CINE

Sicario: día del soldado

La continuación de la película de 2015 reemplaza sus atmósferas cargadas por galones de sangre y una ideología de mano dura en la que el fin justifica los medios.

Manuel Kalmanovitz G.
30 de junio de 2018, 7:00 p. m.
Josh Brolin y Benicio del Toro, protagonistas de la secuela de 'Sicario', una película nominada al Óscar.

Título original: Sicario: Day of the Soldier

País: Estados Unidos

Año: 2018

Director: Stefano Sollima

Guion: Taylor Sheridan

Actores: Benicio del Toro y Josh Brolin

Duración: 122 min

El comienzo de este filme me puso a pensar en el asunto de cómo se conectan la realidad y la ficción, en el problema de juzgar una película llena de cosas inventadas que, aun así, tiene una conexión evidente con noticias actuales.

Porque el comienzo de Sicario: día del soldado es la clase de fantasía de terror xenofóbica que uno puede ver detrás de la política migratoria actual de Estados Unidos; esa política que separa niños de sus padres, que prefiere agrupar refugiados y delincuentes sin distinguir entre ellos, que justifica la militarización de la frontera y la construcción de un muro.

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¿Es posible desconectar todo eso de las imágenes de una película y de lo que cuenta? ¿No está claro que esas fantasías no tienen nada de inofensivas y que pueden transformarse (que, de hecho, se han transformado) en políticas estatales de una crueldad extraordinaria?

Al inicio de la película esto se ve así: unos delincuentes ayudan a pasar gente entre México y Estados Unidos mientras un grupo de oficiales de migración los persigue. Uno de los migrantes, después de rezarle a Alá, acciona una bomba suicida. Y ahí está: fobia al islam y fobia a los migrantes de piel oscura reunidos en un paisaje desértico.

Luego, como es de esperarse, está la justificación de fuerza excesiva, el pánico ante el otro, la negación de la empatía, el ‘ensuciarse las manos’ presentado como la única salida.

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Sicario: día del soldado retoma dos de los personajes de Sicario, la película de 2015 de Denis Villeneuve: Alejandro (Benicio del Toro) y Matt (Josh Brolin). El primero está traumatizado porque un capo mexicano mandó matar a su esposa e hija (al parecer su venganza multigeneracional de la primera parte no fue suficiente); el segundo es cruel y eficiente sin que le mataran a nadie.

No hay acá ninguna presencia que cuestione la venganza personal movilizada institucionalmente (lo que hacía el personaje de Emily Blunt en la película original), así que lo que queda es un filme de acción que evita pensar acerca de lo que se hace, en particular, en los costos éticos o en vidas humanas de estas iniciativas.

Acá la lógica terrible es que el fin justifica los medios y, como la idea es perturbar las actividades de los carteles que además de drogas trafican con gente, Matt decide secuestrar a la hija de un narco y llevársela a Texas para que parezca una operación de un cartel rival.

No hay mucha coherencia en este plan (¿para qué llevarla a los Estados Unidos? ¿No sería más simple y efectivo dejarla en México?), pero quizás esa falta de coherencia esté ahí para demostrar que dejarse guiar por la pasión a la hora de hacer planes anula el pensamiento.

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El director Stefano Sollima (quien dirigió la serie de televisión Gomorra) intenta replicar las atmósferas de Villeneuve, con esos tiempos largos y esas pausas cargadas, pero no tiene la paciencia ni para retratar la acción ni para las relaciones entre la gente; y el resultado final se siente, además de ideológicamente ponzoñoso, plano y rutinario.