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La estatua de Santos

Lo fundamental es elaborar una escultura de Uribe en Belén de los Andaquíes, para terminar con la envidia del expresidente y salvar la estatua de Santos, que está a punto de caer, como su gobierno.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
4 de marzo de 2017

En Belén de los Andaquíes, Caquetá, se anticiparon al posconflicto e inauguraron una construcción turística que atraerá a miles de personas de todo el mundo: una estatua en tamaño real del presidente Santos que sostiene en la mano derecha una carpeta de gran formato, probablemente la carta de un restaurante, y en la otra lo que parece ser un pájaro grandote, aunque ligeramente indeterminado: ¿es un halcón que ataca al presidente?, ¿una cigüeña?, ¿la parte pudenda del Tino Asprilla?

No se sabe bien: parte del atractivo consistirá en averiguarlo constatando en persona esta lograda versión de Santos en bronce, que, dicho sea de paso, luce un extraño traje de liki liki, como si no fuera Santos sino Gabo: ¿por qué el maestro Aníbal Castillo, artista de la obra, lo vistió de semejante modo? Parece un cantante de joropo. ¿No podía ponerle unas maracas, al menos? Aun más: ¿no ha podido resolver el homenaje con un busto, ya que Santos ha resultado tan plano? ¿Y por qué la estatuilla se parece a la de los premios Óscar? ¿Es serio eso? ¿Tendremos los premios Juanpa al mejor actor?

Un político uribista dice que la estatua es ilegal porque Santos es un funcionario en ejercicio, lo cual es muy llamativo porque estamos ante el primer uribista que piensa que Santos es un funcionario en ejercicio. Por eso mismo, y apegándose a una ley, pide tumbarla, como si fuera la de Huseín.
Yo, en cambio, defiendo la escultura, a pesar de que, primero, no la habría construido en bronce porque toca echarle cepillo para que saque brillo, como sucede con el de carne y hueso, sino en mármol, para poderla corregir: no en vano, ese es el material que utiliza el propio presidente para escribir sus borradores. Y segundo: habría inmortalizado al mandatario en una pose más suya, más natural: quizás aquella en la que se dejó ver cuando durmió en una casa de interés social, y leía un ejemplar de El Pilón. Estaba en prendas menores y parecía encontrarse en pleno simulacro de evacuación, por llamarlo de algún modo: dada la posición, era el propio pensador de Rodin. Pero diferente.

Más allá de esas consideraciones, defiendo la estatua por su enorme potencial turístico, similar al de aquel Cristo con blower que erigió don Richard Aguilar en Floridablanca, que se llevó buena parte de las regalías departamentales: no habrá colegios ni hospitales, pero esa efigie sideral, mitad Jesús, mitad el baladista de Pimpinela, niveló a Santander con el mismísimo Río de Janeiro.

De modo que, en lugar de prohibir estatuas, deberían construir otras: elevar una estatua de Andrés Felipe Arias inspirada en el Manneken Pis: el inmortal niño de Bruselas que se constituyó en un símbolo belga porque aparece agarrándose la ídem mientras se alivia contra un cuenco; la de Pastrana, que saldría barata porque sería hueca; la de Angelino, que podría ser en piedra, y quedar ligeramente belfa, para integrarla a las de San Agustín.

Si fabricarlas resulta costoso, se podrían retocar las que ya existen para que cumplan fines patrióticos: soldar el pelo de la gorda de Botero, en la cartagenera plaza de Santo Domingo, para que parezca un homenaje a Luis Carlos Villegas; añadir gafas a la de Blas de Lezo para convertirla en monumento de Navarro Wolff; barnizar de negro el pelo tipo bombril de la gigantesca escultura del Pibe, en el estadio Eduardo Santos, para presentarla como un gesto a Paloma Valencia.

Pero lo fundamental es elaborar una escultura de Uribe en Belén de los Andaquíes, para terminar con la envidia del expresidente, y salvar la estatua de Santos que está a punto de caer, como su gobierno. Y no hablo de inaugurar el monumento a los Crocs viejos, adaptación del de Cartagena, sino de erigir una estatua ecuestre, grande y lustrosa, en la cual el expresidente se yerga sobre una potranca, con corbata y sombrero, mientras sostiene en la mano una taza de café, o hace girar a la mula en torno a César Mauricio Velásquez, que funge de eje mientras sostiene su maletín, para inmortalizar del todo una fotografía ya de por sí inmortal.

Ahora bien: si, motivo próstata, el expresidente no puede montar a caballo, entonces posaría en reposo, valga el juego de palabras: quizás no en la camisilla y el bastón de la convalecencia, sino en una puesta en escena renacentista, fulgurosa, celestial, en que aparezca ascendiendo a las nubes como dios lo trajo al mundo, mientras, abajo, su coro de ángeles se revuelcan en el limbo de la pelea intestina en que se hallan: de un lado, un regordete, pero alado, Iván Duque, sobrevuela como polilla en torno a José Obdulio dormido, y, del otro, Ernesto Yamhure y Fernando Londoño, libres todavía, echan mano, como arcángeles combativos, si no de espadas celestiales, al menos de machetas y puñales: muy ellos.
Uribe llamará la atención sobre su propia efigie en un comunicado:
–Home, no me exhiban la culebrita, así siga viva, home: pido el respeto necesario al Centro Democrático: hacen daño los escultores que no cuidan las formas.
Pero lo convencerían porque esa es la manera de que en Belén de los Andaquíes no triunfe Santos con aquella estatua dorada en que sostiene un pájaro en la mano: un poco la manera del propio Manneken Pis. Pero diferente.

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