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| Foto: Foto: Cortesía Fundación Luis Carlos Galán–Archivo Histórico Javeriana

HOMENAJE

Hombres así nacen cada 50 años

Hoy, después de 30 años de su martirio, los colombianos sentimos más que nunca su ausencia, porque la Colombia que él quiso renovar sigue sumida en la corrupción y en la violencia.

Parmenio Cuéllar*
15 de agosto de 2019

Conocí a Galán en 1981 en Pasto, cuando él era senador por Santander. Él recorría el país denunciado el leonino contrato de El Cerrejón y sus gravísimas secuelas ambientales. Estaba naciendo el Nuevo Liberalismo, sector alternativo donde arribaríamos muchos colombianos sin militancia partidista pero con profundas convicciones democráticas, y en algunos casos de izquierda, atraídos por un discurso que convocaba a renovar la política como único camino de transformación radical de la sociedad colombiana. Podemos y debemos cambiar a Colombia sin apelar a la violencia, repetía a lo largo de todo el país; era un mensaje profundamente ético para una sociedad desgarrada por décadas de confrontación armada.

El país recuerda a Galán por su vibrante oratoria, tanto en la plaza pública como en el Congreso. Pero la verdad es que fue mucho más que un verbo arrollador que vertía en sus discursos, todo un torrente de elocuente pedagogía sobre el deber ser de la política y un expositor excepcional sobre todos los temas públicos. No es una exageración decir que fue el último estadista que registra la historia de Colombia. Cuando la corrupción devoraba al Estado, especialmente en el Congreso y en el gobierno, levantó su voz para denunciar y fustigar a los dirigentes comprometidos en la quiebra de los valores éticos. Los colombianos nos sentíamos interpretados por ese joven senador, y muy pronto empezó a crecer la indignación nacional contra los corruptos, a la par que la exigencia de que Galán buscara la Presidencia de la República.

Se propuso visitar el mayor número de municipios del país, para tener contacto directo con el pueblo y así evitar la negociación con los caciques electorales, pues no andaba buscando votos cautivos. En todos ellos, las gentes de los diferentes estratos sociales acudían a escuchar sus discursos, donde explicaba en términos elementales los más complejos temas de la política. Lo recuerdo, cabalmente, en extenuantes giras por las polvorientas carreteras de Nariño, pronunciado siete, y aún más discursos en un día; en alguna oportunidad, la primera concentración se programó a las ocho de la mañana, y la última, que se anunció para las seis de la tarde, se inició a la media noche, en Buesaco (Nariño). Los ciudadanos lo esperaban con ansiedad, lo vitoreaban, y lo que es más importante, le creían, porque sabían de su transparencia. Escuchándolo en una de sus magníficas disertaciones, una mujer me dijo: “A este hombre se le puede ver la pureza de su alma en la luz de sus ojos”.

Galán nunca se dejó seducir por los ofrecimientos veleidosos del establecimiento político. Jamás buscó dignidades distintas a la legítima representación de los ideales populares. A pesar de haber sido postulado a cargos directivos en el Senado de la República, no los aceptó, pues consideraba que en su seno anidaban aquellos a quienes pretendía vencer democráticamente: “...derrotaremos a una casta política, que merced a la utilización de los instrumentos del Estado en forma abusiva, ha querido oprimir al pueblo colombiano frustrando sus esperanzas...”, proclamaba.

Hoy, después de 30 años de su martirio, los colombianos sentimos más que nunca su ausencia, porque la Colombia que él quiso renovar sigue sumida en la corrupción y en la violencia. Es verdad que hombres como Galán no nacen sino cada 50 años, por eso duele que sus banderas sigan tendidas en una charca de sangre en Soacha. El día que terminó la última legislatura de este año yo le dije a su hijo Juan Manuel, mi colega en el Senado en ese momento, que alguien tendrá que recogerlas para llevarlas triunfantes a la Casa de Nariño.

* Excongresista y exministro colombiano.