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LA PERVERSION DEL BODEGON

En los últimos años la naturaleza muerta se ha convertido en pasatiempo de señoras

4 de octubre de 1982

Se ha entendido tradicionalmente como "Naturaleza Muerta" o "Bodegón" la representación de elementos inanimados (y en especial de flores y de frutas, peces legumbres y otros comestibles), con metas pictóricas que pueden variar entre simbólicas y puramente estéticas. No obstante su frecuente inclusión de materiales naturales, el bodegón se diferencia de las obras denominadas genéricamente como "Naturalistas" por la presencia de objetos hechos por el hombre (comúnmente vasos, copas, manteles y otros utensilios domésticos), así como por su localización puesto que el bodegón es interior mientras que los otros por regla general son interpretaciones exteriores e "in situ".
Este tipo de trabajos se conoce desde la Roma antigua pero sólo en el siglo XVI, en Flandes, como secuela de la persecución desatada por la Reforma contra las obras de carácter religioso, la natualeza muerta cobra vida artística al convertirse, por sí sola y no como complemento de otro tema, en motivo central de la pintura. En consecuencia, pese a espléndidos pero escasos ejemplos italianos como la famosa "Canasta de frutas" de Caravaggio, la naturaleza muerta es considerada como una tradición eminentemente nórdica en cuyo desarrollo son fundamentales obras como las de Pieter Aertsen, Jan de Heem Willem Kalf, Frans Snyders y Jan van Huysum, quienes extendieron ampliamente su temática y llevaron su representación a un alto grado de realismo y de refinamiento.
Es en España, sin embargo, donde en el siglo XVII la naturaleza muerta adquiere el nombre bodegón y con él una nueva dimensión a través de obras como las de Sánchez Cotán y Zurbarán en las cuales se refleja un agudo sentido de la luz que complementa la admirable austeridad y solidez de sus formas y composiciones; y en el siguiente siglo es un francés, Chardin quien con empastos delicados y tonos graves y profundos eleva esta clase de trabajos a una verdadera cima de particularidad y de excelencia, certificando desde entonces la validez y amplia acogida de la naturaleza muerta como tema pictórico alrededor del mundo.
En Colombia la naturaleza muerta, como la pintura de paisajes, comienza a explorarse en las postrimerías del siglo XIX, vía la obra de Andrés de Santa María, un artista que había conocido y seguido en París los argumentos y objetivos del Impresionismo, el Post-lmpresionismo, los Nabis y el Fauvismo, movimientos en los cuales dicho tema era recurso favorito de buen número de anistas (entre quienes cabe destacar a Monet, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Bonnard, Willard y Matisse.). Es decir, la naturaleza muerta no se inicia en Colombia bajo la influencia nórdica que es reconocible, por ejemplo, en el realismo minucioso del estadounidense William Harnett, sino a través de las distintas tendencias que marcaron el nacimiento de esa era, cuyo fin comienza ahora a lamentarse.
A los bodegones cada vez más oscuros y empastados de Santa María siguieron con relativa timidez, pero con innegable gracia, las exquisitas miniaturas de Roberto Páramo quien involucraba objetos autóctonos como vasijas de barro y cucharas de palo en sus delicadas representaciones; las sobrias bibliotecas y sobre todo los elegantes ramilletes de Francisco Antonio Cano quien hallaba en las flores un motivo ideal para exponer su virtuosismo; y los finos dibujos de plantas y animales de Moros Urbina (así como arreglos más convencionales de nombres menos conocidos como Célimo Ortega), artistas todos que aumentaron y fortalecieron la tradición de la naturaleza muerta en nuestro medio. Moreno Otero y Díaz Vargas habrían de proseguirla (al menos en espíritu, puesto que con frecuencia le adicionaron vida) insertándola prominentemente en sus interpretaciones costumbristas.
No obstante el énfasis en temas humanistas que llegó a generar el muralismo mexicano en todo el continente, y a pesar de la problemática social que introdujera los Bachué en el arte del país, la naturaleza muerta continúa siendo explorada con ánimo creativo durante la tercera y cuarta década del siglo en obras de estructura meditada, pero emotivas y expresivas como las de Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo, cuyo trabajo influiría sobre un extenso grupo de acuarelistas antioqueños. Es Santiago Medina, sin embargo -un artista ignorado injustamente en los recuentos del arte de esa época- quien en excelentes representaciones que involucran piezas de arte precolombino y colonial (aludiendo, como Páramo, a circunstancias regionales), logra hacer del bodegón una expresión particular, en la cual cuentan por igual, su atención a una composición que relaciona formalmente sus pocos elementos, y su interés en la pureza del color, la cual incita por lo regular a asociaciones con la serenidad y exquisitez de los trabajos de Morandi.
Ya a mediados de este siglo, por lo tanto, el bodegón era un tópico común y de larga trayectoria en el arte colombiano y por ello no es extraño que inclusive artistas como Alejandro Obregón y Cecilia Porras, para quienes el paisaje era sujeto predilecto, dedicaran intermitentemente su atención a la interpretación de objetos, flores y alimentos. Pero son Grau y Botero quienes habrían de proseguir con insistencia trabajando el bodegón; y son sus obras los últimos ejemplos en el arte del país en los cuales es posible señalar aportes numerosos e importantes para este tipo de pintura. Grau, por ejemplo, ha conseguido trasladar certeramente al lienzo ese mundo recargado y adornado con objetos de personal simbología que le permite sutiles comentarios de índole social; mientras Botero ha enriquecido dicho género con evidente maestria, mediante esa consistencia vulnerable y especial que le confiere a sus henchidas dimensiones y la cual es un acento prioritario y personal en su lenguaje.
Por todo lo anterior y especialmente por el ejemplo vital y estimulante de Botero, resulta apenas natural que en los años sesenta la popularidad del bodegón se hubiera incrementado de manera notable en nuestro medio.
Pero es lógico también que exista alguna conexión entre esa general aceptación, y la condescendencia y estatismo de las obras que quisieron continuar en el país el desarrollo de éste tema. Porque para nadie es un secreto que a partir de los pintores mencionados quienes se han dedicado en Colombia al bodegón han reducido su interpretación a un ejercicio superficial y rutinario, estableciendo con la mediocridad de su trabajo el desprestigio apabullante que actualmente lo circunda.
No existe, sin embargo, un sólo tema que no tenga posibilidad de validez en la pintura, ni existe un sólo género pictórico que no pueda convertirse en expresión propia y creativa y es por ello que llama la atención que, a pesar de tan honrosa trayectoria, la naturaleza muerta se haya reducido en nuestro medio a un pasatiempo de señoras que ven en la decoración de comedores una manera fácil de hacer plata. El bodegón no ha perdido su vigencia en otras partes y así lo hacen manifiesto los trabajos de artistas como Bravo, Hockney, Wesselmann y Aquino. Pero el bodegón se ha pervertido en nuestro medio porque, como tema neutral y establecido, ha sido presa fácil de artistas sin ideas y sin talento, quienes han abandonado toda pretensión de ser originales, para dedicarse a cubrir lienzos con frutas y verduras relamidas que hacen plenamente perceptible su desbocada ambición en cuanto a ventas.
Afortunadamente, con el viraje que se dió en el arte colombiano a partir de los años setenta, ese tipo de bodegón mal entendido perdió todo su atractivo para los jóvenes artistas. Sólo Santiago Cárdenas (en unos pocos cuadros sobre mesas de planchar y prendas de vestir) y Beatriz González (en dos mesas, una con cultas referencias y otra francamente popular), encontraron en el tema un vehículo importante para la expresión de unas ideas que habían abandonado ya el carácter, e incluso los soportes, del arte más tradicional. Otros artistas, como Botero, Grau, Tejada y Salcedo orientaron (al menos parcialmente) su interés en esta tradición hacia la tridimensionalidad.
Es posible, desde luego, que obras que han aparecido últimamente, como la de Gilmour (que mezcla expresionismo e ingenuidad) o como las de Iriarte y Cuartas (aunque parezcan de otro siglo), puedan algún día reivindicar el tema para la creatividad contemporánea. Pero quien mire honestamente el panorama más reciente de la pintura colombiana tendrá que concluir que, al menos por un tiempo, al bodegón tradicional lo sepultaron las agudas y profundas obras de Salcedo en la Segunda Bienal de Medellín. Salcedo, como se recordará, participó en esa Bienal con tres naturalezas muertas sobre el lienzo pero no pintadas sino escritas, haciendo claro y comprensible que el arte en cualquiera de sus formas no sólo debe ser producto de un trabajo con las manos, sino en primer lugar el resultado de un trabajo con la imaginación y con la mente.
Eduardo Serrano