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CARLOS LLERAS RESTREPO Y LA MUERTE

El ex presidente Alfonso López Michelsen recuerda a quien fuera unas veces su aliado y otras, su adversario.

ALFONSO LOPEZ MICHELSEN
31 de octubre de 1994

TODOS LOS COLOMBIANOS deben haber recibido la noticia de la muerte del ex presidente Lleras con la misma sorpresa con que la recibimos nosotros. Uno solo entre nuestros compatriotas podía haber recibido la noticia con toda naturalidad. El doctor Carlos Lleras Restrepo.
La muerte mantenía con el ex Presidente una relación tan íntima que a veces yo solía asociarla con las pinturas de los primitivos flamencos como Breughel que se complacía en dibujar macabros cuadros sobrehumanos.
Estuve presente en su despedida de la Clínica Santafé para su cita con la muerte en su propia casa. Sin embargo, logró esquivarla por varias semanas. Tantas que él ya creía que iba a retornar su vida ordinaria. Había tenido unos sueños muy extraños y quería que entre los dos los interpretáramos. El viernes antes de su muerte, me propuso que el miércoles, el día que vino a ser el de su entierro, nos encontráramos para hallarle una explicación al sueño que transcurría entre los dos en París, ciudad en la que nunca estuvimos juntos.
Tenía el doctor Lleras la convicción de ser una excepción dentro de su familia. Los Lleras Restrepo padecían una enfermedad del corazón que los arrebataba prematuramente de este mundo. Apenas se acercaban al medio siglo, la muerte los sorprendía de manera súbita y no faltó quien muriera sin haber llegado a los 40. Completar los 86 años de edad era una proeza dentro de la familia que le hacía pensar que estaba viviendo de milagro cada nuevo año. Y, sin embargo, a pesar de sus achaques seguía laborando incansablemente en una carrera contra el tiempo sin hacerse la ilusión de que la monumental obra que es la "Crónica de mi propia vida" pudiera llegar hasta nuestro días.
No sólo con sus hermanos fue implacable la visita de la intrusa. Como huésped indeseable golpeó dos veces a su propio hogar arrebatándole en menos de tres lustros sus dos hijas. Semejantes golpes no se dan todos los días en los hogares colombianos. Perder dos hijas en la flor de la edad era una prueba para familiarizarse una vez más con la idea de la muerte. El estoicismo con que recibió estas pérdidas una persona que no tenía una gran fe religiosa, acabó acrisolando su carácter revistiéndolo de una coraza de resignación ante adversidades como pocos colombianos habían conocido.
Paso a paso, el humor sarcástico que él había tenido frente a sus adversarios políticos lo fué aplicando a sí mismo renunciando a un rasgo tan característicamente colombiano como es la autocompasión. Ni invocaba la piedad de los demás ni la tenía consigo mismo. Diríase que se reía de estar viviendo de milagro. La muerte no le había llegado, pero era una huésped tan asidua que podía llegar a su puerta en cualquier momento. En todo caso no lo encontraría desprevenido.
Muchas divergencias y entendimientos tuvimos en la vida. Sin embargo nada rompió mis vínculos de respeto y afecto por su persona. Eramos sobrevivientes de muchas empresas comunes y compartíamos recuerdos de los cuales podíamos hacer partícipes de año en año a muchos colombianos.
En los últimos tiempos, cuando él estaba empeñado en dejar un testimonio liberal sobre nuestro siglo XX, yo lo frecuentaba con los más diversos pretextos en su casa de habitación. Quería refrescar episodios que sólo se conservan en la memoria de los menos y acudía a mis recuerdos con la esperanza de que juntos descifráramos las claves del pasado.
Yo había tenido la fortuna de conocer a su padre, el doctor Federico Lleras Acosta en su laboratorio biológico de la carrera 5a. a donde mi padre me llevaba a escuchar sus conversaciones políticas y a alarmarnos con sus advertencias sobre las enfermedades sexuales, cuando apenas contaba yo 12 años. Mi padre y el doctor Lleras Acosta habían sido concejales de Bogotá en una misma lista, por allá en los años 20, y al lado de sus actividades profesionales se interesaban en la política. Lleras y López eran bogotanos raizales, descendientes de secuaces del general Santander en los albores de la República.
Al doctor Carlos Lleras Restrepo sólo vine a conocerlo, tal como él mismo lo relata, en la primera administración López, a mi regreso de Europa. Era un político bogotano muy activo, con grandes entronques en el sur de la ciudad y una fama de estudioso y de clientelista, entonces manzanillo, que parecían incompatibles. Sus partidarios se contaban entre el mundo de los activistas políticos más inverosímiles para el Carlos Lleras Restrepo que conocieron las generaciones posteriores: distribuidores de fermentadas, agitadores de barriada, a veces violentos, y liberales intransigentes embriagados con el fenómeno de la reconquista de 1930.
Un proceso de varios años permitió que el estudioso, el hombre de Estado, eclipsara por completo al caudillo municipal y su estrella brillara con luz propia en el firmamento político nacional. Su gran oportunidad fué la administración Santos. Como ministro de Hacienda fué el conductor de las finanzas nacionales en la procelosa época de la Segunda Guerra Mundial. Se reveló como un estadista de verdad. No solamente era el hombre fuerte del régimen en materias económicas sino en todos los órdenes. La política internacional, la de vivienda y fomento, la de la industria, las obras públicas y las comunicaciones, estuvieron bajo su mirada vigilante tanto como la del Presidente que se preciaba de no ser experto en ninguno de estos menesteres.
Al final del gobierno afloraron sus primeras aspiraciones presidenciales que las clases altas acogieron con la mayor naturalidad. Era el corolario natural de sus dotes de administrador. La clase media baja y el pueblo raso, que acaudillaba Jorge Eliécer Gaitán, lo enfrentaron en forma implacable llegando al extremo de privarlo del uso de la palabra con sus interrupciones en el curso de las manifestaciones públicas.
Con todo, la semilla había quedado plantada y en el curso de los años conseguiría superar la prevención en su contra, en forma tal que, a la muerte de Gaitán, fué consagrado como Jefe Unico del Partido Liberal por muchos años, con breves interregnos, en los que se le buscaban sin éxito sustitutos en la dirección del partido. Un obstáculo, desde luego involuntario, en su carrera ascendente fué la competencia con su pariente Alberto Lleras Camargo. No era grande la rivalidad entre los dos. Tampoco la familiaridad. Hubo épocas en que estuvieron militando en distintos campos y otras en que colaboraron al servicio del partido. A los ojos del público eran dos Lleras, sin que nadie se ocupara seriamente de sus divergencias ideológicas, limitándose sus críticos a destacar su condición de parientes para despertar recelos entre los electores.
Se distanciaron grandemente con ocasión de mi candidatura a la Presidencia de la República en 1973. Alberto acogió de buen grado la decisión de la Convención Liberal mientras el doctor Lleras Restrepo no ocultaba su fastidio con mi proclamación. Ocho años más tarde los dos trabajaron estrechamente para impedir mi reelección, fomentando el Nuevo Liberalismo y estimulando una disidencia dizque de "liberales con Belisario" que ni antes ni después del gobierno de Betancur tuvo electorado.
Lo más curioso en la vida de Alfonso López Pumarejo fué su relación con cada uno de ellos. Alberto Lleras era su más íntimo confidente y su escritor de cabecera en el sinnúmero de ocasiones en las que él no podía redactar personalmente sus mensajes. Complementaba, en cierto modo, las limitaciones literarias del Presidente. En la otra orilla, Carlos Lleras Restrepo era el hombre de confianza del doctor Eduardo Santos: su genio en materias económicas que le ayudaba a sortear las situaciones más difíciles en temas a los cuales era completamente ajeno el presidente Santos: el arreglo de la deuda externa, el Pacto Cafetero o el fideicomiso de los bienes de los súbditos del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Lleras Restrepo era el complemento indispensable en el orden económico para un hombre de las calidades literarias y periodísticas del presidente Santos.
Lo paradójico de esta situación fué que con el transcurso del tiempo y los avatares de la política Alberto Lleras se fué aproximando más y más al doctor Santos hasta adoptar su filosofía política republicana, a tiempo que el doctor Carlos Lleras Restrepo acabó siendo la gran admiración y el gran colaborador de López Pumarejo en la dirección del partido, durante sus años de adversidad. Era un liberal a secas y si, en sus últimos años, patrocinó las soluciones frentenacionalistas más allá de su término legal, ello se debió a su íntima convicción de que vivíamos en un período de transición en el cual era inoportuno el gobierno de partido. Lo malo era que la transición duraba indefinidamente.
Como Presidente de la República dejó la más grande huella administrativa de todos los tiempos. Adelantó la Reforma Constitucional de 1968, que nunca fué suficientemente aprovechada, y promulgó una Reforma Administrativa de tales proporciones en institutos descentralizados, empresas industriales y comerciales del Estado y fondos de todo orden, al punto que ningún otro gobernante ha realizado nada que se le compare. El mismo, personalmente, elaboraba los decretos correspondientes que sometía al estudio del respectivo ministro y llevaba posteriormente al análisis de todo el gabinete. Su capacidad de trabajo era legendaria. Páginas enteras de sus mensajes presidenciales los escribía a mano en una letra clara e inconfundible. El alba lo sorprendía muchas veces entregado a faenas de esta índole.
Los únicos nombramientos de carácter poético y administrativo que desempeñé en mi vida se los debo a su generosidad. Fui su gobernador del naciente departamento del Cesar y por dos años su ministro de Relaciones Exteriores. En ambos cargos me concedió una tan grande autonomía que me sobrarían páginas enteras para hacer el recuento de los episodios a que tuvimos que hacer frente juntos. Sólo quiero hacer referencia a los debates de carácter personal que tuvieron ocurrencia al final de su mandato y a propósito de las gestiones del Incora en la adquisición de algunos predios en el departamento de Antioquia. Me correspondió defender al gobierno en momentos en que un Senado acobardado por las audacias del senador José Ignacio Vives Echeverría no se atrevía a asumir abiertamente la defensa del gobierno, y sus ministros, primíparos en debates parlamentarios. intentaban defenderse de las más crueles invectivas transmitidas por radio a todo el país.
Meses antes se había presentado la renuncia del Jefe de Estado a consecuencia del insuceso de la Reforma Constitucional en la Comisión Primera del Senado y estando yo de paso por Bogotá, a la sazón era gobernador del Cesar, me tocó convencer a la bancada liberal de lo insensato de tal proceder que estaba llevando a la República a una crisis presidencial.
Su obra de gobernante, que prevaleció casi intacta hasta la administración Gaviria, ha sido desmantelada dentro del proceso de apertura económica, que contraría radicalmente los postulados de la Cepal, con la desregulación y la privatización del sector público, que había llegado a entrabar sin frutos la economía de mercado.
Es algo que invita a la reflexión acerca de lo efímero de las conquistas políticas. La ley del péndulo produjo el fenómeno del regreso integral a la libre empresa y a la iniciativa privada mientras que a la obra del doctor Carlos Lleras Restrepo se le reconocía como título de perennidad su intervencionismo de Estado a través de una infinidad de regulaciones escritas de su puño y letra, al estilo del decreto No. 444 de 1967 sobre control de cambios.
A mi entender y por paradójico que ello parezca, perdurará más su obra como hombre de pensamiento que sus ejecutorias como hombre de acción. Sus memorias, cobijadas con el sugestivo título de "Crónica de mi propia Vida", son el más significativo testimonio sobre el siglo XX colombiano. Obra eminentemente objetiva, sin consideraciones personales de ninguna clase, la Crónica es par de las memorias de Posada Gutiérrez en el siglo XIX, enriquecidas en este caso con la experiencia del gobierno y la frecuentación con los más destacados personajes de su tiempo. Nada comparable podrá escribirse en lo que queda en este final de siglo.
Guardo del ilustre ex Presidente un recuerdo amable, no exento de cicatrices provenientes de las heridas de otros tiempos. La soledad nos fué acercando con la evocación de las horas gratas que compartimos en diferentes etapas de nuestra trayectoria pública y privada. Sus servicios al país en las épocas de mi padre, nuestro exilio compartido en ciudad de México en los años 50, su gobierno y finalmente su atardecer apacible en su casa de la calle 70A, reconstruída después del incendio provocado por las hordas conservadoras enardecidas por sus jefes en 1952. Allí lo vi por última vez, hace apenas dos meses, sin que ni el ni yo sospecháramos la inminencia de su muerte, tan prevista por él y tan inesperada para mí, que lo veía tan lúcido y tan escéptico como siempre sobre su propio futuro. Colombia entera evocará con nostalgia su mano firme de conductor.-