Libro
Reseña de ‘Lo que es mío’, de José H. Bortoluci: El padre, el hijo, el camión, la familia, el país y continente
Con sencillez iluminada, el escritor brasilero hilvana una genial mirada a las sociedades latinoamericanas con un homenaje a su padre, camionero retirado, sobreviviente del cáncer, cuyas anécdotas e historia reflejan un hombre de su época y de su clase.
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Conocer a alguien, de verdad, es conocer sus venas. ¿Y quién conoce las venas de un país mejor que un camionero? En las carreteras y en lo que en ellas transita se puede leer tanto más que lo imaginable (como pasa con la sangre en las venas), y en esa experiencia se puede ganar un enorme respeto por una parte de la población, como la de quienes han movido y detenido países enteros. A punta de motor han amasado una sabiduría experiencial que nadie más tiene o tendrá.
En sus historias se pueden trazar los sueños febriles de naciones guiadas por mensajes de grandeza y expansión, de dominio de la selva, gobernadas por dictaduras o Gobiernos que en el anticomunismo encontraron una justificación para todo, para tratar de subyugar la selva con carreteras gargantuescas (como la carretera Transamazónica), de la cual se desprenden hoy brutales prácticas extractivistas. También se revelan discursos, pujas e intenciones políticas, y se establece ese ideal del camionero como pequeño empresario que “puede ascender socialmente si se aplica” (así el juego esté en su contra y todos los riesgos los asuma él, de ahí que muy pocos lo logren). Y no es necesario embellecer o limpiar las anécdotas; la franqueza de la gente que se forjó en la carretera les da un tremendo kilometraje.
Todo esto se va haciendo tan evidente como fascinante en cuanto se lee Lo que es mío, de José Henrique Bortoluci. En su primer texto publicado por fuera de la academia —es un reconocido graduado de Relaciones Internacionales, magíster en Historia Social y doctor en Sociología—, el profesor y conferencista brasileño hace sentir su acervo cultural con sensibilidad magistral. Sus referencias (las tiene, muy acertadas, de escritores, filósofos, sociólogos, cantantes) nunca se sienten pesadas o innecesarias; emocionan porque las dosifica, reservándolas para momentos clave del cuento, un cuento que precisamente despega de una realidad personal, familiar.
La figura de Didí Bortoluci, en su vida plena y en sus días enfermos, sirve a su hijo para exaltar una perspectiva noble, real y pragmática.
Este relato de casi 150 páginas, traducido ya a varios idiomas, le salió del corazón, de su vida misma, contrapuesta y sumada a la del hombre que lo trajo al mundo. Por esa razón, Bortoluci descartó escribir en términos de observación o estudio, o hacer una biografía convencional de su padre, un hombre de clase popular y raíces italianas, blancas. Vale decir que esa distinción de color y clase social en Brasil, de la división que logró establecer desde generaciones anteriores el eurocentrismo dominante (para nada extraña en nuestro país), es otra faceta expuesta de manera brillante por el autor, mirando a sus antepasados.
La manera en la que el autor relata esa distancia entre su vida y la de hombres como su padre, de aspiraciones y educación totalmente distintas, es crucial. Porque le huye con éxito a la superioridad que suele brotar de los más “educados”. Bortoluci no trata de entender: entiende. Lo hace reconociendo esa superioridad falsa y describiendo la mirada de quien no mira como él, sus motivaciones, tan válidas como las de cualquiera. En una parte, quizá la más ligera y divertida del libro pero diciente, el autor aborda su sentido de la estética ante el de su padre. Y, por un lado, toca esas viejas masculinidades que, por costumbre, descartaban un sentido estético como algo ‘afeminado’, pero no se queda ahí. Encuentra una razón de fondo en el pragmatismo con el que se relacionaba con objetos, sandalias o camisetas en la cabeza. La estética ni entraba en la ecuación y descartarla con discursos fáciles era casi un impulso.

La necesidad del libro se manifestó y marcó el camino. Ante un cáncer que colonizó por unos años a su padre, es decir, ante la idea de su posible partida, Bortoluci abordó conversaciones en profundidad con su viejo, cuando pudo, como pudo, mientras lo acompañaba (junto con su madre y su hermano) a lidiar con interminables procedimientos, exámenes y citas. Ese no es un detalle menor, porque parte del relato lo dedica a esta circunstancia, entre cuidadora y abrumada, aprendiendo de los términos de la enfermedad y de la paciencia y adaptación que exige ser paciente y ser un allegado del paciente, que, entre varios cambios en su fisionomía, lidia con una colostomía.
Bortoluci navega en su texto lo que representa lidiar con la enfermedad invasora y con la respuesta de un sistema de salud que se comporta con mayor o menor paciencia y respeto dependiendo de la billetera. El bombardeo de terminología, el ping-pong entre especialistas, el frío en las interacciones los registra. En Colombia, quienes han sorteado el sistema de salud saben lo que esto significa.
En este ejercicio de memoria personal, que el autor reconoce tan profundo como la noble memoria de su padre, se da el derecho de dudar de ciertos detalles (como que nunca consumió nada para mantenerse despierto en los largos viajes, como lo hacían muchos de sus colegas). Siempre sumando su mirada lúcida, el hijo hilvana sus raíces familiares, su padre, su enfermedad, su historia y sus colegas de carretera, pero también un país y una región entera en sus contradicciones y disputas, en sus empresas de colonización del territorio, de cultura, de cuerpo. Se siente cercano, se siente punzante, familiar e importante elevar esta figura del hombre que para mantenerse entregó su pasión, y lo volvería a hacer. Lo seguimos en kilómetros de cuentos, en barcazas, arriesgando la vida en tiempos de fiebre colonizadora, en barrisales. Vibra.

En el código que se inventa en este libro, Bortoluci hijo hace brillar el camino del padre, José ‘Didí’ Bortoluci, constante ausente de la vida familiar, como dictaba su oficio y su necesidad de ganarse el pan. Su madre está presente, pero el centro es Didí. Ella cobra especial peso cuando el autor recuerda el viaje en que sus padres lo concibieron y los días previos a su nacimiento, cuando dejó de llevar un diario. Nunca acompañaba a Didí, pero sí lo hizo en ese viaje, del que resultó ese infante brillante que se destacó desde niño y ahora comparte sus historias con el mundo.
Partiendo de sus ancestros, de las migraciones, de los ideales, costumbres y necesidades de los hombres de una época pasada y de una clase social determinada, el escritor ofrece un comentario sobre el hombre trabajador, la familia y la sociedad misma, sobre las aspiraciones, las construcciones sociales, las promesas hechas sin sustento, antes y ahora. Es así como zanja la brecha entre la experiencia humana y la teoría sobreanalizada inspirada en ella, que termina por distanciarse demasiado de la realidad. Y eso refresca.
Muchos brasileños no se identifican como latinoamericanos, pero este libro, en un país que también se entregó al camión (por necesidad y por interés), demuestra más cercanía que distancia.