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La tierra de los tesoros tristes, de Simón Posada. Editorial Aguilar
La tierra de los tesoros tristes, de Simón Posada. Editorial Aguilar | Foto: Suministrada

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Fragmento de ‘La tierra de los tesoros tristes’

SEMANA reproduce parte de la introducción del libro del periodista Simón Posada, editado por Aguilar.

25 de julio de 2022

Introducción

No se sabe muy bien cómo lo encontraron, pero es posible que al verlo con la luz de una antorcha o de los rayos del sol, hayan gritado de felicidad y asombro. El destello de sus 777,7 gramos de oro, cobre y plata debió de deslumbrarlos. Alguien dijo alguna vez que la superficie del Poporo Quimbaya era tan reluciente que reflejaba a la perfección la imagen del observador. Hoy en día, las personas que lo visitan en el Museo del Oro de Bogotá, en una sala tan oscura como el sepulcro del que lo sacaron, se quedan maravilladas al ver sus caras reflejadas en él. Pero pocos se preguntan de dónde vino, quién lo encontró, para qué fue usado, por cuántas manos pasó y qué camino recorrió en los más de 150 años que lleva por fuera del lugar donde alguna vez fue enterrado. Es un símbolo colombiano mudo, vacío, sin significado. El símbolo perfecto de un país que no conoce su historia. La sala donde está hoy el Poporo Quimbaya busca semejar una maloca indígena: adentro, en medio de la penumbra, tiene columnas, pero no de madera, sino urnas de vidrio que guardan cada una un tesoro diferente. El sepulcro en el que fue hallado, en cambio, tenía una puerta que miraba al oriente y una sala central con varios nichos llenos de ídolos, figuras humanas, vasos grandes, lámparas, incensarios, candelabros y moldes de yeso para hacer más piezas.

En el nicho más grande había una lápida de tierra cocida, con un águila grande en actitud de alzar vuelo, y que en sus garras llevaba dos ranas. A su alrededor había doce ranas más y doce figuras humanas. Todo de oro. Conocemos esta descripción gracias a alguien que se la contó a Agustín Codazzi, el gran explorador italiano contratado para conformar la Comisión Corográfica, el ambicioso proyecto de la República de la Nueva Granada con el que se buscaba hacer un inventario de las riquezas naturales y un análisis de cómo construir las vías de transporte necesarias para sacarlas del país y hacer crecer el comercio internacional.

Al parecer, Codazzi no visitó el lugar, ubicado en una loma llamada Pajarito, en los límites entre los que hoy son los municipios de Yarumal y Campamento, en el departamento de Antioquia; sin embargo, por cuenta de su relato sabemos los pocos detalles que existen sobre las circunstancias de su hallazgo. Para Codazzi, los objetos de arcilla y orfebrería que se sacaban de las tumbas de Colombia demostraban que los pueblos que habitaban el territorio antes de la Conquista eran de “un gran adelanto industrial y bastante gusto artístico”, y se asombró de que en algunos sitios se hubieran hallado más de cien libras de piezas en oro. Los descubridores del poporo debían de tener una habilidad especial para analizar el terreno en busca de tesoros. Es muy posible que hubieran aprendido de los indios o de algunos colonizadores sobre cómo encontrar guacas, a buscar en el terreno leves hundimientos o a divisar, en medio de la oscuridad de la noche, los fuegos fatuos, esas luces que se producen en los cementerios y los entierros como producto de la descomposición del fosfato de cal que hay en los huesos, y cuyos gases, en contacto con el aire, producen una luz azulada. Incluso en pleno siglo XXI, es muy común que los campesinos de todo el país salgan a caminar en las noches de Semana Santa para buscar luces en mitad del monte, señal casi inequívoca de que puede haber algo bajo tierra.

“La paz de los vivos depende de la paz de los muertos, y si se perturba su sueño y se dispersan sus huesos, muchos soplos saldrán bajo la luz de la luna a enfermar los cuerpos y a perturbar los corazones”, cuenta Oramín, el sirviente fiel de Ursúa en la novela de William Ospina, sobre el temor que los cazadores de tesoros tenían a las maldiciones y a las represalias que los muertos pudieran conjurar contra los vivos que se atrevían a tocar sus pertenencias.

A pesar de que el papa Clemente III y otros obispos no eran partidarios de que los españoles saquearan las tumbas, la fiebre del oro fue más fuerte. Don Juan de Solórzano Pereira, fiscal del Consejo de Indias, definió que la profanación no traía mayores problemas porque esas tumbas eran de idólatras y las riquezas iban a ser empleadas con fines “piadosos o públicos, como nuestros Reyes lo hacen”. Una vez en el lugar indicado, los guaqueros tomaban una barra de hierro para darle golpes al suelo, sacar un poco de tierra y analizar si había sido movida en el pasado. Comparaban su firmeza y los colores de las capas con los de la tierra alrededor, porque, cuando excavaban, algunos indios tenían cuidado y separaban bien las capas por colores, y al tapar la tumba las dejaban en el mismo orden.

Si los guaqueros cavaban tierra mezclada en la primera palada, con colores diferentes de todas las capas, era muy posible que esa guaca ya hubiera sido saqueada y no valiera la pena realizar el trabajo. Es bien conocida la historia de unos guaqueros que trabajaban en una tumba y fueron vistos por un negro, que les dijo: “El indio que hizo esta guaca se arrepintió de enterrarse en ella después que la hubo concluido; usted no encontrará ni trastos, ni cadáver, nada, absolutamente nada contiene”. Los hombres no le prestaron atención y siguieron cavando, sin suerte.

Cuando volvieron a ver al negro, le preguntaron por qué lo sabía, y él respondió: “En ese sepulcro salía la tierra negra mezclada con la roja y con la amarilla, todo estaba confundido; el indio jamás ponía la tierra sino imitando su colocación natural; yo conocí muy bien que después de hecha la fosa, había sido llenada con precipitación y desorden, sin que las señales constantes de encerrar alguna cosa existieran”. Estos cazadores de tesoros también aprendieron que las riquezas debían estar enterradas debajo de las cabezas o las axilas de los difuntos, que en la calavera siempre hallaban aretes y narigueras y que debían sacudir las piezas de cerámica, porque si oían que se movía algo en su interior, era casi seguro que se trataba de oro, y debían romperlas para ver qué tenían adentro. A lo largo de la historia el oro ha enloquecido y ha causado la muerte de millones de personas alrededor del mundo.

La dura tarea de sacarlo de la tierra rompiendo con martillos o dinamita piedras de varias toneladas de peso, cavando túneles infinitos en una montaña, removiendo tierra con palas a mano o con maquinaria pesada en las playas de los ríos, ha sido responsabilidad de pueblos oprimidos y esclavizados desde el inicio de los tiempos. Para Simón Bolívar, el oro y la esclavitud eran la peor combinación que podía encontrarse en un lugar: “el primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo”, escribió alguna vez en Jamaica. Pero este sentimiento no ha sido exclusivo del Libertador. El novelista B. Traven se refirió a algo similar: “la sortija de oro que rodea el dedo de una elegante dama, o la corona colocada sobre la cabeza de un rey, ha pasado muy a menudo por las manos de criaturas que habrían hecho estremecer con su aspecto a esas damas y a esos reyes. No cabe duda de que la mayoría de las veces el oro se lava con sangre humana en lugar de jabón”.

Si se le da una vuelta al mundo en Google Maps, saltando entre una y otra de las minas de oro más grandes del mundo, de Indonesia a Rusia o de República Dominicana al Congo, se puede ver lo mismo: cráteres gigantescos en la tierra, con círculos concéntricos delineados de manera milimétrica. La encarnación perfecta del infierno descrito por Dante es, sin dudarlo, una mina. B. Traven, de nuevo, afirma que “el oro es algo endemoniado, creedme, muchachos. Cuando se ha conseguido, el alma no es la misma que antes de obtenerlo, y nadie escapa a esto […]. Se pierde la noción del bien y del mal, se olvida la diferencia entre lo honesto y lo deshonesto, se pierde la facultad de juzgar”.

Los humanos llevamos la sed de oro en nuestras venas. Nuestro cuerpo tiene alrededor de 0,2 mg de oro. Un estudio del Servicio Geológico de Estados Unidos encontró que un kilo de lodo extraído de las cloacas, donde llegan todas las heces fecales, contiene cerca de 0,4 mg de oro, entre muchos otros metales. Benito Piernas, famoso minero de Barbacoas, un poblado en las selvas del departamento de Nariño, en Colombia, le untaba polvillo de oro a su comida, y se cuenta que las barequeras ponían las heces del viejo en sus bateas para separar el oro de la mierda. Gabriel García Márquez le dijo a Plinio Apuleyo Mendoza que, para él, el oro estaba identificado con la mierda, y por eso nunca usaría pulseras, ni cadenas, ni relojes ni anillos de oro. En Cien años de soledad hay una escena memorable: cuando José Arcadio Buendía logra transmutar los metales en oro, le muestra a su hijo mayor un crisol con los restos de oro rescatados. “¿Qué te parece?”, le pregunta, y José Arcadio responde: “Mierda de perro”. Nanopartículas de oro son usadas para diagnosticar la malaria y el VIH y para tratar la arteriosclerosis y el cáncer, y para hacer parte del cableado de los marcapasos. Nuestros teléfonos celulares tienen, en promedio, 0,034 mg de oro. El telescopio James Webb Space, que busca las galaxias más antiguas del universo, tiene dieciocho espejos hexagonales cubiertos de oro para reflejar mejor la luz infrarroja. El oro no sirve para construir puentes, y no tiene la resistencia del acero para soportar un edificio como el Burj Khalifa, el más alto del mundo. Sin embargo, su habilidad es otra: es el mineral con la mayor capacidad para convertirse en hilos. Una onza de oro puede convertirse en un hilo de hasta 80 kilómetros de largo, algo que lo hace indispensable para el mundo de la electrónica.

A pesar de esto, los humanos han logrado fabricar grandes objetos de oro. Tailandia tiene el récord del objeto de oro más grande del mundo: el Golden Buddha, o Phra Phuttha Maha Suwan Patimakon, pesa 5,5 toneladas, con unos porcentajes de pureza de oro de entre el 40 y el 99 %. Las civilizaciones no tuvieron más remedio que convertir el oro en su principal moneda de cambio. No podían comprar madera, pescado o flechas con aire, ni con hidrógeno, que es el elemento más abundante del universo. Tendríamos que llevar en los bolsillos frasquitos rellenos de aire o hidrógeno, pero aun así sería imposible: ni el aire ni el hidrógeno se pueden ver, y nadie creería semejante estupidez. Tampoco se podría usar un líquido como moneda: el mercurio o el bromo, por ejemplo. No podríamos caminar por un mercado... (...).