Las jóvenes sobrevivientes, que casi no podían controlarse ante el horror de lo que habían presenciado, salieron corriendo y gritando. Algunas de ellas, minutos más tarde, se encontraron con una patrulla del Cuerpo Elite que recorría la zona. Fue entonces cuando se conoció la noticia de la nueva masacre, una masacre que, esta vez, tocó a encumbradas familias de Medellín.
Como de costumbre, las autoridades dijeron no tener pistas de los asesinos, y como de costumbre también anunciaron una investigación exhaustiva. Pero son varias las hipótesis que se tejen al respecto y habrá que coger muchos hilos para poder desenredar la madeja.

Por lo pronto, hay tres versiones de los hechos. La primera atribuye el asesinato colectivo a Pablo Escobar Las autoridades militares tienen los nombres de cuatro sicarios ("Chipiote", "Roscón", "El pecoso" y Roberto Escobar) que, al servicio del cartel, habrían ejecutado el trabajo. Se dice que Escobar tiene secuestrados a 16 capos menores a quienes habría pedido un "impuesto de guerra" de un millón de dólares. Como se han negado a esa petición, Escobar habría ordenado matar a un hijo de alguno de ellos, para presionar el pago del dinero. Se dice que esa noche, en Oporto, en alguna de las mesas había un hijo de uno de esos narcotraficantes retenidos por Escobar. Y que se mató a todos los presentes, para despistar a las autoridades.

La segunda versión señala con el dedo al Cuerpo Elite. Es la única explicación que puede darse al hecho de que seis camperos con 24 hombres armados hayan podido pasar por los retenes móviles que esa noche estaban dispuestos en la vía hacia Envigado. Se dice, además, que los camperos en los que se movilizaban los sicarios, eran similares a los que habitualmente conducen los miembros del Cuerpo Elite. Son jeeps decomisados a los narcotraficantes, generalmente con matrículas falsas.

Pero, ¿qué interés tendría la Policía en matar a jovencitos de sociedad ? En Medellín se rumora que la alta sociedad no mira con buenos ojos la presencia del Cuerpo Elite de la Policía en la ciudad, porque considera que con su presencia se ha agravado aún más la situación de orden público, y que por esa razón ha venido presionando para que esa fuerza sea retirada. Por otra parte, habría cierto resentimiento de ese cuerpo, que siente que no ha habido solidaridad para con sus innumerables muertos.

La tercera hipótesis vuelve a recaer en el narcotráfico. Se afirma que, a raíz de las más recientes masacres en las comunas, Escobar anunció que no sólo buscaría proteger a las gentes de los barrios populares, sino que por cada nuevo asesinato colectivo cobraría 20 muertos entre los jóvenes de la alta sociedad de Medellín.

¿Cuál de las hipótesis se acerca a la verdad ? Es la pregunta del millón. Las autoridades encargadas del caso, consultadas por SEMANA, afirman que la investigación será muy difícil, por cuanto los asesinos tuvieron el cuidado de no dejar rastro alguno.

"EL FUEGO NO SE APAGA CON FUEGO"
A un mes de haber asumido su cargo, el alcalde de Medellín, Omar Flórez, afronta uno de los momentos más críticos de esa ciudad.
SEMANA habló con él sobre los planes de su gobierno para enfrentar la violencia que se ha generalizado allí.

SEMANA: Señor alcalde, Medellín vive uno de los momentos más violentos de su historia. ¿Qué está pasando?
OMAR FLOREZ: Los valores morales se trastrocaron hace mucho tiempo. Cambiamos el verdadero Dios por el dios del dinero. Y eso es muy grave. Perdimos el rumbo. Todos somos corresponsables de la violencia. Y tenemos que iniciar una cruzada para rescatar nuestros valores morales. Esa es la salida.
S.: ¿Qué tan cierto es que un grupo de 200 sicarios le hizo llegar a usted una carta en la que le proponen abandonar la guerra a cambio de un programa de rehabilitación?
O.F.: El domingo pasado me reuní con varios sacerdotes de las comunas y ellos me expresaron que había un grupo de jóvenes entre los 12 y 20 años que estaban cansados de matar y que querían que nosotros les diéramos una oportunidad para reintegrarse a la sociedad. Creo que estamos en la obligación de hacer algo por esos hijos de la violencia. Son jóvenes huérfanos, indocumentados, que tuvieron que asumir desde muy niños el papel de padres y que encontraron en el narcotráfico un trabajo para subsistir. Por eso acepté el pedido de los párrocos y he sostenido varias reuniones con los ministros de defensa y justicia para buscar una salida que permita que estos niños abandonen esa empresa de la muerte que escogieron como destino.
S.: ¿Cómo se va a canalizar la entrega de los jóvenes siarios?
O.F.: Eso todavía se está estudiando. Hay que diseñar un mecanismo idóneo que permita que estos jóvenes puedan incorporarse a la vida social. Sabemos que muchos de ellos han asesinado y es un punto muy difícil de manejar porque hay leyes que castigan estos delitos. Pero estamos seguros de que los jueces de la república y el Congreso encontrarán una fórmula que permita la entrega de todos los muchachos. Esto será un tema muy bueno en la próxima legislación del Congreso. La Iglesia también va a jugar un papel muy importante en esta empresa.
S.: ¿El país tiene la infraestructura social suficiente para afrontar este reto?
O.F.: Vamos a utilizar los recursos del gobierno nacional, porque este es un problema social a nivel nacional. Vamos a golpear todas las puertas de la empresa privada y estatal para que se vinculen a la rehabilitación de estos jóvenes. Por lo pronto, de los recursos de la alcaldía se van a destinar cinco mil millones de pesos para la ejecución de un proyecto de obras sociales.
S.: ¿Pero a corto plazo qué se va hacer en una zona donde no existe un sólo plan social de rehabilitación?
O.F.: Los cinco mil millones de pesos se destinarán a la construcción de un hospital general al norte de Medellín donde vive cerca de un millón y medio de personas a quienes no se les presta ninguna asistencia social. Vamos a iniciar la ejecución de un programa de microparques en casi todos los barrios populares. Para ello se destinarán mil millones de pesos. Con este programa buscamos la integración familiar a través del deporte y la cultura. Vamos a exonerar de impuestos al arte, para que los artistas monten talleres en esas zonas marginales y le enseñen arte a la gente. La idea es provocar una revolución cultural que reemplace a la cultura de la muerte. Este plan es inmediato, luego vendrán otras obras de mayor envergadura que requieren tiempo.
S.: Una de las causas de la violencia en Medellín es el desempleo, especialmente en las comunas nororientales. ¿Cómo se va a atacar ese problema?
O.F.: Es necesario reiniciar la construcción del metro. Ya se ha hecho una serie de contactos con el gobierno nacional para implementar las normas de valorización que nos permitan continuar el financiamiento de esta obra. Esto significa que le podremos dar empleo a por lo menos tres mil personas. Adicionalmente se va a iniciar la construcción de la variante de Bello que también generará un buen número de empleos. Así mismo es necesario replantear la política de construcción que este año disminuyó en un 40% y le quitó el sustento a por lo menos 1.600 trabajadores.
S.: Parece que existen pruebas que comprometen a miembros de la policía en las masacres de los barrios populares. ¿Usted qué información tiene al respecto?
O.F.: Es cierto que ha habido excesos en los operativos que realiza la policía. Y tenemos algún conocimiento sobre estas acusaciones a los agentes de la policía. Nosotros le pedimos a la comunidad que denuncie estos casos para poder ejercer un control. La represión no resuelve el problema. Y eso ha quedado demostrado en Medellín. La gente se queja de la militarización y vamos a estudiar esta situación. El fuego no se apaga con fuego.
S.: Se sabe que su antecesor hablaba con los capos de la droga. ¿Usted va a mantener ese diólogo o lo va a cancelar?
O.F.: Soy partidario de dialogar. Pero que ese diálogo se haga dentro del marco constitucional de la ley. Si todo conduce a lograr la paz, estoy dispuesto a dialogar con todo el mundo. Pero lo repito, siempre y cuando sea dentro del marco de la ley.