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John Barros | Foto: John Barros

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El parque de Leticia, un lugar gobernado por loritos

Todas las noches, millones de estas aves hacen mágicos sobrevuelos para apoderarse de sus árboles y arrojar desde las alturas ‘regalitos’ que manchan las bancas, estatuas y caminos

John Barros
18 de septiembre de 2017

El parque Santander es un gran rectángulo desolado, gobernado por la soledad y por el canto de las aves.

A diferencia de lo que ocurre en los parques de otras ciudades, visitados por turistas, niños que espantan a las palomas, vendedores ansiosos por aumentar sus ingresos, viejitos concentrados en los juegos de azar y mujeres dispuestas a ponerse al día con los chismes, el jardín central de la capital de Amazonas rompe con todo imaginario común.

Sus más de 20 bancas de cemento, ubicadas de forma estratégica bajo los frondosos árboles y con rostros de indígenas como decoración, permanecen vacías la mayor parte del día, al igual que todos los caminos que conducen hacia el jardín del centro.

Bajo la luz del sol, la cancha de baloncesto no tiene jugadores y los rodaderos, pasamanos y máquinas para hacer ejercicio permanecen inmóviles. Por su parte, la estatua de Francisco de Paula Santander y la laguna con tortugas y peces están sumergidas en el silencio, visitadas solo por el paso del viento.

Solo dos de sus esquinas y el andén al frente de la Parroquia Nuestra Señora de La Paz, muestran alguna señal de vida humana, ya que ahí se ubican no más de seis vendedores de jugos de naranja, raspados, empanadas, galguerías y cigarrillos.

Son pocos los nativos que se aventuran a recorrer sus recovecos y atravesarlo, prefieren caminar más e irse por los extremos del parque, como si tuviera una clase de hechizo o maldición.

Pero no es así. La principal razón de su soledad es el excremento de las aves. No hay silla, camino, arbusto, estatua o estructura que se salve de estar manchada por la cagarruta blanca de los alados; hasta las tribunas de la cancha y el rostro del prócer Santander tienen profundas marcas de este color.

María Cardón, una vendedora de jugos de naranja que llegó a Leticia hace un año y quien tiene su puesto bajo uno de los imponentes árboles de la esquina, se encarga de explicarles a todos los turistas este peculiar fenómeno leticiano.

“Este es el hogar de miles de loritos que viven en la copa de los árboles y las palmas. Aunque se llama Parque Santander, todos lo conocemos como el parque de los loritos o pericos”, dice esta mujer nativa del Casanare, quien trabaja entre las 5:30 de la mañana y las 3 de la tarde.

Según María, todos los días, con el amanecer, bandadas de pajaritos abandonan el parque para buscar alimento en la selva, aunque algunos se quedan cuando el árbol Mata Palito arroja fruto.

“A las 5:30 de la tarde, la hora fatal, regresan en medio de una bulla para botar las semillitas que trajeron de por allá. Durante toda la noche, pareciera que estuviera lloviendo popó del cielo, un proceso que dura hasta que se van en la madrugada”.

Asegura que cuando amanece, el parque queda en silencio, pero lleno de la caca aún fresca de los loritos y un olor nauseabundo. “Las sillas se convirtieron en elementos decorativos. En la mañana y parte de la tarde están sucias y calientes y en las horas nocturnas uno no se puede sentar porque termina embarrado. Esas manchas son muy difíciles de quitar”.

El puesto de trabajo de María está protegido para evitar una sorpresa del aire. “Compré una gran sombrilla para hacer los jugos. Y no solo para que no me caiga un regalito del cielo, sino por higiene. Si no la pongo los pajaritos me dañan el producto”.

Esta llanera, que se niega a revelar su edad, afirma que los habitantes de Leticia adoran a sus loritos, así no los dejen sentarse en el parque.

“Este es su hogar. No le hacen daño a nadie. Además, cuando regresan, lo hacen en tupidas bandadas que forman remolinos en el aire, un evento muy atractivo. Los extranjeros sacan sus cámaras para llevarse un recuerdo inolvidable”.

Este espectáculo solo se puede presenciar desde un punto de la ciudad: el campanario de la iglesia, un cilindro rectangular de 33 metros de alto conformado por escaleras en forma de caracol con 82 destartalados y enclenques peldaños.

Por 3.000 pesos, los turistas pueden subir a la cúpula de la iglesia entre las 5 y 6 de la tarde, guiados por sus dos ángeles guardianes: Etuliano Peña, un seminarista del Vicariato Apostólico de Leticia, y Carlos Pérez, un niño de 11 años que trabaja como monaguillo de la iglesia.

Desde las alturas, de un momento a otro y sin previo aviso, millones de puntos negros se apoderan del aire leticiano. Tupidas bandadas sobrevuelan el parque para buscar el mejor árbol, envueltas en un chillido agudo imposible de pasar desapercibido.