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Montgomery Clift como el atormentado Rudolph Petersen en esta película. Un testimonio desgarrador y una escena histórica en el cine.

CONFLICTO

El cine hace justicia

Ahora que Colombia comienza a transitar hacia la paz, el cine puede ser un aliado para saber lo que pasó durante los años de violencia y entender los dilemas morales de la guerra. Estos son algunos de sus aportes en otros casos de posconflicto.

25 de agosto de 2018

Entre las tantas existencias atormentadas que ha dejado Hollywood, ninguna como la del actor Montgomery Clift: un accidente automovilístico, en la cima de su carrera, cambió su rostro y su vida a sus 35 años. Y comenzó lo que muchos llamaron “el suicidio más largo de la historia del cine”. Diez años después lo encontraron muerto, tendido boca abajo en su cama y con sus gafas de sol puestas. Un infarto acabó con este solitario, alcohólico y enigmático hombre. “Indescifrable”, lo consideraban sus biógrafos.

Pero algunos críticos lo recuerdan como el protagonista de los siete mejores minutos en la historia del cine cuando representó a Rudolph Peterson, un judío esterilizado por los nazis que conmueve frente a un tribunal en El juicio de Núremberg, la película sobre el proceso por los crímenes de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El caso emblemático de la justicia transicional en el mundo.

Clift solo participa de ese momento en la película, de 1961. El testimonio de este sobreviviente de un campo de concentración con problemas mentales sensibiliza al retratar el dolor de una víctima y el espectador no queda indiferente. “Me esterilizaron –grita Peterson–. Desde ese día soy la mitad de lo que había sido”. Muchos hoy creen que el actor desnudó su propio dolor en su corto papel. Rodó la escena sin conocer el parlamento, no cobró por ella. Su expresión, en el estrado, resulta imperecedera.

La película alienta diversas reflexiones. Muestra a cuatro acusados de genocidio que argumentan en su defensa que cometieron los delitos con respaldo legal y que actuaron en derecho. La filósofa Hanna Arendt abordaría en el libro Eichmann en Jerusalén, un informe sobre la banalidad del mal el juicio en esa ciudad (1961) contra Adolf Eichmann, uno de los artífices de la solución final, el exterminio sistemático de los judíos europeos. Arendt afirma que Eichmann nunca fue antisemita y que actuó como un buen funcionario, solo para cumplir las órdenes de sus superiores y ascender, aunque fuera a punta de sangre.

Según ella, refiriéndose al criminal nazi, “estamos ante un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transforma a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa”. Su teoría causó una controversia que aún no termina.

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En todo caso, el filme, dirigido por Stanley Kramer, logró visibilizar a las víctimas del Holocausto y mostrar que mediante estas producciones es posible mostrar la complejidad de la guerra y, sobre todo, la justicia posterior a su final. Y cómo, en algunos casos, un victimario puede ser también víctima y viceversa, o responsabilizar a alguien que muchas veces obedece a causas ajenas a su voluntad. Si bien otras películas ya habían abordado el tema con otros ángulos y formatos, ninguna tuvo el mismo impacto de El juicio de Núremberg. Detrás estaba Hollywood.

Sin tanta gala, 24 años después, aparecería Shoah, el gran documental del Holocausto. Filmado durante 10 años por Claude Lanzmann (dura 9,5 horas), proyecta, entre otras cosas, los testimonios de algunos victimarios sin arrepentimiento y también de víctimas que tienen un profundo rencor. Una dice: “Si usted lamiera mi corazón, se envenenaría”.

Escena de Shoah. El documental incluye entrevistas con sobrevivientes, victimarios y espectadores de los crímenes.

En una época a la que algunos pensadores llaman “la civilización de las imágenes”, el cine acerca estos temas para comprender el drama de la guerra. Allí los sentidos, como explica Gustavo Salazar, uno de los 51 magistrados de la JEP, permiten conocer un caso para luego reflexionar sobre él. “El sentimiento –dice– hace que el individuo comparta el escenario dramático de la víctima y además surge una empatía momentánea, ponerse en el lugar del otro”.

Pero el cine también toca otros conflictos y sus posteriores casos de justicia en sociedades que acaban de superar un conflicto. El mismo Salazar menciona algunas: Underground (1995), de Emir Kusturica, una película sobre Yugoslavia, aborda tres momentos históricos: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el conflicto de los Balcanes, donde muestra la tragedia y la injusticia. Una frase de uno de los personajes encierra buena parte su contenido: “Una guerra no es una guerra hasta que el hermano mata a su hermano”.

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Sobre la fragmentación de los Balcanes no todas las producciones reconocen la barbaridad de los serbios y otras solo admiten los crímenes de guerra de los croatas, los bosnios o los kosovares. Y existe una gran tensión frente a quiénes han sido juzgados y quiénes no. Igual, el imaginario popular sigue creyendo que solo los serbios cometieron atrocidades.

Muy abordado, aunque nunca lo suficiente, el genocidio de Ruanda (1994) dio origen a producciones como Hotel Ruanda (2004), de Terry George, que presenta un caso de injusticia. Y también Sometimes in April (2005), de Raoul Peck, que, además de mostrar los antecedentes, expone al perpetrador, al juzgado y representa los excesos y la injusticia. O, no menos diciente, Shake Hands with the Devil, que presenta la angustia de un soldado de las Naciones Unidas que siente que hay inoperancia administrativa y no habrá imparcialidad.

En Sometimes in April Idris Elba interpreta a un soldado hutu del jército de Ruanda que está casado con una mujer tutsi.

Trailer de Sometimes in April

Sobre este país africano, estos filmes evidencian el exterminio, la participación del Ejército y de los poderes políticos, el papel de los medios, la intervención de Francia y la ineficacia de Naciones Unidas. “El arte, no solo el cine, los ejercicios de memoria, las reparaciones simbólicas (los monumentos, por ejemplo) tienen que partir de un pasado: la injusticia y sus efectos. Luego sí se puede reconstruir”, dice Salazar.

Ahora que Colombia terminó 52 años de conflicto con las Farc, ya hay varias películas sobre la violencia armada. José Gabriel Cristancho, investigador en temas de cultura, memoria y cine, destaca, entre otros, los documentales del Centro de Memoria Histórica como No hubo tiempo para la tristeza, por su narración directa y objetiva.

Escena del documental No hubo tiempo para la tristeza.

Y también recomienda La sombra del caminante (2004), de Ciro Guerra, que reúne por azar en el centro de Bogotá a un victimario y una víctima. Cuando descubren que en el pasado fueron enemigos, hay un acto de perdón al contar cada uno la verdad.

Escena de La sombra del caminante, de Ciro Guerra.

Otra película, Retratos de un mar de mentiras (2010), de Carlos Gaviria, aborda la restitución de tierras y la violencia que la rodea. Distintas formas de entender la justicia transicional: saber que pasó (verdad), atribuir responsabilidades (justicia), enmendar simbólica o físicamente el daño causado (reparación) y garantizar que no haya repetición.

En Bogotá acaba de tener lugar el V Festival Internacional de Cine por los Derechos Humanos. Diana Arias, una de sus organizadoras, dice que el público se sensibiliza al ver los documentales, plantea preguntas y, en algunos casos, evidencia no conocer el país, cambia sus imaginarios. “Siempre hay momentos conmovedores entre los espectadores”, dice Arias, como con Ciro y yo (2017), de Miguel Salazar, que impresiona a pesar de que ocurre en lo profundo del campo colombiano, escenario del conflicto duro.

Trailer de Retratos en un mar de mentiras

¿Qué más esperar del cine colombiano cuando hurgue en la herida? Cristancho dice que debería pensar su narrativa y contar con perspectiva crítica y que, además, genere una interacción con el espectador. “Que escarbe en la memoria que ha sido silenciada, que muestra otra forma de vernos y contarnos”, asegura.

Salazar explica que “solo con el tiempo se logra un balance en el que ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos. Esos discursos no terminan, sino que van y vuelven. El cine no está por fuera de las disyuntivas de la memoria hasta que se van decantando en un proceso muy lento”.

Solo el tiempo dirá si el cine contribuirá lo suficiente a la justicia transicional en Colombia. Por ahora, hace camino.