Home

Cultura

Artículo

El San Moritz es el único café que conserva la esencia del café bogotano de los años cuarenta. dentro de sus reliquias está la registradora National, que funcionó en sus primeros años y solo suma hasta 999 pesos. | Foto: Carlos Julio Martínez

PATRIMONIO

El mítico café San Moritz no quiere cerrar

De los cafés bogotanos donde se hacía periodismo y se tomaban las decisiones más importantes del país queda muy poco y uno de los sobrevivientes está en riesgo

11 de febrero de 2017

El Café San Moritz es el mejor retrato de la Bogotá de antes del Bogotazo. Hace dos semanas cumplió 80 años y sigue ubicado en la antigua calle del Arco, hoy conocida como el Callejón de los Libreros, sobre la calle 16 entre carreras séptima y octava. Lo malo es que ese lugar y toda la historia que representa podrían desaparecer.

Su trasegar comenzó en 1937, en una casa amarilla y roja de arquitectura republicana construida en 1890 y declarada bien de interés cultural de la ciudad. Guillermo Wills, esposo de Helena Gutiérrez, prima del expresidente Eduardo Santos, fundó este legendario negocio con tres reliquias como símbolo: una cafetera italiana marca Faema, que hoy todavía funciona en el local; una registradora National que dejó de servir porque solo le caben valores de hasta tres dígitos, y el radio RCA Victor que emitió los primeros tangos y boleros que allí se oyeron.

Las tradicionales sillas de cuero rojo permanecen y una de ellas es sagrada: la usaba Jorge Eliécer Gaitán cuando se sentaba a tomar café y a preparar sus audiencias en una máquina de escribir Remington portátil. Los clientes valoran además, como un tesoro, las fotografías de la Bogotá que ya no existe, de tranvías, monumentos impolutos y edificios coloniales porque les recuerdan cuando la capital era una ciudad de cafés.

El San Moritz se hizo célebre porque allí se reunían los políticos a discutir sobre las candidaturas de Gaitán y de Gabriel Turbay, donde se armaban gabinetes ministeriales, se fumaba, se tomaba cerveza y se jugaba billar. Quedaba a pasos del Gun Club y era, como el resto de cafés de la época, un bastión de la masculinidad: no admitía la presencia de mujeres, ni siquiera como trabajadoras, por lo que aún conserva intactos y a la vista los orinales situados a escasos tres metros de la barra.

Milagrosamente sobrevivió al Bogotazo, cuando, además de Gaitán y muchos bogotanos, murieron varios cafés tradicionales. A raíz de lo ocurrido, hablar de política se convirtió en un peligro mortal y así la censura a los sitios públicos de encuentro, las campañas de higiene y la renovación urbana fueron acabando con los santuarios donde se arreglaba permanentemente al país.

De ese modo desaparecieron poco a poco el Windsor, el Café Inglés, el Gato Negro, el Café Real, El Molino, Café Colombia y El Automático, donde León de Greiff declamaba y el artista Figurita Rivera exhibía sus primeras obras.

Aunque el San Moritz todavía conserva gran parte de su esencia, ciertas cosas han cambiado. El Decreto 263 de 2011 forzó a los dueños a clausurar el billar y en 2012 la ley prohibió fumar dentro de los establecimientos. Las mujeres entran sin problema desde hace 20 años, van especialmente los viernes a tertuliar, son en su mayoría universitarias, y ahora una señora sirve el café.

Pero lo más preocupante es que la casona donde funciona cambió de dueño y su futuro está en manos de esa persona. En 2013 un hombre le compró el predio a la Fundación Niños de los Andes, creada por Jaime Jaramillo, más conocido como Papá Jaime, y desde entonces les pide a los arrendatarios que desalojen. De siete locales que había, solo dos siguen abiertos. El resto de los inquilinos entregaron.  

El propietario alega que es necesario intervenir la casa, algo que no niegan ni el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC), la entidad encargada de conservar los bienes patrimoniales de la ciudad, ni la familia Vásquez, propietaria del San Moritz desde hace 54 años. “Hay varios arreglos por hacer como el del tercer salón, donde funcionaba el billar, que colapsó hace dos años”, reconoce una de las dueñas. Sin embargo, no están de acuerdo con desalojar. “El señor nos dice que nos vayamos mientras restaura la casa y que después podemos volver, pero quién sabe si cumpla o si nos suba el arriendo a un precio impagable”, añade. La reubicación, en todo caso, pondría en riesgo el patrimonio inmaterial que alberga cada centímetro de este lugar.

En la alcaldía de Gustavo Petro, un programa de conservación de los cafés –diseñado e implementado por el IDPC en el marco del Plan de Revitalización del Centro Tradicional– trató de evitar situaciones como esta. Se llamaba Bogotá en un Café y nació en octubre de 2013. Reunió a los propietarios de los lugares tradicionales y nuevos de la ciudad para organizar en sus negocios conversatorios, conciertos de música de cámara y ópera, proyecciones de cine, funciones de teatro y recorridos turísticos. La idea era promocionar los cafés nuevos, llevar a las generaciones recientes a los antiguos y conservar el valor cultural que representan los únicos seis sobrevivientes del Bogotazo y la modernización: el San Moritz (1937), el Café Pasaje (1936), el Florida (1936), la pastelería Belalcázar (1942), el Salón La Fontana (1955) y el restaurante-café La Romana (1964).   

El programa se inspiró en Buenos Aires, una ciudad que cuida como ninguna sus cafés: desde finales de los noventa tiene una ley de promoción y conservación que va acompañada de exenciones tributarias para sus propietarios. Bogotá en un Café duró 27 meses realizando eventos cada 20 días y publicando material divulgativo a través de 12 gacetas que se llamaron Hojas de café. Sin embargo, desde enero del año pasado, cuando asumió la nueva administración distrital, está congelado.

El último evento del programa fue el lanzamiento del libro El impúdico brebaje –en diciembre de 2015– que cuenta la historia de los cafés en Bogotá y reúne relatos al respecto. Y si bien el actual director del IDPC, Mauricio Uribe, quiere retomarlo, advierte que habrá cambios: “Los eventos no continuarán porque eso implicaba algo muy delicado: usar recursos públicos en establecimientos privados (los cafés) para costear las tertulias y conciertos”.

Para los dueños de los cafés que hicieron parte del programa la noticia es nefasta y para los del San Moritz, más. La casa donde este último está es un bien de interés cultural del Distrito, pero a la vez propiedad privada. Ahí radica el problema. El propietario debe pedirle permiso al IDPC para realizar cualquier intervención, pero lo que haga con los locales que funcionan allí no es competencia del instituto. De ahí que declararlo patrimonio cultural inmaterial de Bogotá haya sido uno de los últimos esfuerzos de la administración anterior para evitar que su destino quedara en manos de un privado.

Hasta el momento, el dueño actual de la casa no ha presentado su proyecto de intervención del inmueble ante el IDPC. A finales de 2015 asistió a una reunión con los Vásquez y el equipo del instituto, la cual se convocó para dimensionar el testimonio vivo de la Bogotá antigua que es el San Moritz. Desafortunadamente nada cambió. Demandó a los Vásquez para recuperar el inmueble y ahora estos, además de vivir temerosos por el desalojo, deben pagar un abogado para proteger un tesoro que además de suyo es de toda la ciudad.

Lo que ocurra con el San Moritz será definitivo para el futuro no solo de otros cafés o lugares icónicos de la ciudad, sino para el del mismo centro tradicional de Bogotá, que cada vez más pierde su toque nostálgico.