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Mocoa, la tragedia continúa

La avalancha que dejó 333 muertos, 398 heridos y 71 desaparecidos en la capital del Putumayo fue una catástrofe que sacudió al país. Las cicatrices las llevan los sobrevivientes. Una periodista de SEMANA estuvo en la zona de desastre, un año después.

Leidys Becerra, periodista SEMANA.COM
31 de marzo de 2018

Eran las 10 de la noche y en Mocoa llovía, parecía que el agua se había acumulado por horas, días, años, esperando caer torrencialmente sobre la capital de Putumayo. Había comenzado la época de lluvias, pero "nunca antes había llovido tanto", recuerda Amanda Solarte.

Aquella noche del 31 de marzo, en cada una de las casas (1.500 aproximadamente), no se olfateaba una tragedia. Unos dormían, otros alistaban la comida sobre la mesa, algunos llegaban de terminar sus labores, otros arrullaban a sus bebés esperando que pudieran conciliar el sueño y otros tantos se disponían para salir a disfrutar del viernes. Lo cierto era que en cada casa se cumplía lo de siempre, sus rutinas, fueron unos pocos los que alteraron su orden quedándose donde otro familiar o viajando a algún pueblo cercano para trabajar durante el fin de semana. Para el resto, todo trascurría con normalidad, en una noche que cambiaría sus vidas.

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Ninguno imaginaba que en Mocoa estaban cayendo precipitaciones que normalmente descenderían en un total de 10 días. Tampoco imaginaban que los ríos Mocoa, Mulato, Sangoyaco y algunas quebradas como La Taruca, estaban creciendo más de lo que debería ser posible. Menos, que en cuestión de segundos se saldrían de su cauce y bajarían por las calles con tanta furia como para arrastrar rocas que en un efecto dominó, empujaríán a otras, y así mismo arrasarían con todo aquello que encontraran a su paso: viviendas, carros, árboles, y lo más lamentable, con cientos de vidas.

La noche del 31 de marzo y la madrugada del 1 de abril de hace un año aún se vive y se teme en cada esquina de la ciudad.

Muchos no duermen esperando que los nuevos sistemas de alarmas que se instalaron en todo Mocoa, suenen anunciando una nueva tragedia.

La recuperación de las zonas destruidas aún no se ve, los llantos y el temor de los habitantes crece a la hora de dormir, cuando el sueño se enreda con las pesadillas que les recuerdan aquella noche. Ademas, el nivel de alerta crece con cada aguacero típico de estos meses. Muchos no duermen esperando que los nuevos sistemas de alarmas que se instalaron en todo Mocoa, suenen anunciando una nueva tragedia.

A un año de la terrible catástrofe, el duelo no termina. Las zonas afectadas por la avalancha aún continúan desoladas, pero a diferencia de hace algunos meses, la vida ha regresado en forma de plantas. Estas zonas son el reflejo de la cicatriz de un pueblo que no olvida su tragedia, pero que intenta resurgir de los escombros.

Georgina Cabrera es una de las sobrevivientes de esa noche. En ese momento tenía 99 años, ahora está orgullosa de vivir para decir que tiene 100. Está convencida de que se salvó junto a su familia por “no parar de rezar”. A pesar de estar agradecida, asegura que hubiera preferido no ver morir a sus vecinos, quienes la cuidaban y la saludaban con amor. “100 años es mucha vida”, dice, y agrega que pensó que ya había visto toda la muerte que en sus años podía acumular. “Estaba equivocada”. 

“Yo esa noche no solo vi lodo, arena y piedras bajando con el agua, también vi a mis vecinos gritando y pidiendo auxilio y uno sin poder hacer nada”.

Esa es para Georgina, la mayor frustración de sus años, no tener “la fuerza” para salvarlos.

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Ella y su familia tuvieron que volver a vivir en su casa en ruinas en el barrio San Miguel, uno de los mayores afectados. El Gobierno les dio un subsidio por tres meses para pagar su arriendo pero sostiene que ya no tuvieron más dinero con el que pagarlo. Su familia vivía de vender gallinas vivas y también cocinadas, ahora que la avalancha los dejó sin animales, sin dinero y sin material para trabajar, “ellos se rebuscan en lo que pueden”. “Nosotros tuvimos que sobrevivir dos veces, primero a la avalancha y ahora a que mis hijos estén sin trabajo”, cuenta.

Su bisnieta Luisa, de 11 años, tiene miedo de vivir ahí. Duermen en el segundo piso pues de la primera planta no quedó nada, solo un enorme hueco por el que se atravesó un carro que bajaba con la avalancha.

“No me salía la voz, yo quería gritar pero no podía. Yo quería y quería, pero nada”, dice la abuela mientras llora.

Luisa recuerda que esa noche su abuela lloraba, y ellos, los nietos más pequeños, pensaron que se estaba muriendo, por eso se levantaron asustados. Y no, relata que Georgina lloraba porque vio por la ventana que venía la avalancha y se quedó paralizada sin poder avisar. “No me salía la voz, yo quería gritar pero no podía. Yo quería y quería, pero nada”, dice la abuela mientras llora.

Hoy Georgina cuenta que espera vivir unos años más para ver cómo “la familia vuelve a tener su negocito y a estar bien, así me podré morir en paz”.

Amanda Solarte tiene 53 años. El día de la tragedia no estaba en su casa que quedaba en el barrio San Miguel, sino en la de unos familiares ubicada en un barrio que fue menos afectado por la avalancha.

El esposo de Amanda había llegado esa noche de Ecuador, luego de terminar un trabajo temporal en el vecino país. “Él cogió a la nieta que cuidamos y se devolvió por mí porque se fue la energía y no supe en qué momento salieron todos ni entendía qué pasaba”, recuerda.

“Cuando fui a cruzar la calle, venía bajando el agua, y la gente me gritaba ¡Corra, corra!, me quite las sandalias y pase lo más rápido que pude. Gracias a Dios alcancé a cruzar”.

Ella hoy agradece no estar en su casa esa noche porque de ella no quedó ni el piso, perdió un total de trece familiares entre primos, tíos, sobrinos y hermanos de sus hijos.

“Gracias a un taller de la Cruz Roja he podido hablar de esa noche y sanar mi dolor. Cuando la psicóloga nos preguntaba le decía que no quería recordar nunca más. No tenía palabras para explicar lo que nos había pasado, el dolor de mi familia, me dolía pensar cómo serían los gritos de ellos, ese afán que tenían, como irían en el río, me da mucha tristeza”

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Para ella, sin embargo, eso no es lo más doloroso. Uno de sus sobrinos, de 8 años, continúa desaparecido. “No aparece, no sabemos si está vivo o muerto. Dónde estará, quién lo tendrá y si lo tendrán bien o mal. Algunos dicen que está vivo y todo indica que lo está porque apareció en la lista de heridos del hospital. Estaba su nombre y su edad”.

Cuenta que el papá de su sobrino fue a buscarlo al albergue donde estaban los menores de edad y allá no lo pudo encontrar. “Son muchos los niños que dicen que estuvieron esperando con él”.

Hoy toda la familia “vive orando y buscándolo”, dicen que no pierden la esperanza de que esté vivo pero que lo que hoy más les importa es que aparezca aunque sea su cuerpo. “Eso nos daría paz”.

“Yo siento un cariño tan grande por Mocoa porque aquí nací, crecí y si Dios quiere aquí he de morir, pero también siento una tristeza grande por todo lo que pasó y de que el Gobierno nos haya abandonado así”, se lamenta. 

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"Los arrendatarios también somos humanos, también tenemos una familia que mantener, también tenemos barriga y también sentimos hambre".

Asegura que las ayudas para quienes vivían arrendados fueron por tres meses y de ahí en adelante no han recibido otro tipo de ayuda u orientación. “Somos un cero a la izquierda, las casas son para propietarios, conseguir trabajo luego de la tragedia es difícil, los costos de los arriendos en Mocoa aumentaron. Y si me escucha el presidente quiero decirle que los arrendatarios también somos humanos, que también tenemos una familia para mantener, que también tenemos barriga y que también sentimos hambre. Acuérdense de nosotros”, dice entre lágrimas.

Eliana Orjuela tiene 27 años y una hija de 5 años. Es desplazada por la violencia, proviene de Tumaco, Nariño. Las Águilas Negras hicieron que ella y su familia huyeran de su casa de toda la vida.

Hoy vive en una zona de invasión llamada Nueva Betania, en la vereda de San José del Pepino, y donde viven la mayoría de afectados por la avalancha. Sin embargo, es un terreno que está en estudio porque al parecer no es apto para vivir y construir. “Si los estudios determinan que no es seguro pues me tocará salir una vez más huyendo”.

Vivía en el barrio San Miguel. “Hace unos días estuve por allá, ahora es puro monte y piedra, uno se pone es a llorar de ver cómo quedó todo luego de esa noche”, dice.

“Hace unos días estuve por allá, ahora es puro monte y piedra, uno se pone es a llorar de ver cómo quedó todo luego de esa noche”

“A mí se me empezó a inundar la casita de madera pero en ese momento nadie sabía que podía ser una avalancha. Cuando el agua me llegó a la rodilla cogí a mi hija y a mi mamá y les dije: salgamos de aquí porque va a ser una inundación grande. Pero cuando salimos todos empezaron a gritar, había barro por todos lados. Alcanzamos a salir de puro milagro”.

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Ella estaba estudiando en el Sena, trabajaba en manicura y pedicura, además vendía pollos. “De eso no me quedó nada. La Cruz Roja me ayudó con 800.000 pesos, con eso compré una silla para trabajar la pedicura y algunos implementos para ir defendiendome”.

Eliana ahora busca ser una líder social. Ingresó a un comité de salud para aprender primeros auxilios y de enfermedades comunes. Además, se vinculó al de evacuación para en caso de emergencia guiar a otros hasta una zona segura.

“Eso me ha servido mucho porque ahora puedo ayudar ya que en esa noche no pude hacer nada por mis vecinos, ver que las personas gritan, que hay heridos, muertos y que uno no puede hacer nada, te deja una frustración que no se puede describir”, asegura.

Clara Córdoba vive hace 25 años en Mocoa, su casa se ubicaba  en el barrio San Fernando. Se salvó porque esta era de dos pisos y la segunda planta la resguardó de los daños que la avalancha ocasionó en la primera.

“Esa fue una noche de nunca acabar, en la que uno suplica con toda su alma que amanezca, que termine, en la que no tienes opciones ni esperanza”.

Ella trabajaba confeccionando ropa pero afirma que pese a que consiguió una máquina de coser, gracias a una donación de la Cruz Roja, ya no tiene quien le compre. “Mis clientes se murieron y los que sobrevivieron o se fueron o tienen otras prioridades como volver a levantarse y no mandarse a hacer ropa”, asegura.

“Esa fue una noche de nunca acabar, en la que uno suplica con toda su alma que amanezca, que termine, en la que no tienes opciones ni esperanza”

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Ella regresó al barrio, pero no a su propia casa porque se puede desmoronar en cualquier momento. Ahora vive a cinco casas de la suya pagando un arriendo de 300.000 pesos. “Vivir en la parte alta de Mocoa no se puede, antes de la avalancha un apartamento valía 250.000 pesos ahora cuesta desde 600.000 hasta 800.000 y eso nosotros no lo podemos pagar, aunque no tengamos vecinos y me duela vivir aquí, es lo que me toca”.

Hoy trata de salir adelante confeccionando ropa y vendiéndola, ya no por encargos. Pese a que perdió a 15 familiares, dice que ya está en paz porque encontró al último de ellos hace menos de un mes. “Ahora sí podré hacer un duelo por todos ellos y tendré un lugar donde visitarlos a todos. Ya poco a poco y con el pasar de lo años iremos recuperando las fuerzas para levantarnos”, puntualiza.

En Mocoa, un año después de la tragedia, el dolor de los sobrevivientes aún perdura.