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En su quinta novela, Ospina le dedica sus letras a seres anónimos y sencillos que construyeron país por medio de su modo de vivir. | Foto: león darío peláez - semana

LITERATURA

William Ospina habla de ‘Guayacanal’, su libro más personal, en exclusiva con SEMANA

En su nueva novela, en librerías el 10 de junio, el escritor navega su vida, la de sus padres, tíos, abuelos y bisabuelos y explora el impresionante y salvaje territorio en el que armaron una vida más que digna.

8 de junio de 2019

SEMANA: Es su novela más personal a la fecha, ¿por qué escribirla ahora?

William Ospina: Yo andaba dedicado a escribir otro libro, pero la muerte de mis padres y de algunos de mis tíos me obligó a volcarme sobre la memoria personal y familiar. Muchas de estas historias las hemos hablado en la familia durante mucho tiempo, pero empecé a sentir la necesidad de convertirlas en un relato al que dediqué el último año y medio.

SEMANA: Es una novela, ¿cómo distingue entre realidad y ficción?

W.O.: Es la historia de hechos que ocurrieron pero, como la memoria es selectiva, entonces escoge algunas cosas y arma con ellas un mosaico. Eso hace que lo que fue realidad termine siendo ficción. Cuando ellos, mis bisabuelos, llegaron al norte del Tolima, y todos esos colonos a esa región de la zona cafetera, eso era una selva, un mundo virgen que Humboldt alcanzó a reconocer. Ellos llegaron a construir un modelo de civilización, de cultura, y todo había que inventarlo en medio de tempestades, y espero que la novela transmita ese poder magnífico y destructivo de la naturaleza en medio de la cual hicieron su vida. Son pioneros, no solo por armar casa o tener hijos, más por construir una manera de vivir e interpretar un mundo y habitarlo de forma cordial, generosa, festiva.

"Son pioneros, no solo por armar casa o tener hijos, más por construir una manera de vivir e interpretar un mundo y habitarlo de forma cordial, generosa, festiva"

Para mí ha sido una aventura maravillosa escribir esta novela, que no es de personajes ilustres, sino de seres maravillosos pero anónimos, los que construyen los países, hacen la historia. Es un homenaje a ese tesoro popular que es la memoria de esas generaciones, y traté de que el lenguaje fuera digno de la sencillez de estas personas.

SEMANA: ¿Hubo alguna intención de agitar la memoria y el pasado familiar del lector, y la conciencia de su territorio?

W.O.: El acercamiento a algo más personal e íntimo no me hizo perder de vista que esas historias ocurren en territorio. Y ver la historia de ese territorio fue importante. Sentí necesario definir el espacio donde los hechos ocurren y mostrar los acontecimientos históricos que en él se dieron desde los tiempos de la conquista, de la independencia, de la colonización. Así, cuando suceden las fiestas, los crímenes, los terrores y las magias de esta historia, el lector sabe dónde ocurren. Y lo que ocurre está vinculado íntimamente al paisaje, a esas montañas, cañones, caminos, a lo difícil que es recorrerlos, a su belleza.

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SEMANA: ¿Implicó esta novela cambios en su mirada o método?

W.O.: Mientras cuento la historia de mi familia también miro de cierta manera a una época muy importante. En la segunda mitad del siglo XIX, en la región central de Colombia, se construyó un país, que fue la zona cafetera, un mundo campesino que no fue nunca opulento pero siempre muy digno y que se fundó sobre el trabajo, la familia y unos valores muy importantes que le dieron a Colombia, yo diría, una gran estabilidad histórica. Ese país que fue construido a mediados y finales del siglo XIX, es el país que fue destruido por la violencia de los años cincuenta. Siento que buena parte de las tragedias que ha vivido Colombia después se deben a la manera como fue destrozado ese mundo, del que el país vivía económicamente -el café era el sustento- pero también proveía valores tradiciones y costumbres. Reconstruyendo la historia familiar también traté de recuperar la memoria del país y de mirar ese territorio que cada vez es más urgente para nosotros. Tenemos que construir una nueva relación con esa naturaleza y con ese territorio. Es un imperativo de la época.

SEMANA: En Guayacanal menciona una etapa de paz de la que poco se habla. ¿Cree posible regresar a un momento así?

W.O.: Me sorprendió, a medida que iba narrando, descubrir y ver con nitidez que sí hubo 70 años de paz en esa región del país. Nosotros vivimos en la leyenda de que nuestra historia ha sido siempre una de guerras y violencias. Además, yo lo advertía en la memoria de mis padres y de mis tíos. La alegría con la que recordaban ese mundo. El placer de mi tío en volver a esas tierras y contar historias revelaba que esa no había sido una existencia trágica, sombría. Sí, llena de condición humana y de toda esa herencia bíblica también, pero, sin duda, también llena de fiestas, de travesuras y sorpresas.

SEMANA: ¿Qué permitió que se diera esa etapa?

W.O.: Reposaba sobre una economía razonable, sólida, producto de la bonanza mejor repartida que tuvo Colombia. El café trajo una prosperidad muy democrática. Eran muchos campesinos, muchas familias beneficiándose de esa riqueza. No enriqueciéndose, beneficiándose para mantener una estabilidad. Y yo creo que ese es el fundamento de una paz verdadera. Contribuyó también una reforma agraria extraordinaria a fines del siglo XIX de la que poco se habla, que repartió casi un millón de hectáreas entre esos campesinos y que formó esa zona cafetera. Una reforma generosa y hecha a tiempo, le permitió al país vivir casi un siglo. La violencia se alimenta de la gente sin empleo, de la gente sin oportunidades, de la gente sin futuro, y de esa incertidumbre social que tiene que recurrir al delito porque no hay caminos legales. Hablamos mucho del enriquecimiento ilícito, pero ¿dónde está hoy el enriquecimiento lícito?

SEMANA: En Guayacanal cita el poema de Gonzalo Arango sobre la muerte de Desquite, un bandolero, y cómo volverá a nacer muchas veces si Colombia no aprende a brindar un destino de dignidad a sus hijos...

W.O.: Fue una profecía y creo que se ha cumplido. Y es fácil entenderlo. ¿Queremos paz hoy? Hay que dar un horizonte de dignidad, de integración, de oportunidades a cientos de miles de jóvenes que están padeciendo en las fronteras de la violencia, de la delincuencia, sin ninguna oportunidad, oficio, trabajo o educación. Y un proyecto de paz que no tenga componente de juventud, de territorio y de construcción de oportunidades para millones puede ser bienintencionado, pero no es verosímil.

"¿Queremos paz hoy? Hay que dar un horizonte de dignidad, de integración, de oportunidades a cientos de miles de jóvenes que están padeciendo en las fronteras de la violencia, de la delincuencia, sin ninguna oportunidad"

SEMANA: ¿Cómo percibe a la juventud de hoy? ¿Le genera esperanza?

W.O.: Creo que está buscando y sabrá encontrar muchas respuestas y soluciones si deja de ser una prolongación de los artefactos electrónicos. La juventud desconfía mucho de ciertas respuestas que le da un establecimiento al que solo le importa la ganancia, el dinero, el éxito y la frivolidad en sentidos muy frívolos. Para ella es evidente el fracaso del modelo que han construido sus mayores. Los jóvenes necesitan ser conscientes de ese país campesino que tuvimos y también de esta naturaleza que sigue ahí y de la que hay que tomar posesión. El mundo necesita una gigantesca revolución de las costumbres y en el pasado también hay un montón de valores que hay que poder recuperar y de los que la humanidad siempre supo vivir.

SEMANA: ¿Ve esperanza en la generación que hoy toma las decisiones?

W.O.: El problema de Colombia no es que tenga guerrilleros, ni paramilitares, ni políticos corruptos, ni delincuencia. Sino su falta de una ciudadanía capaz de ponerle freno a todo eso. Me preguntan quién debería ser presidente, y a cualquiera que usted ponga allí, por bueno, inteligente y generoso, que sea, le va a ser muy difícil si no hay un cambio ciudadano. Ese cambio es entre todos. En eso Fernando Vallejo tiene razón cuando repite que hablamos mucho de nuestros derechos pero poco de nuestros deberes.

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SEMANA: ¿Cómo celebraría este bicentenario si dependiera de usted?

W.O.: Lo enfocaría en dos partes. Una, valorar y agradecer las cosas que se conquistaron y, otra, reflexionar sobre lo que quedó pendiente. Yo me siento orgulloso de ser colombiano, de no ser súbdito de ningún rey. Con Bolívar y toda su gente guardo gratitud infinita, pero siento que un montón de cosas se hicieron a medias. Nos prometieron libertad, igualdad y fraternidad, y aquí la fraternidad poco, los políticos se dedican a enseñarnos a odiarnos los unos a los otros. Y sobre igualdad, después de la independencia hubo esclavos, exclusión de los indígenas y más que nadie se discriminó a los pobres. Es una lástima que los gobiernos no contagien entusiasmo, que no convoquen a diseñar el país con vías de comunicación, trenes de alta velocidad, integración del territorio, hechos que le hagan sentir lo grande que podría llegar a ser. Entonces, bien vale destacar el ‘bi’ en bicentenario, para recordar historias maravillosas como la Expedición Botánica y el impacto de La Ilustración, el beber de otras fuentes fuera de la tradición clerical española. Y reconocer que estamos en deuda con construir un país de grandes proyectos.

SEMANA: Háblenos de la figura de Rafaela en Guayacanal, que muchos colombianos identificarán en sus ancestros.

W.O.: Rafaela es un ser entrañable presente a lo largo de toda mi vida. Murió un año antes de que yo naciera, pero fui testigo de la huella que dejó. Estoy seguro de que Colombia estuvo llena de mujeres extraordinarias como ella, que le dieron fundamento a esta cultura y la capacidad de sobreponerse a dificultades, al clima, a la vegetación y topografía, y vivir con alegría. Es muy interesante que a pesar de las muchas tragedias que la historia nos ha hecho vivir y violencias cíclicas que la política favorece, en el alma de la gente hay una vocación de fiesta, de celebración, que ellos y ellas sembraron y que sigue allí.